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Antonio Ríos Rojas
Lunes, 08 de Abril de 2019 Tiempo de lectura:

El cobarde prudente o el antiAbascal

[Img #15497]Entre las virtudes universalmente admitidas y admiradas se encuentra la prudencia. Desde Aristóteles hasta la mayoría de quienes hoy se suben al estrado político o eclesial, pasando por Séneca, Gracián… y tantos otros, la prudencia ocupa un lugar de privilegio en la corte de las virtudes, incluso aunque -como hoy- nadie sepa aproximarse conceptualmente a la prudencia, ni mucho menos a la virtud en general.

 

Sin embargo, hay un segundo grupo de pensadores que no han dudado en vedar a la prudencia el acceso a la corte de las virtudes. Estos autores suelen denegar también a la tolerancia –virtud esencialmente moderna ligada a la prudencia- el privilegio de nobleza. Antes de aterrizar en la pista a la que deseo llevarles, permítanme que volemos unas líneas más con un breve texto ilustrativo. Al referirse a los hombres de genio como contraposición a los hombres corrientes, el gran filósofo Arthur Schopenhauer, uno de esos autores del segundo grupo, escribe: “Los hombres de genio, al hablar no piensan tanto en la persona con la que charlan, sino más bien en el tema del que tratan y que les embarga por completo, de ahí que no silencien lo que deberían callar. Por eso se inclinan finalmente a los monólogos y en general pueden esgrimir varias flaquezas que se aproximan realmente a la locura” (“El mundo como voluntad y representación”, Libro III, apartado 36, pág, 281 FCE 2003).

 

Lo vemos clarísimo, el hombre de genio es el hombre valiente, mientras que el hombre prudente, aquel que al hablar sopesa más qué tipo de público tiene delante, se afana por gustar –gustarse- y por recabar votos, ese hombre es el cobarde prudente. Este hombre prudente y cobarde domina el mundo con su prudencia. La modernidad ha sido una fábrica de producción masiva de este engendro humano. En ella la valentía sólo se deja traducir como “espíritu emprendedor” cuyos fines se restringen al ámbito exclusivamente económico. Dudosa o al menos incompleta valentía. Y para todo lo demás (en realidad poco más deja sin absorber el espíritu emprendedor), se aplica la “virtud” de la prudencia,  desvinculada por completo de otras virtudes y convertida en hija cursi de un miedo que se ha extendido como la peste en el hombre moderno.

 

Uno de los objetivos a los que apunta el progreso es acallar, extirpar por completo al hombre de genio, al hombre que piensa y vive en las ideas. De ahí que ver hoy a un hombre hablar de una idea o de una realidad sin importarle quién tiene delante, o qué críticas demoledoras y humillantes recibirá por parte de legiones de víboras, es un signo de que la valentía, con la dosis de riesgo y de locura que conlleva, ha vuelto a la vida, en concreto, ha vuelto a España.

 

El mundo que nos toca vivir es el más hipócrita de todos los mundos conocidos. De un lado difumina el alma de cada hombre en mil locuras, en mil vicios, a los que concede un permiso de salida corto y “privado”. Por otro lado, impone la prudencia –ya sabemos, la hija repipi del canguelo-  como virtud incontestable. “Corrección política” es el nombre del que se vale hoy esa prudencia de cuño moderno y progresista. La corrección política es la prudencia en su estado más degenerado, sobre todo porque haciendo creer al hombre que es un ser libre y liberado, le obliga a ocultar unas pulsiones viciosas que la misma sociedad moderna y progresista ha fomentado, dándole cobijo en el sótano de la “esfera privada”. Este estado degenerado de la prudencia que es la corrección política actúa como grilletes, como mordaza, invade el cerebro, constriñe el vientre, que no puede evacuar los vicios con los que la modernidad le ha infectado, estrangula el alma, que se ve incapaz de hallar la valentía necesaria para sacar lo bueno y sagrado que aún posee. Pavor a expresar lo que pensamos y sentimos. Lo bueno y lo malo. Es la dictadura, otra muy distinta a la que nos han acostumbrado. El miedo de una buena parte de los españoles a decir lo que piensa es el signo inconfundible de que vivimos en un sistema dictatorial. No se acabará de la noche a la mañana.

 

El mundo moderno y progresista no sólo fragmenta a cada individuo en mil pedazos. La empresa no estará completa si no hace saltar en trozos a las sociedades, a las naciones. También en este punto actúa de una forma engañosamente demoníaca. Nos hace creer en la ilusión de un mundo uno y multicultural. Ese es el término que se la da a la dinamita cuando esta se introduce en la boca bajo la forma de un rico helado de chocolate y nata. España, poblada desde hace decenios por una cantidad enorme de cabezas huecas, en la que sólo caben nubes flotantes, es el campo perfecto para tal experimento social: el dinamitar una nación como complemento a haber dinamitado a una buena parte de los individuos.

 

Y la “virtud” extendida de la prudencia, de la cobardía, de la corrección política es en realidad la mano que nos introduce en la boca el rico helado, la dinamita de la desfragmentación. La diferencia entre los hombres existe, siempre ha existido, nadie la niega, pero saltan todas las alarmas cuando se la convierte en arma para la  desintegración, cuando se enciende la mecha de un multiculturalismo impuesto.

 

Desde estos parámetros un individuo que se presente al público haciendo salir de su boca la palabra “unidad” o la palabra “España”, será caracterizado y caricaturizado como un loco peligroso que pone en peligro nuestra convivencia. España, además de una realidad política e histórica, es una idea, una de las más grandes ideas rectoras y generadoras de la humanidad. Pero el hombre corriente, el hombre prudente, huye de las grandes ideas.

 

El hombre prudente, el hombre corriente, como apunta Schopenhauer, sólo es capaz de ver las relaciones entre las cosas, relaciones que traducidas a nuestro hilo conductor son siervas de la corrección política. Si en los institutos se enseñara realmente a Platón este tendría que ser presentado como el espíritu enemigo de los políticos modernos, porque todo apunta en él a una reconciliación unitaria por encima de las multiplicidades y de las diferencias, y no, como hace el espíritu moderno, a una desintegración de la unidad en la multiplicidad.

 

Este hombre corriente y vulgar, de alma estrangulada y servil  predica la prudencia mientras se alimenta de una ambición insaciable. Como hijo de la modernidad, el motor de sus pasos es él y sólo él. Pedro Sánchez es el modelo. Su “idea” se reduce a él mismo. España, realidad histórica sublime e idea poderosa y vigorosa aún latente, es la idea a demoler por ese espíritu famélico, la idea a triturar por este político moderno, un enano sin alma aunque mida un 1,92, y ostente andares de Henry Fonda o de su maniquí Barak Obama.

 

No soy tan iluso como para esperar ver un espíritu genial en la pléyade de políticos actuales, sobre todo porque la genialidad y la política están reñidas, pero al oír a Santiago Abascal hablar sin esa paralizante prudencia, sin miedo a su engendro, la subnormal corrección política, libre del miedo al ridículo, escupiendo el rico helado, a fin de proclamar alto y sin temor la idea y la realidad de “España”, una realidad y una idea que antes de llegarle a la boca sale de su cabeza y le traspasa el corazón, entonces me doy cuenta de que este país empieza a alimentarse mejor, y relativizo las ideas con las que no comulgo con él -que no son pocas- porque comparto con él una idea que ya parecía muerta. La idea, sólo la idea puede fecundar y cohesionar lo múltiple potenciando nuestra salud material y anímica. Pero ¿qué sabe el hombre prudente, el hombre corriente de esa realidad llamada alma?

 

Abascal es visto por sus enemigos prudentes, cobardes y traidores como una especie de hombre de las cavernas, un español intolerante a lomos de un caballo, pero en realidad Santiago Abascal se ha liberado de la caverna, de aquella de la que nos habló Platón. Vive en la idea, la piensa y la siente (sí, decimos “la siente” sin el temor a otro tipo de censores). El que este hombre habite en la idea y en la realidad de España lo convierte en objeto de una burla que le caricaturiza como retrógrado. En realidad, a sus críticos no les falta razón, porque el liberto de la caverna, aunque aparentemente se mueva hacia adelante para salir del mundo de las sombras, en realidad ha ido hacia atrás, pues para acceder a la idea hay que hacer un movimiento de repliegue del alma. Abascal ha llegado a la idea de España a través de la experiencia y a través de lecturas. No muchas, aunque suficientes, y en cualquier caso a través de más lecturas que Casado, mucho más que Rivera e infinitamente más que el farsante Sánchez. Eso sí, muchas menos que Pablo Iglesias, aunque a diferencia de este, las pocas y buenas lecturas de Abascal las buscó el amor a España y no el odio a ella, motor eterno del marqués de Galapagar. Sí, Santiago Abascal es en cierta medida un liberto, que por lo tanto pasa por esclavo en la mente de los que llevan decenios sin salir de la perfecta construcción cavernícola de una modernidad que cobija al hombre en esa eterna sombra helada de progreso que son las sociedades democráticas “avanzadas”. Es a su liberación de la caverna y no a ninguna españolidad cavernícola a la que debemos, la claridad, la falta de miedo de su discurso que tantos recibimos como aire puro.

 

Del alma salen estas palabras de Abascal: “España –su realidad y su idea- no se discute, no se dialoga, se defiende hasta las últimas consecuencias”. Por fin. Tuvo que ser Abascal y nada menos que en Barcelona. Y es que hay algo de genio en Abascal; no por él, sino por lo que vive en él, aquello que Giménez Caballero bautizó en 1932 como “Genio de España”. Genio que implica realidad e idea, siempre fundidas, siempre operantes. Aunque una legión de traidores pretenda matar al genio de España, este vive y pervive, y si muere, como católico resucita. Mala noticia para los prudentes, muy mala para los traidores, pero ¿es que acaso son distintos estos términos? El alma de Abascal y la de una gran parte de España derrite con su calor este hielo de la que corrección política que nos ha dejado aterida el alma. Quien se atreve a subir al estrado público y hablar como él, con frescura, con salud, con pasión, prescindiendo de las cursilerías teológico-morales de oradores pasados, ese hombre debe tener algo de temario, debe sonreír ante la sentencia aristotélica según la cual la valentía es el término medio entre el miedo y la temeridad. Ese hombre valiente, como apuntaba Schopenhauer, debe estar un poco loco. “Gracias a Dios…”

 

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