¿Y si volvemos a ver "La Misión"?
Cuenta María Elvira Roca Barea (“Imperiofobia y leyenda negra”; Siruela, 15ª ed. pg. 381) que, corriendo ya el siglo XX, grupos indígenas abandonaban la civilización para adentrarse en la espesura de la selva amazónica donde habían vivido sus ancestros. En su peregrinaje llevaban bajo sus brazos, cual objetos sagrados, infinitud de misales, partituras musicales, cancioneros, violines, crucifijos. Esas imágenes –en palabras de la historiadora- “sobrepasan cuanto el realismo mágico hubiera podido imaginar”. ¿Por qué y de qué huían los indios? ¿Qué tipo de civilización querían abandonar? Más adelante responderemos. Pero formulemos antes, -y contestemos- otra pregunta: ¿Amaban alguna civilización esos indios? Sí, desde luego, y la llevaban entre sus brazos, en forma de música, arte y liturgia. Era la civilización que les habían transmitido hacía siglos los padres jesuitas, servidores fieles –al menos en aquellos tiempos- del catolicismo e hijos naturales del Imperio español y de la contrarreforma.
Retengan esta imagen tan extraordinaria como real que nos brinda Roca Barea, porque desde ella va a arrancar este comentario a la película “La misión” (Roland Joffé, 1986), que sobre todo pretende ser una invitación a que ustedes vean de nuevo la película. “La misión” relata de forma bastante fidedigna unos hechos históricos muy complejos. Aquel que vea la película con mucha atención y no esté excesivamente envenenado por prejuicios, se dará cuenta que la película deja bien parado al catolicismo y al Imperio español. Esto es así, porque “La misión” es fiel a unos hechos, por más que, desde la misma película, estos hechos quieran ser desdibujados o teñidos con ponzoñosos mensajes.
Pese a que los creadores de la película no lo pretendan del todo, “La misión” acaba siendo -¡milagro!- un encomio del catolicismo y del Imperio español. Sin embargo, la complejidad del asunto tratado en la película, sumado a la extendida ignorancia respecto del catolicismo y del imperio, sumado además a la atmósfera política y religiosa que desde los ochenta hasta ahora nos contamina, propician que muchos puedan interpretar esta gran película de forma sesgada, partidista, y sobre todo simplona y adolescente, interpretación que daría una sinopsis de este tipo: unos sacerdotes jesuitas, verdaderos representantes de Cristo en la tierra, evangelizan a los indios, por quienes luchan hasta dar sus vidas para defenderlos de la jerarquía política y eclesiástica, empeñada en pisar sus derechos y convertirlos en esclavos.
Esta interpretación, siendo real, es malévolamente incompleta y el mismo arranque de la película nos dispone ya a esta sinopsis. Ese comienzo –repito, siendo verdadero- es, sin embargo, una bomba en manos de los ignorantes. La primera secuencia muestra al nuncio escribiendo una carta al papa en la que, en un primer esbozo, dice: “los jesuitas han sido expulsados y los indios están ya dispuestos para ser esclavizados por portugueses y españoles”. Esa, en efecto, era la voluntad de las coronas española y portuguesa de aquellos años, así como de un papado que en este siglo XVIII se plegaba a los poderes de los reinos absolutistas. Todo esto nos sirve en bandeja un mito muy fácil de digerir, el de la existencia de un cristianismo primitivo y verdadero, opuesto a un cristianismo de curia, político, atento tan solo a los mundanos intereses de la codicia y del poder. Esta interpretación pueril de la película no sólo calaba “fuera” de la Iglesia, sino sobre todo dentro de ella. En determinados seminarios católicos “La misión” servía para formar curas con inequívoco espíritu comunista y anticlerical que criticaban sin más a la Iglesia y enaltecían la “pringue” –perdonen, pero era el término de moda entonces- de estos jesuitas. Como en la película –y en la realidad- esos jesuitas acababan siendo expulsados, extinguidos o asesinados, se concluía: “el que vale, vale y el que no, para obispo”. Fue lamentable respirar tanta manipulación. Hoy produce bastante vergüenza en quienes, como yo, nos dejamos caer por el tobogán atmosférico todas las veces que vimos “La misión” en nuestra adolescencia y juventud.
Es indudable que en la película hay muchos momentos en los que se respalda esta visión falsa y simplona. No olvidemos que el director presume de ser de “izquierdas”. Hay un momento especialmente malévolo, un guiño a los adolescentes y a los teólogos de la liberación, un momento sesgado y parcial hasta la aberración. Es cuando el jesuita indio de la misión de san Miguel le dice al nuncio del papa que todo lo que la misión recauda se reparte por igual entre los indios. A lo que el nuncio responde: “Ah! Sí. Creo que hay un grupo radical francés que enseña esa doctrina”. Respuesta del jesuita: “eminencia, era la doctrina de los antiguos cristianos”. Destaquemos también esta afirmación del cazador de esclavos, el señor Cabeza: “Estas misiones son obra del demonio, enseñan a despreciar la propiedad y el legítimo beneficio”. Hay que decir que esta era una verdad a medias. El Imperio español estaba empeñado en asimilar a todos los indios, considerados como hijos de Dios según las leyes españolas (Leyes de Indias), para ello formaba misiones en los lugares más alejados de la selva, donde habitaban los indios más díscolos. Al estar estas misiones en lugares muy aislados de los grandes centros urbanos, carreteras, etc… el comercio tenía que ser por fuerza comunitario, local.
Mientras que en la protestante América del Norte los indios, díscolos o no, eran exterminados, en el Imperio español eran integrados a través de las misiones en la que los jesuitas (pero también franciscanos y dominicos) se jugaban la vida, como bien refleja el comienzo de la película. Evidentemente, en una segunda fase, los jesuitas promovían la riqueza y la libertad de comercio, además de la propiedad privada para los indios, que eran dueños de las tierras, de las que sacaban su propio beneficio. A los indios se les pagaba un salario muy superior al del resto del mundo occidental (Roca Barea; o.c; pg.333). Es decir, es un mito que existiera en aquellas comunidades esa especie de comunismo que pudiera justificar a la teología de la liberación promovida por no pocos jesuitas en el siglo XX. Pero quien ve estas escenas de la película y nada sabe de la realidad histórica y política corre el riesgo de respirar ese dulce veneno que corría por el ambiente. Muchos tragamos esta visión ideal comunista.
Pese a todo esto, la verdad acaba floreciendo en la película, y sólo hay que dejar de ingerir el veneno propagandístico para ver tal florecimiento. El católico Imperio español, desde la primera mitad del siglo XVI defendió al indio como hombre (no es necesario referir la polémica Sepúlveda-Victoria, ganada por este último) y por lo tanto como ser con alma espiritual, directamente creada por Dios, protegiéndolos de la esclavitud. Los portugueses, en sus territorios, sí permitían la esclavitud de los indios, y es que el demasiado contacto con el imperialismo inglés llevaba aparejada cierta insalubridad del alma. Sólo cuando España deja de ser estrictamente católica, sólo cuando el Imperio católico comienza a declinar, dejando de tener su referencia en la Sagrada Escritura y en la tradición de la Iglesia -tal como especificaba Trento-, queriendo los reyes borbones imitar al absolutismo francés primero, y al liberalismo después; sólo cuando la modernidad y el progreso exigen la producción en masa de quinina y de caucho, sólo entonces, es cuando España comienza a desinteresarse por los indios, cuando deja de tener la paciencia evangélica y cuando los indígenas empiezan a ser mera mano de obra. Y aun con todo esto, hay que decir que la situación de los indios trabajadores no era peor que en la Inglaterra del inicio de la revolución industrial (Roca Barea: o.c; pg.333).
Uno tiene que saber al ver “La Misión”, que el causante de la masacre de las comunidades indígenas fue la modernidad y no el Imperio español, al que vino en realidad a sustituir. Y fue la modernidad la que llevando a la ruina el Imperio causó la independencia de aquellas regiones. Una modernidad que caló hasta en los papas, que se pusieron al servicio de las potencias absolutistas, fábricas de intereses económicos y de clase; papas que retomaron su condición de modelos morales y espirituales hasta la segunda mitad del siglo XIX. Es a uno de estos papas, Clemente XIII a quien el nuncio se dirige por carta en el arranque de la película. Su sucesor Clemente XIV acabaría suprimiendo la orden de los jesuitas.
Esa modernidad de la que formaba parte el tantas veces –y por todos- alabado Carlos III, quien explotó la economía de las Indias, aumentando la burocracia. Su “éxito” fue el éxito de la modernidad, es decir, el fracaso y el comienzo de la ruina de nuestro imperio, el cual, de una base moral y religiosa cambió su fundamento, cimentándolo principalmente en el beneficio económico. Los españoles emigraban a América en tiempos de Carlos III más que en épocas anteriores para sustituir a la población criolla blanca y a los mestizos que habían sido integrados desde el espíritu de las Leyes de Indias. Resultado: poco a poco los criollos blancos, oligarcas, pequeño burgueses se rebelaron contra el imperio. La independencia estaba servida. Y ni que decir tiene que, como sostiene Stanley G. Payne (“En defensa de España”; Espasa, pg. 72) los indios estaban a favor de los españoles, no con los oligarcas criollos que pretendían independizarse del imperio.
Sí, lo que cuenta la película es verdad. Los indígenas, al estar con los jesuitas estaban con el Imperio español y no con la modernidad.
Como he dicho, la película no puede eludir los hechos, y la verdad acaba asomando. Podría pensarse que “La misión” parece tentada por el demonio, al que acaba por vencer. Por eso, el guionista pone en boca del Padre Gabriel (Jeremy Irons) la siguiente afirmación: “los jesuitas ofrecen refugio a los guaranís según las leyes españolas (Leyes de Indias), sin ellas los indios no tendrían protección frente a la esclavitud”. Más claro, el agua.
La ignorancia, el morbo y la leyenda negra que en la década de los ochenta operaba a sus anchas, hacía correr el riesgo que otro momento de la película fuera interpretado sesgadamente por botarates, por adolescentes, por envenenados, o mezclando todo esto: por seminaristas de ciertos seminarios españoles. Es el momento en el que Rodrigo Mendoza acusa al español Cabeza con razón de traficar con esclavos en los territorios españoles. El ignorante interpreta: ¡qué falsos, qué hipócritas los españoles! Cuando la realidad es que se trata de un caso puntual en el que Cabeza (y Mendoza mismo ante de su conversión) trafica con esclavos; evidentemente no en territorio español, pues ello estaba perseguido duramente por la ley. La película no pretende acusar a los españoles, ni siquiera a aquellos españoles que ya empezaban a tontear con los absolutismos, sino que pretende manifestar la fragilidad y el pecado de algunos hombres, la existencia de la corrupción como un mal inherente a la naturaleza humana y que sólo puede frenarse leyes fuertes, en este caso sujetas a las enseñanzas de la Iglesia.
Es a finales del siglo XIX, muerto el Imperio español, cuando los indígenas no pueden soportar ya tantas muertes en las plantaciones y deciden dejarlo todo para adentrarse de nuevo en la selva que antes fuera su hogar. Y ustedes ya saben lo que se llevaban consigo: partituras musicales, misales, libros devotos, instrumentos, violines, oboes. Se llevan a la selva toda una civilización, la que les había traído el Imperio católico, que ya no tenía sitio en un mundo arrasado por la modernidad.
No quisiera dejar de comentar “La misión” sin hacer referencia a otro asunto católico que viene a ser uno de los momentos cumbre de la historia del cine. Esta escena muestra el arrepentimiento como fruto de la libertad para el católico. El arrepentimiento va unido al perdón, y pone el acento en el perdonado. Es casi inmoral que ante un pecado horrendo (el que comete Rodrigo Mendoza –Robert de Niro-) se perdone sin más. El que busca ser perdonado necesita interiormente de un arrepentimiento profundo y una penitencia ajustada a dicho arrepentimiento. El arrepentido tiene que postrarse ante los otros y ante Dios, consciente de la miseria de su pecado, sólo así será merecedor de recibir un perdón que realmente le redima. El catolicismo fue sabio es este asunto, como en tantos otros. Perdonar sin más es inmoral. Que quien lleve en su interior un crimen horrendo no sienta la necesidad de ser perdonado es inmoral. Que el pecador exija perdón sin purga, sin penitencia y arrepentimiento es inmoral. Vuelvan a ver al capitán Mendoza llorando de alegría por saberse perdonado tras su penitencia extrema. Vuelvan a ver “La misión”.
Cuenta María Elvira Roca Barea (“Imperiofobia y leyenda negra”; Siruela, 15ª ed. pg. 381) que, corriendo ya el siglo XX, grupos indígenas abandonaban la civilización para adentrarse en la espesura de la selva amazónica donde habían vivido sus ancestros. En su peregrinaje llevaban bajo sus brazos, cual objetos sagrados, infinitud de misales, partituras musicales, cancioneros, violines, crucifijos. Esas imágenes –en palabras de la historiadora- “sobrepasan cuanto el realismo mágico hubiera podido imaginar”. ¿Por qué y de qué huían los indios? ¿Qué tipo de civilización querían abandonar? Más adelante responderemos. Pero formulemos antes, -y contestemos- otra pregunta: ¿Amaban alguna civilización esos indios? Sí, desde luego, y la llevaban entre sus brazos, en forma de música, arte y liturgia. Era la civilización que les habían transmitido hacía siglos los padres jesuitas, servidores fieles –al menos en aquellos tiempos- del catolicismo e hijos naturales del Imperio español y de la contrarreforma.
Retengan esta imagen tan extraordinaria como real que nos brinda Roca Barea, porque desde ella va a arrancar este comentario a la película “La misión” (Roland Joffé, 1986), que sobre todo pretende ser una invitación a que ustedes vean de nuevo la película. “La misión” relata de forma bastante fidedigna unos hechos históricos muy complejos. Aquel que vea la película con mucha atención y no esté excesivamente envenenado por prejuicios, se dará cuenta que la película deja bien parado al catolicismo y al Imperio español. Esto es así, porque “La misión” es fiel a unos hechos, por más que, desde la misma película, estos hechos quieran ser desdibujados o teñidos con ponzoñosos mensajes.
Pese a que los creadores de la película no lo pretendan del todo, “La misión” acaba siendo -¡milagro!- un encomio del catolicismo y del Imperio español. Sin embargo, la complejidad del asunto tratado en la película, sumado a la extendida ignorancia respecto del catolicismo y del imperio, sumado además a la atmósfera política y religiosa que desde los ochenta hasta ahora nos contamina, propician que muchos puedan interpretar esta gran película de forma sesgada, partidista, y sobre todo simplona y adolescente, interpretación que daría una sinopsis de este tipo: unos sacerdotes jesuitas, verdaderos representantes de Cristo en la tierra, evangelizan a los indios, por quienes luchan hasta dar sus vidas para defenderlos de la jerarquía política y eclesiástica, empeñada en pisar sus derechos y convertirlos en esclavos.
Esta interpretación, siendo real, es malévolamente incompleta y el mismo arranque de la película nos dispone ya a esta sinopsis. Ese comienzo –repito, siendo verdadero- es, sin embargo, una bomba en manos de los ignorantes. La primera secuencia muestra al nuncio escribiendo una carta al papa en la que, en un primer esbozo, dice: “los jesuitas han sido expulsados y los indios están ya dispuestos para ser esclavizados por portugueses y españoles”. Esa, en efecto, era la voluntad de las coronas española y portuguesa de aquellos años, así como de un papado que en este siglo XVIII se plegaba a los poderes de los reinos absolutistas. Todo esto nos sirve en bandeja un mito muy fácil de digerir, el de la existencia de un cristianismo primitivo y verdadero, opuesto a un cristianismo de curia, político, atento tan solo a los mundanos intereses de la codicia y del poder. Esta interpretación pueril de la película no sólo calaba “fuera” de la Iglesia, sino sobre todo dentro de ella. En determinados seminarios católicos “La misión” servía para formar curas con inequívoco espíritu comunista y anticlerical que criticaban sin más a la Iglesia y enaltecían la “pringue” –perdonen, pero era el término de moda entonces- de estos jesuitas. Como en la película –y en la realidad- esos jesuitas acababan siendo expulsados, extinguidos o asesinados, se concluía: “el que vale, vale y el que no, para obispo”. Fue lamentable respirar tanta manipulación. Hoy produce bastante vergüenza en quienes, como yo, nos dejamos caer por el tobogán atmosférico todas las veces que vimos “La misión” en nuestra adolescencia y juventud.
Es indudable que en la película hay muchos momentos en los que se respalda esta visión falsa y simplona. No olvidemos que el director presume de ser de “izquierdas”. Hay un momento especialmente malévolo, un guiño a los adolescentes y a los teólogos de la liberación, un momento sesgado y parcial hasta la aberración. Es cuando el jesuita indio de la misión de san Miguel le dice al nuncio del papa que todo lo que la misión recauda se reparte por igual entre los indios. A lo que el nuncio responde: “Ah! Sí. Creo que hay un grupo radical francés que enseña esa doctrina”. Respuesta del jesuita: “eminencia, era la doctrina de los antiguos cristianos”. Destaquemos también esta afirmación del cazador de esclavos, el señor Cabeza: “Estas misiones son obra del demonio, enseñan a despreciar la propiedad y el legítimo beneficio”. Hay que decir que esta era una verdad a medias. El Imperio español estaba empeñado en asimilar a todos los indios, considerados como hijos de Dios según las leyes españolas (Leyes de Indias), para ello formaba misiones en los lugares más alejados de la selva, donde habitaban los indios más díscolos. Al estar estas misiones en lugares muy aislados de los grandes centros urbanos, carreteras, etc… el comercio tenía que ser por fuerza comunitario, local.
Mientras que en la protestante América del Norte los indios, díscolos o no, eran exterminados, en el Imperio español eran integrados a través de las misiones en la que los jesuitas (pero también franciscanos y dominicos) se jugaban la vida, como bien refleja el comienzo de la película. Evidentemente, en una segunda fase, los jesuitas promovían la riqueza y la libertad de comercio, además de la propiedad privada para los indios, que eran dueños de las tierras, de las que sacaban su propio beneficio. A los indios se les pagaba un salario muy superior al del resto del mundo occidental (Roca Barea; o.c; pg.333). Es decir, es un mito que existiera en aquellas comunidades esa especie de comunismo que pudiera justificar a la teología de la liberación promovida por no pocos jesuitas en el siglo XX. Pero quien ve estas escenas de la película y nada sabe de la realidad histórica y política corre el riesgo de respirar ese dulce veneno que corría por el ambiente. Muchos tragamos esta visión ideal comunista.
Pese a todo esto, la verdad acaba floreciendo en la película, y sólo hay que dejar de ingerir el veneno propagandístico para ver tal florecimiento. El católico Imperio español, desde la primera mitad del siglo XVI defendió al indio como hombre (no es necesario referir la polémica Sepúlveda-Victoria, ganada por este último) y por lo tanto como ser con alma espiritual, directamente creada por Dios, protegiéndolos de la esclavitud. Los portugueses, en sus territorios, sí permitían la esclavitud de los indios, y es que el demasiado contacto con el imperialismo inglés llevaba aparejada cierta insalubridad del alma. Sólo cuando España deja de ser estrictamente católica, sólo cuando el Imperio católico comienza a declinar, dejando de tener su referencia en la Sagrada Escritura y en la tradición de la Iglesia -tal como especificaba Trento-, queriendo los reyes borbones imitar al absolutismo francés primero, y al liberalismo después; sólo cuando la modernidad y el progreso exigen la producción en masa de quinina y de caucho, sólo entonces, es cuando España comienza a desinteresarse por los indios, cuando deja de tener la paciencia evangélica y cuando los indígenas empiezan a ser mera mano de obra. Y aun con todo esto, hay que decir que la situación de los indios trabajadores no era peor que en la Inglaterra del inicio de la revolución industrial (Roca Barea: o.c; pg.333).
Uno tiene que saber al ver “La Misión”, que el causante de la masacre de las comunidades indígenas fue la modernidad y no el Imperio español, al que vino en realidad a sustituir. Y fue la modernidad la que llevando a la ruina el Imperio causó la independencia de aquellas regiones. Una modernidad que caló hasta en los papas, que se pusieron al servicio de las potencias absolutistas, fábricas de intereses económicos y de clase; papas que retomaron su condición de modelos morales y espirituales hasta la segunda mitad del siglo XIX. Es a uno de estos papas, Clemente XIII a quien el nuncio se dirige por carta en el arranque de la película. Su sucesor Clemente XIV acabaría suprimiendo la orden de los jesuitas.
Esa modernidad de la que formaba parte el tantas veces –y por todos- alabado Carlos III, quien explotó la economía de las Indias, aumentando la burocracia. Su “éxito” fue el éxito de la modernidad, es decir, el fracaso y el comienzo de la ruina de nuestro imperio, el cual, de una base moral y religiosa cambió su fundamento, cimentándolo principalmente en el beneficio económico. Los españoles emigraban a América en tiempos de Carlos III más que en épocas anteriores para sustituir a la población criolla blanca y a los mestizos que habían sido integrados desde el espíritu de las Leyes de Indias. Resultado: poco a poco los criollos blancos, oligarcas, pequeño burgueses se rebelaron contra el imperio. La independencia estaba servida. Y ni que decir tiene que, como sostiene Stanley G. Payne (“En defensa de España”; Espasa, pg. 72) los indios estaban a favor de los españoles, no con los oligarcas criollos que pretendían independizarse del imperio.
Sí, lo que cuenta la película es verdad. Los indígenas, al estar con los jesuitas estaban con el Imperio español y no con la modernidad.
Como he dicho, la película no puede eludir los hechos, y la verdad acaba asomando. Podría pensarse que “La misión” parece tentada por el demonio, al que acaba por vencer. Por eso, el guionista pone en boca del Padre Gabriel (Jeremy Irons) la siguiente afirmación: “los jesuitas ofrecen refugio a los guaranís según las leyes españolas (Leyes de Indias), sin ellas los indios no tendrían protección frente a la esclavitud”. Más claro, el agua.
La ignorancia, el morbo y la leyenda negra que en la década de los ochenta operaba a sus anchas, hacía correr el riesgo que otro momento de la película fuera interpretado sesgadamente por botarates, por adolescentes, por envenenados, o mezclando todo esto: por seminaristas de ciertos seminarios españoles. Es el momento en el que Rodrigo Mendoza acusa al español Cabeza con razón de traficar con esclavos en los territorios españoles. El ignorante interpreta: ¡qué falsos, qué hipócritas los españoles! Cuando la realidad es que se trata de un caso puntual en el que Cabeza (y Mendoza mismo ante de su conversión) trafica con esclavos; evidentemente no en territorio español, pues ello estaba perseguido duramente por la ley. La película no pretende acusar a los españoles, ni siquiera a aquellos españoles que ya empezaban a tontear con los absolutismos, sino que pretende manifestar la fragilidad y el pecado de algunos hombres, la existencia de la corrupción como un mal inherente a la naturaleza humana y que sólo puede frenarse leyes fuertes, en este caso sujetas a las enseñanzas de la Iglesia.
Es a finales del siglo XIX, muerto el Imperio español, cuando los indígenas no pueden soportar ya tantas muertes en las plantaciones y deciden dejarlo todo para adentrarse de nuevo en la selva que antes fuera su hogar. Y ustedes ya saben lo que se llevaban consigo: partituras musicales, misales, libros devotos, instrumentos, violines, oboes. Se llevan a la selva toda una civilización, la que les había traído el Imperio católico, que ya no tenía sitio en un mundo arrasado por la modernidad.
No quisiera dejar de comentar “La misión” sin hacer referencia a otro asunto católico que viene a ser uno de los momentos cumbre de la historia del cine. Esta escena muestra el arrepentimiento como fruto de la libertad para el católico. El arrepentimiento va unido al perdón, y pone el acento en el perdonado. Es casi inmoral que ante un pecado horrendo (el que comete Rodrigo Mendoza –Robert de Niro-) se perdone sin más. El que busca ser perdonado necesita interiormente de un arrepentimiento profundo y una penitencia ajustada a dicho arrepentimiento. El arrepentido tiene que postrarse ante los otros y ante Dios, consciente de la miseria de su pecado, sólo así será merecedor de recibir un perdón que realmente le redima. El catolicismo fue sabio es este asunto, como en tantos otros. Perdonar sin más es inmoral. Que quien lleve en su interior un crimen horrendo no sienta la necesidad de ser perdonado es inmoral. Que el pecador exija perdón sin purga, sin penitencia y arrepentimiento es inmoral. Vuelvan a ver al capitán Mendoza llorando de alegría por saberse perdonado tras su penitencia extrema. Vuelvan a ver “La misión”.