La verdad en cuarentena
Aunque la democracia como sistema político aparece en la Grecia clásica y sus reflexiones nos llegan a través de Heródoto, Tucídides, Isócrates, Jenofonte, Sócrates, Platón y Aristóteles, será la obra de Santo Tomás de Aquino la que siente las bases de lo que en Europa se conoce como ciencia política, puesto que es este teólogo y filósofo del siglo XIII el que va a incluir, ya en el debate público de su época, asuntos controvertidos como son las relaciones entre los principados laicos y el poder clerical, el derecho de resistencia a la opresión del tirano o la diversidad de regímenes políticos posibles.
Para Santo Tomás, que distingue entre formas correctas y formas viciosas de ejercer el poder, no hay un sistema ni una constitución más óptima, ya que el mejor régimen es aquel que, atendiendo a la costumbre local, a la geografía y a la historia del territorio, mejor sirve al bien comunitario. Y es precisamente la persecución del bien comunitario lo que hace que un gobernante sea digno o indigno, en cualquier tiempo y lugar, independientemente de que haya accedido al poder por medios legales. Curiosamente, lo que conocemos como democracia en nuestro tiempo era para Santo Tomás una forma despectiva y corrupta de ejercer el poder, al alterar y degradar el gobierno de la república – gobierno justo de la mayoría – mediante la utilización del poder en beneficio propio o de una mayoría de demagogos. Producto de la descomposición del sistema, decía que el demagogo gobierna en nombre del pueblo, halagándole y haciéndole creer que los decretos que le oprimen son, en realidad, efecto del ejercicio de su omnímoda libertad. Leyendo en estos días de obligada cuarentena por el Covid-19 De Regimine Principum, sorprende la rabiosa actualidad de este brillante análisis político escrito para Hugo de Lusignan, rey de Chipre, perfectamente atribuible a nuestro tiempo y a cualquiera de los líderes que hoy están al frente de muchos de los países del mundo, incluido el nuestro.
Cualquier sociedad democrática se estructura en torno a unos valores jurídicos y morales, entre los que sobresalen el respeto a la dignidad humana y la responsabilidad, no sólo atribuida al gobernante, sino también a los ciudadanos, titulares todos de derechos, pero también de obligaciones. Desde los orígenes del constitucionalismo moderno, al gobernante le exigimos una responsabilidad política y civil en el uso legítimo del poder y que puede derivar en una responsabilidad criminal si, en el ejercicio de sus funciones, sus decisiones no cumplen con el principio de legalidad o su comportamiento no es ético. Aquello que para Santo Tomás era demagogia y tiranía por atentar contra el bien común y que en nuestra época podemos identificar con la corrupción, traición, deslealtad o cualquier otro comportamiento que implique un daño contra la Seguridad del Estado.
Apenas han pasado dos meses desde la constitución de este Gobierno de coalición social-comunista, con tics bolivarianos, sostenido con el apoyo externo de las formaciones políticas más letales que cualquier Estado que quisiera asegurar su integridad territorial y el bienestar de su nación mantendría lo más alejados posible de los centros de poder. Como si de un triste presagio se tratara, una emergente amenaza en materia de salud pública procedente de China sacudía la estabilidad de las naciones. Desde entonces, ajenos a la situación de crisis sanitaria en la que nos encontraríamos por decreto al día siguiente del aquelarre feminista del 8M y las demás concentraciones autorizadas que se sucedieron a lo largo de toda la geografía del país, hemos asistido impávidos como sociedad civil a una concatenación de actos de manipulación y control de los poderes del Estado y los medios de comunicación por parte de un Gobierno sin escrúpulos. Desde los polémicos nombramientos al frente de las instituciones, la cesión soberanista a los independentistas, la modificación del Código Penal, el famoso Delcygate o el ninguneo a la oposición, hasta el despilfarro administrativo, el escándalo de la explotación sexual de menores tutelados, el acceso de Pablo Iglesias a los secretos de Estado, los intentos de intervención económica o las leyes ideológicas de ingeniería social, empezando por las de Memoria Histórica o la eutanasia y terminando por la agenda republicana mediante la deslegitimación de la monarquía y los símbolos del Estado o los desprecios al propio Rey Felipe VI.
Cuando el gobierno se desvía de lo justo, siembra discordia entre sus súbditos, fomenta las que ya están comenzadas y prohíbe todo lo que a los hombres es causa de amistad, el pueblo tiene derecho a resistirse a la opresión del tirano mediante su defenestración. Lo escribía Santo Tomás en su apelación al derecho a la resistencia a la opresión del tirano y lo contempla el artículo 102 del Título IV de la Constitución, que regula la cuestión de la responsabilidad criminal del Presidente del Gobierno y los demás miembros de su gabinete. Porque la crisis del coronavirus no pone en evidencia la incapacidad de gestión de un Gobierno ausente de liderazgo, carente de autocrítica y que parece sacado de un casting de Sálvame o de una asamblea de revolucionarios inadaptados de salón, sino de unos golpistas en ejercicio que utilizan incluso una emergencia nacional para sacar rédito político. Mentir, lanzar medidas económicas vacías – no hay fondos, y lo saben - y dejar a una población desprotegida, incluso ante emergencias sanitarias, incurre en un delito de responsabilidad criminal; esconderse tras el Estado de alarma para blindar, de forma opaca, el acceso al CNI de un sujeto como Pablo Iglesias, incurre en un delito de responsabilidad criminal; mantener la agenda de sublevación territorial contra el orden constitucional, incurre en un delito de responsabilidad criminal; plantearse la nacionalización de sectores estratégicos, como el energético, la sanidad privada o la banca, incurre en un delito de responsabilidad criminal; erosionar aún más la Corona e intentar redirigir la ira popular contra el rey Felipe VI para alentar el cambio de régimen, incurre en un delito de responsabilidad criminal. Estamos ante el peor Gobierno en el peor momento y nos limitamos a describir el paisaje sin profundizar en el estilo artístico que hay detrás.
La historia de la humanidad ha vivido pandemias de gran impacto, y aunque estamos acostumbrados a convivir con el dolor y asistir pasivamente a la muerte de millones de personas a causa de guerras, enfermedades, epidemias limitadas o por abusos de poder, las fronteras de la geopolítica del coronavirus Covid-19 se han extendido. Contener las pandemias en un mundo globalizado requiere estrategias también globales cuando las tensiones geopolíticas evidencian la feroz competición en un mundo cada vez más fragmentado. Particularmente en Europa, las medidas de contención de este enemigo invisible – aislamiento social – impuestas de forma descoordinada por los diferentes gobiernos, se convierten en el mayor ataque a nuestra libertad y modo de vida, además de la incertidumbre que supone los efectos de la paralización de la economía y el desequilibrio económico que puede derivar en crisis financiera. La disciplina social es necesaria, es una cuestión de responsabilidad social, porque tenemos un sistema de salud sólido y una tecnología de vanguardia, pero debemos ayudar entre todos a racionalizar los recursos disponibles para no colapsar los hospitales mientras damos tiempo a la ciencia para desarrollar la vacuna que nos haga inmunes.
Ante una amenaza emergente, es comprensible una actitud política prudente para no alarmar y generar miedo entre la población. Pero entre la serena preocupación que hemos visto en otros gobiernos de Europa y la ocultación consciente e interesada de la verdad por parte del nuestro hay un abismo. Ahora es el momento de remar juntos en la misma dirección para frenar la transmisión del coronavirus y minimizar los daños humanos y económicos, pero también de acordarse de quiénes son realmente Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, y quiénes son también la legión de medios de comunicación, opinadores profesionales y personajes de la vida social y política que sirven sin disimulo a la agenda política e ideológica de estos ‘asaltacielos’ y sus socios.
Las crisis ponen a los individuos y a las sociedades frente al espejo y muestra la realidad de la fragilidad humana. Somos responsables de lo que votamos y hemos depositado nuestra confianza como ciudadanos en unos líderes que no están a la altura moral del perfil de la sociedad a la que sirven. Atravesamos como país una crisis estructural, social y de identidad, que va más allá del color puntual de una coalición de partidos al frente de un Gobierno. No podemos permanecer impasibles ante la hábil propaganda o fraudulenta manipulación de un presidente del Gobierno que ha puesto a la verdad en cuarentena, tiene confinado al rey y menosprecia el guante blanco que le lanza la oposición. La solidaridad es lo único que nos puede salvar y unir como país ante un desafío gravísimo en el que la monarquía también es parte de la solución. Esperemos que no se cumpla el vaticinio de Santo Tomás de que a muchos, por la malicia de los tiranos, se les hace odiosa la dignidad real; pero algunos, faltándoles el gobierno del rey, caen en las crueldades de los tiranos.
(*) Marta González Isidoro es periodista y analista política
Aunque la democracia como sistema político aparece en la Grecia clásica y sus reflexiones nos llegan a través de Heródoto, Tucídides, Isócrates, Jenofonte, Sócrates, Platón y Aristóteles, será la obra de Santo Tomás de Aquino la que siente las bases de lo que en Europa se conoce como ciencia política, puesto que es este teólogo y filósofo del siglo XIII el que va a incluir, ya en el debate público de su época, asuntos controvertidos como son las relaciones entre los principados laicos y el poder clerical, el derecho de resistencia a la opresión del tirano o la diversidad de regímenes políticos posibles.
Para Santo Tomás, que distingue entre formas correctas y formas viciosas de ejercer el poder, no hay un sistema ni una constitución más óptima, ya que el mejor régimen es aquel que, atendiendo a la costumbre local, a la geografía y a la historia del territorio, mejor sirve al bien comunitario. Y es precisamente la persecución del bien comunitario lo que hace que un gobernante sea digno o indigno, en cualquier tiempo y lugar, independientemente de que haya accedido al poder por medios legales. Curiosamente, lo que conocemos como democracia en nuestro tiempo era para Santo Tomás una forma despectiva y corrupta de ejercer el poder, al alterar y degradar el gobierno de la república – gobierno justo de la mayoría – mediante la utilización del poder en beneficio propio o de una mayoría de demagogos. Producto de la descomposición del sistema, decía que el demagogo gobierna en nombre del pueblo, halagándole y haciéndole creer que los decretos que le oprimen son, en realidad, efecto del ejercicio de su omnímoda libertad. Leyendo en estos días de obligada cuarentena por el Covid-19 De Regimine Principum, sorprende la rabiosa actualidad de este brillante análisis político escrito para Hugo de Lusignan, rey de Chipre, perfectamente atribuible a nuestro tiempo y a cualquiera de los líderes que hoy están al frente de muchos de los países del mundo, incluido el nuestro.
Cualquier sociedad democrática se estructura en torno a unos valores jurídicos y morales, entre los que sobresalen el respeto a la dignidad humana y la responsabilidad, no sólo atribuida al gobernante, sino también a los ciudadanos, titulares todos de derechos, pero también de obligaciones. Desde los orígenes del constitucionalismo moderno, al gobernante le exigimos una responsabilidad política y civil en el uso legítimo del poder y que puede derivar en una responsabilidad criminal si, en el ejercicio de sus funciones, sus decisiones no cumplen con el principio de legalidad o su comportamiento no es ético. Aquello que para Santo Tomás era demagogia y tiranía por atentar contra el bien común y que en nuestra época podemos identificar con la corrupción, traición, deslealtad o cualquier otro comportamiento que implique un daño contra la Seguridad del Estado.
Apenas han pasado dos meses desde la constitución de este Gobierno de coalición social-comunista, con tics bolivarianos, sostenido con el apoyo externo de las formaciones políticas más letales que cualquier Estado que quisiera asegurar su integridad territorial y el bienestar de su nación mantendría lo más alejados posible de los centros de poder. Como si de un triste presagio se tratara, una emergente amenaza en materia de salud pública procedente de China sacudía la estabilidad de las naciones. Desde entonces, ajenos a la situación de crisis sanitaria en la que nos encontraríamos por decreto al día siguiente del aquelarre feminista del 8M y las demás concentraciones autorizadas que se sucedieron a lo largo de toda la geografía del país, hemos asistido impávidos como sociedad civil a una concatenación de actos de manipulación y control de los poderes del Estado y los medios de comunicación por parte de un Gobierno sin escrúpulos. Desde los polémicos nombramientos al frente de las instituciones, la cesión soberanista a los independentistas, la modificación del Código Penal, el famoso Delcygate o el ninguneo a la oposición, hasta el despilfarro administrativo, el escándalo de la explotación sexual de menores tutelados, el acceso de Pablo Iglesias a los secretos de Estado, los intentos de intervención económica o las leyes ideológicas de ingeniería social, empezando por las de Memoria Histórica o la eutanasia y terminando por la agenda republicana mediante la deslegitimación de la monarquía y los símbolos del Estado o los desprecios al propio Rey Felipe VI.
Cuando el gobierno se desvía de lo justo, siembra discordia entre sus súbditos, fomenta las que ya están comenzadas y prohíbe todo lo que a los hombres es causa de amistad, el pueblo tiene derecho a resistirse a la opresión del tirano mediante su defenestración. Lo escribía Santo Tomás en su apelación al derecho a la resistencia a la opresión del tirano y lo contempla el artículo 102 del Título IV de la Constitución, que regula la cuestión de la responsabilidad criminal del Presidente del Gobierno y los demás miembros de su gabinete. Porque la crisis del coronavirus no pone en evidencia la incapacidad de gestión de un Gobierno ausente de liderazgo, carente de autocrítica y que parece sacado de un casting de Sálvame o de una asamblea de revolucionarios inadaptados de salón, sino de unos golpistas en ejercicio que utilizan incluso una emergencia nacional para sacar rédito político. Mentir, lanzar medidas económicas vacías – no hay fondos, y lo saben - y dejar a una población desprotegida, incluso ante emergencias sanitarias, incurre en un delito de responsabilidad criminal; esconderse tras el Estado de alarma para blindar, de forma opaca, el acceso al CNI de un sujeto como Pablo Iglesias, incurre en un delito de responsabilidad criminal; mantener la agenda de sublevación territorial contra el orden constitucional, incurre en un delito de responsabilidad criminal; plantearse la nacionalización de sectores estratégicos, como el energético, la sanidad privada o la banca, incurre en un delito de responsabilidad criminal; erosionar aún más la Corona e intentar redirigir la ira popular contra el rey Felipe VI para alentar el cambio de régimen, incurre en un delito de responsabilidad criminal. Estamos ante el peor Gobierno en el peor momento y nos limitamos a describir el paisaje sin profundizar en el estilo artístico que hay detrás.
La historia de la humanidad ha vivido pandemias de gran impacto, y aunque estamos acostumbrados a convivir con el dolor y asistir pasivamente a la muerte de millones de personas a causa de guerras, enfermedades, epidemias limitadas o por abusos de poder, las fronteras de la geopolítica del coronavirus Covid-19 se han extendido. Contener las pandemias en un mundo globalizado requiere estrategias también globales cuando las tensiones geopolíticas evidencian la feroz competición en un mundo cada vez más fragmentado. Particularmente en Europa, las medidas de contención de este enemigo invisible – aislamiento social – impuestas de forma descoordinada por los diferentes gobiernos, se convierten en el mayor ataque a nuestra libertad y modo de vida, además de la incertidumbre que supone los efectos de la paralización de la economía y el desequilibrio económico que puede derivar en crisis financiera. La disciplina social es necesaria, es una cuestión de responsabilidad social, porque tenemos un sistema de salud sólido y una tecnología de vanguardia, pero debemos ayudar entre todos a racionalizar los recursos disponibles para no colapsar los hospitales mientras damos tiempo a la ciencia para desarrollar la vacuna que nos haga inmunes.
Ante una amenaza emergente, es comprensible una actitud política prudente para no alarmar y generar miedo entre la población. Pero entre la serena preocupación que hemos visto en otros gobiernos de Europa y la ocultación consciente e interesada de la verdad por parte del nuestro hay un abismo. Ahora es el momento de remar juntos en la misma dirección para frenar la transmisión del coronavirus y minimizar los daños humanos y económicos, pero también de acordarse de quiénes son realmente Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, y quiénes son también la legión de medios de comunicación, opinadores profesionales y personajes de la vida social y política que sirven sin disimulo a la agenda política e ideológica de estos ‘asaltacielos’ y sus socios.
Las crisis ponen a los individuos y a las sociedades frente al espejo y muestra la realidad de la fragilidad humana. Somos responsables de lo que votamos y hemos depositado nuestra confianza como ciudadanos en unos líderes que no están a la altura moral del perfil de la sociedad a la que sirven. Atravesamos como país una crisis estructural, social y de identidad, que va más allá del color puntual de una coalición de partidos al frente de un Gobierno. No podemos permanecer impasibles ante la hábil propaganda o fraudulenta manipulación de un presidente del Gobierno que ha puesto a la verdad en cuarentena, tiene confinado al rey y menosprecia el guante blanco que le lanza la oposición. La solidaridad es lo único que nos puede salvar y unir como país ante un desafío gravísimo en el que la monarquía también es parte de la solución. Esperemos que no se cumpla el vaticinio de Santo Tomás de que a muchos, por la malicia de los tiranos, se les hace odiosa la dignidad real; pero algunos, faltándoles el gobierno del rey, caen en las crueldades de los tiranos.
(*) Marta González Isidoro es periodista y analista política