La Humanidad frente al espejo
Cualquier crisis, del tipo que sea, desgasta al Gobierno que tiene la responsabilidad de hacerla frente, salvo que tenga una maquinaria de propaganda bien engrasada a su servicio y controle el relato. No siempre acontecimientos de gran impacto llegan sin avisar. Casi siempre hay señales que, desde la ciencia a la Inteligencia, nos alertan de las posibles amenazas a la Seguridad Nacional y analizan su impacto en la economía y en otros aspectos que afectan a las relaciones sociales. La misma Estrategia de Seguridad Nacional de 2017 afirmaba que el incremento de las pandemias y las epidemias, tanto intencionadas como naturales, será uno de nuestros grandes desafíos, y señalaba nuestra vulnerabilidad en ese terreno. Otra cosa muy distinta es que los decisores políticos tengan visiones cortoplacistas y actitud de avestruz, o proyecten una idea de país no sometida a los vaivenes de los ciclos electorales y las opiniones públicas. Ya sea una crisis económica, una guerra o una pandemia, no estar preparado para afrontar lo inesperado determina no sólo la magnitud de los efectos colaterales, sino también la pervivencia del propio ordenamiento político, económico y social. Y aunque sus efectos no son siempre totalmente negativos, la llave de la resiliencia de una sociedad está en la fortaleza de sus instituciones y, sobre todo, en la cooperación y en el modo en que comparte la información. Una democracia fuerte se demuestra en la búsqueda del bien común por encima de ideologías, en el compromiso, en la confianza recíproca entre Gobierno y ciudadanía, en la libertad de expresión, en la veracidad de la información y en la capacidad de administración y gestión de las situaciones imprevistas.
Al igual que la peste del siglo XIV, que llegó a Europa por la ruta de la seda, como explica el historiador británico Peter Frankopan en su obra El Corazón del mundo (Crítica, 2016), los itinerarios comerciales de la globalización se han convertido de nuevo en las correas de transmisión de una enfermedad para la que la fibra social de España y Europa no está preparada. Decía el economista y filósofo austrohúngaro, Ludwig von Mises que no hay amenaza más peligrosa para la civilización que un Gobierno de incompetentes, corruptos u hombres viles. Por incompetencia, maldad o combinación de ambos pecados, los grandes males que ha tenido que soportar la humanidad han sido infligidos siempre por malos gobiernos. El drama al que asistimos en la era de la democracia y la mayor libertad y prosperidad que ha conocido nuestro país es que esa responsabilidad también es achacable a un electorado adormecido, cómplice de los desmanes de un Gobierno y una clase política fiel reflejo de la sociedad a la que representa.
El Covid-19, este virus atípico, silencioso y misterioso que se instaló sin previo aviso en nuestras vidas, y para el que no estamos psicológicamente preparados, se ha convertido en una pesadilla para los gobiernos de todo el mundo, que luchan por contener una pandemia que pone a prueba la vulnerabilidad del cuerpo humano frente a patógenos para los que no hay vacuna, exige medidas de aislamiento social de diferentes niveles e implica una priorización de los recursos.
Pesadilla para todos los gobiernos, menos para el nuestro. El Gobierno socialcomunista que padecemos parece haber encontrado una oportunidad única en las medidas extraordinarias derivadas del confinamiento para propulsar su agenda ideológica y cambiar el modelo económico y político de España. Reconciliar las necesidades y las aspiraciones en el corto plazo de una izquierda radical – política, social y mediática - y un nacionalismo identitario y depredador que no esconde sus intenciones, con la desorganización y mala gestión de un Ejecutivo que desconoce el funcionamiento de la Administración del Estado, no sólo pone de manifiesto las carencias de unas instituciones aparatosas, duplicadas, poco flexibles para adaptarse a los imprevistos, ineficaz y muy corrupta, sino también la dejación voluntaria de obligaciones que ponen a la misma democracia en cuarentena.
Asistimos a un cúmulo indecente de mezquindades, a una revolución que avanza con la compra de voluntades, a unas partidas de gasto desenfocadas que anuncian el control de los sistemas estratégicos del Estado y una estatalización que rompe el equilibrio entre lo público y lo privado. Si le añadimos una sociedad narcotizada, preparada para sumarse a la oleada de movilizaciones y conflictividad civil que se avecina tras la cuarentena, la promoción de una nueva legislatura que aglutine a un bloque de izquierda que rompe la razón del consenso constitucional con la que nace nuestra democracia, no parece la mejor opción para aceptar el plan de salvación que propone, de forma unilateral, un Gobierno con tics autoritarios que tiene un serio problema de reputación en Europa y prestigio en los principales foros de decisión internacionales, y que utiliza la política para ganar poder en el momento en el que la crisis sanitaria y humanitaria es sólo una cara de los efectos devastadores que el colapso económico y un espacio geopolítico polarizado va a tener en nuestro modelo de bienestar.
Todas las políticas económicas llevan aparejados transformaciones sociales, y pocos dudan de que poner la economía al servicio del interés general para generar bienestar global y personal tiene un impacto positivo en la cohesión social. Pero ante la parálisis económica y política a la que nos enfrentamos, que la propia Unión Europea perciba a nuestro Gobierno como negligente, descoordinado y extremista, debería ponernos en alerta ante la verosímil posibilidad de vernos reducidos a meros objetos subsidiarios de promesas de transformación insostenibles, radicales y liberticidas.
La exposición a amenazas cambiantes es inevitable, y los desafíos que España va tener que afrontar en los próximos años por su situación estratégica, su relevancia política y cultural y el potencial de sus relaciones económicas y comerciales requieren de respuestas unidas y coordinadas, con voluntad de anticiparse ante una Europa desconfiada y sin liderazgo, que puede recuperar el fantasma de las dos velocidades al verse sobrepasada por el auge y la competición de otras potencias y actores estatales con diferentes modos de entender la Seguridad. Es por eso que en España necesitamos con urgencia un nuevo liderazgo de consenso entre todos los actores mejor preparados de la sociedad civil, alejado de la polarización, y que aporte credibilidad y seguridad. La vuelta a la normalidad no va a ser fácil, pero tenemos la oportunidad de salir reforzados como sociedad de esta cuarentena que pone a la humanidad entera frente al espejo. La presión democrática y el descontento social debe canalizarse para mejorar un nuevo acuerdo de convivencia de país, que selle sin complejos las bases de lo que somos y como queremos construir la España que queremos, apartando para siempre a los que son una amenaza para la libertad.
(*) Marta González Isidoro es periodista y analista político
Cualquier crisis, del tipo que sea, desgasta al Gobierno que tiene la responsabilidad de hacerla frente, salvo que tenga una maquinaria de propaganda bien engrasada a su servicio y controle el relato. No siempre acontecimientos de gran impacto llegan sin avisar. Casi siempre hay señales que, desde la ciencia a la Inteligencia, nos alertan de las posibles amenazas a la Seguridad Nacional y analizan su impacto en la economía y en otros aspectos que afectan a las relaciones sociales. La misma Estrategia de Seguridad Nacional de 2017 afirmaba que el incremento de las pandemias y las epidemias, tanto intencionadas como naturales, será uno de nuestros grandes desafíos, y señalaba nuestra vulnerabilidad en ese terreno. Otra cosa muy distinta es que los decisores políticos tengan visiones cortoplacistas y actitud de avestruz, o proyecten una idea de país no sometida a los vaivenes de los ciclos electorales y las opiniones públicas. Ya sea una crisis económica, una guerra o una pandemia, no estar preparado para afrontar lo inesperado determina no sólo la magnitud de los efectos colaterales, sino también la pervivencia del propio ordenamiento político, económico y social. Y aunque sus efectos no son siempre totalmente negativos, la llave de la resiliencia de una sociedad está en la fortaleza de sus instituciones y, sobre todo, en la cooperación y en el modo en que comparte la información. Una democracia fuerte se demuestra en la búsqueda del bien común por encima de ideologías, en el compromiso, en la confianza recíproca entre Gobierno y ciudadanía, en la libertad de expresión, en la veracidad de la información y en la capacidad de administración y gestión de las situaciones imprevistas.
Al igual que la peste del siglo XIV, que llegó a Europa por la ruta de la seda, como explica el historiador británico Peter Frankopan en su obra El Corazón del mundo (Crítica, 2016), los itinerarios comerciales de la globalización se han convertido de nuevo en las correas de transmisión de una enfermedad para la que la fibra social de España y Europa no está preparada. Decía el economista y filósofo austrohúngaro, Ludwig von Mises que no hay amenaza más peligrosa para la civilización que un Gobierno de incompetentes, corruptos u hombres viles. Por incompetencia, maldad o combinación de ambos pecados, los grandes males que ha tenido que soportar la humanidad han sido infligidos siempre por malos gobiernos. El drama al que asistimos en la era de la democracia y la mayor libertad y prosperidad que ha conocido nuestro país es que esa responsabilidad también es achacable a un electorado adormecido, cómplice de los desmanes de un Gobierno y una clase política fiel reflejo de la sociedad a la que representa.
El Covid-19, este virus atípico, silencioso y misterioso que se instaló sin previo aviso en nuestras vidas, y para el que no estamos psicológicamente preparados, se ha convertido en una pesadilla para los gobiernos de todo el mundo, que luchan por contener una pandemia que pone a prueba la vulnerabilidad del cuerpo humano frente a patógenos para los que no hay vacuna, exige medidas de aislamiento social de diferentes niveles e implica una priorización de los recursos.
Pesadilla para todos los gobiernos, menos para el nuestro. El Gobierno socialcomunista que padecemos parece haber encontrado una oportunidad única en las medidas extraordinarias derivadas del confinamiento para propulsar su agenda ideológica y cambiar el modelo económico y político de España. Reconciliar las necesidades y las aspiraciones en el corto plazo de una izquierda radical – política, social y mediática - y un nacionalismo identitario y depredador que no esconde sus intenciones, con la desorganización y mala gestión de un Ejecutivo que desconoce el funcionamiento de la Administración del Estado, no sólo pone de manifiesto las carencias de unas instituciones aparatosas, duplicadas, poco flexibles para adaptarse a los imprevistos, ineficaz y muy corrupta, sino también la dejación voluntaria de obligaciones que ponen a la misma democracia en cuarentena.
Asistimos a un cúmulo indecente de mezquindades, a una revolución que avanza con la compra de voluntades, a unas partidas de gasto desenfocadas que anuncian el control de los sistemas estratégicos del Estado y una estatalización que rompe el equilibrio entre lo público y lo privado. Si le añadimos una sociedad narcotizada, preparada para sumarse a la oleada de movilizaciones y conflictividad civil que se avecina tras la cuarentena, la promoción de una nueva legislatura que aglutine a un bloque de izquierda que rompe la razón del consenso constitucional con la que nace nuestra democracia, no parece la mejor opción para aceptar el plan de salvación que propone, de forma unilateral, un Gobierno con tics autoritarios que tiene un serio problema de reputación en Europa y prestigio en los principales foros de decisión internacionales, y que utiliza la política para ganar poder en el momento en el que la crisis sanitaria y humanitaria es sólo una cara de los efectos devastadores que el colapso económico y un espacio geopolítico polarizado va a tener en nuestro modelo de bienestar.
Todas las políticas económicas llevan aparejados transformaciones sociales, y pocos dudan de que poner la economía al servicio del interés general para generar bienestar global y personal tiene un impacto positivo en la cohesión social. Pero ante la parálisis económica y política a la que nos enfrentamos, que la propia Unión Europea perciba a nuestro Gobierno como negligente, descoordinado y extremista, debería ponernos en alerta ante la verosímil posibilidad de vernos reducidos a meros objetos subsidiarios de promesas de transformación insostenibles, radicales y liberticidas.
La exposición a amenazas cambiantes es inevitable, y los desafíos que España va tener que afrontar en los próximos años por su situación estratégica, su relevancia política y cultural y el potencial de sus relaciones económicas y comerciales requieren de respuestas unidas y coordinadas, con voluntad de anticiparse ante una Europa desconfiada y sin liderazgo, que puede recuperar el fantasma de las dos velocidades al verse sobrepasada por el auge y la competición de otras potencias y actores estatales con diferentes modos de entender la Seguridad. Es por eso que en España necesitamos con urgencia un nuevo liderazgo de consenso entre todos los actores mejor preparados de la sociedad civil, alejado de la polarización, y que aporte credibilidad y seguridad. La vuelta a la normalidad no va a ser fácil, pero tenemos la oportunidad de salir reforzados como sociedad de esta cuarentena que pone a la humanidad entera frente al espejo. La presión democrática y el descontento social debe canalizarse para mejorar un nuevo acuerdo de convivencia de país, que selle sin complejos las bases de lo que somos y como queremos construir la España que queremos, apartando para siempre a los que son una amenaza para la libertad.
(*) Marta González Isidoro es periodista y analista político