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Fernando José Vaquero Oroquieta
Lunes, 15 de Julio de 2019 Tiempo de lectura:

Idealización y demonización de los Sanfermines

[Img #16038]Han sido no pocos los artículos y comentarios, publicados en medios digitales del área denominada “patriota”, relativos a la degradación, deriva y excesos que vendrían sufriendo tan universales como idealizados festejos. A tal efecto se han servido de diversos soportes gráficos: vídeos delirantes, alcohol por las calles, sexo en público, zafios manoseos de anglosajonas borrachas (básicamente perpetrados en años anteriores), estriptis espontáneos en balcones y plazas para deleite de transeúntes, ojos enrojecidos por las drogas, “serpientes” humanas balanceantes arrastradas cansinamente por calles y parques…

 

Empero lo anterior, también podemos observar una festiva masa humana uniformada bajo los colores blanco y rojo, a modo de mínimo común denominador, que da la bienvenida a todos los concurrentes, independientemente de su medio social y procedencia geográfica: una celebración que unificaría todas las alteridades y diferencias. Fiestas para todos.

 

No puede negarse: los sanfermines ya no son lo que eran. En realidad, ya nada es lo que fue. Se han masificado, desvirtuado y degradado. Pero no se trata de una característica específica de estas fiestas: sucede en todas partes. Y no sólo en Europa. Con más o menos focos y cámaras televisivas; con mayor o menor fortuna y celebridad. Sociedad del espectáculo, homo festivus, tiempos líquidos…. sacrosanta y todopoderosa globalización.

 

Suelen afirmar, los pamplonesistas de estricta observancia, que los Sanfermines sin Ernest Hemingway no habrían alcanzado ni su singular fortuna, ni tamaña deriva multitudinaria: una verdadera maldición post mortem de tan volcánico como castizo autor. Seguramente sea así, pero, antes o después, los excesos propios de nuestro época (“el reino de la cantidad frente al reino de la calidad”) les habrían alcanzado sin remedio; no en vano todo ello forma parte del espíritu de este tiempo: cuantificación, monetarismo, infantilización de las masas, despersonalización, hipertrofia de los sentidos, desacralización, pérdida de contacto con la naturaleza, artificio, feísmo y excesos. Y el dios dinero midiéndolo todo.

 

Los comentarista antes aludidos se escandalizaban, ante todo, por esos excesos públicos de “sexo, drogas y rock & roll”. Nada, realmente, que no suceda en Pilares, Fallas o en cualquier otra fiesta patronal de tantas ciudades, villas y pueblos de nuestra piel de toro. Por otra parte, también se mostraban disgustados por la politización "abertzale"; circunstancia que viene arrastrándose desde 1976, recordémoslo. Insistimos: nada nuevo bajo el sol.

 

Las fiestas patronales, antaño anclados en una neta raíz religiosa, se han desvirtuado en todas partes por efecto del consumismo propio de nuestro elevado nivel material de vida; a lo que debe sumarse el mito actual que impone a los jóvenes –y a los ya no tanto-, como principal y casi única exigencia de la vida, la de acumular y exprimir experiencias y sensaciones de todo tipo. En contraste con lo vivido hoy, durante un par de milenios, la dimensión dionisíaca de la fiesta estaba perfectamente entreverada con el ritmo de las estaciones, los ciclos económicos, el descanso tras tantas fatigas y labores, la comunidad de pertenencia. Todo ello proporcionaba sentido existencial y mecanismos de relación; orden y razones para vivir. Una experiencia y un conocimiento incomprensibles para las gentes de hoy: por unificadas por lo bajo, masificadas, comercializadas, estereotipadas y, en definitiva, desarraigadas.

 

En este contexto: ¿por qué los Sanfermines iban a ser diferentes? ¿Por qué tendrían que haberse salvaguardado del agresivo y uniformizador mundo circundante?

 

Con todo, sobrevive una veta tradicional –no necesariamente clandestina- en los Sanfermines; hasta el punto de que todavía pueden vivirse cuidando su dimensión religiosa, descubriendo ritos colectivos de día y noche, la cultura del toro. Espacios sacros y profanos en simbiosis y movimiento. Pero, como todo, para poder amarlo, primero hay que conocerlo. Y buscarlo, participar e integrarlo en unas jornadas en las que el reencuentro de amigos, correligionarios y familiares es motivo añadido o principal de goce.

 

Algunos de tales comentaristas se preguntaban, a mayor escarnio: “pero, ¿no era Navarra la más católica de las tierras de España?”, “¿qué opinarían sus antepasados requetés?”. Pura retórica de preguntas que no esperan respuesta, inoperantes esencialismos que nada explican.

 

La percepción de los Sanfermines, al igual que de cualquier otra celebración multitudinaria, está condicionada por su propia idiosincrasia, por los concretos temperamentos individuales, las tradiciones familiares locales y las experiencias vitales de cada uno. De igual modo, toda celebración puede representarse desde la conciencia de que cada etapa vital se corresponde con unas experiencias específicas temporales; si bien su extensión sine die, por puro voluntarismo, traerá siempre amargura y dolor. Y, en todo caso, nostalgia: bendita nostalgia.

 

En definitiva, los Sanfermines pueden proporcionar –era y sigue siendo su auténtico fin- una experiencia de arraigo, comunidad y sentido. Pero, ¡cómo no!, excesos ya descubiertos hace milenios; si bien refinados por las nuevas tecnologías y facilitados por libérrimas relaciones sociales. Es la libertad de cada uno, puesta en marcha, la que permitirá discriminar, revalorizar y redescubrir estas fiestas u otras; esas dimensiones casi sumergidas o ninguna en particular. Dejarse arrastrar por masas sin rostro ni alma, o contemplarlas desde el escepticismo e incluso el ascetismo.

 

La mera queja y la descalificación apriorística únicamente son manifestación de la impotencia y del bloqueo ante las fuentes de la vida.

 

¿Sanfermines?, por supuesto: ni idealizados, ni demonizados.

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