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Miércoles, 28 de Octubre de 2020 Tiempo de lectura:
Nuevo ensayo

Coronavirus: para mí, la emergencia no es sólo una emergencia, es un método de Gobierno

[Img #18860]Fue con ayuda del verdadero Martin Heidegger, cuando se distinguió entre una humanidad que ya se había derrumbado y otra que todavía no lo ha hecho, porque todavía es resistente, aunque sea sólo en términos de imaginación, a la violencia de la estandarización tecno-capitalista. Lo que estamos experimentando, y ante lo cual la mayoría ya se ha inclinado con una rendición llena de gratitud (desprendimiento en el sentido heideggeriano), no es un "gran reinicio", como algunos lo llaman. Es, au contraire, una "extensión orgánica" (Gramsci) de la civilización capitalista, que se está reestructurando autoritariamente de manera descendente y consolidando algunas de sus nuevas adquisiciones, incluida la sociedad digitalizada del trabajo inteligente y la superación de las democracias parlamentarias.

 

Un punto de inflexión autoritario, como vengo defendiendo desde hace mucho tiempo, que se desprende claramente de las medidas adoptadas. Medidas de bloqueo total, o de encierro, según el caso, y de las normas autoritarias que, en nombre de la contención de la propagación del virus, prohíben las manifestaciones públicas en general y, en particular, las de masa y protesta, así como las reuniones y asambleas, en una palabra, de los espacios de elaboración de ideas críticas y de posible impugnación del orden dominante.

 

Bastaría con buscar la palabra lockdown (‘confinamiento’) en el diccionario para tener una visión más clara del panorama que se está perfilando: "El castigo - dice el diccionario - que consiste en encerrar a un prisionero en su celda, sin dejarlo salir a tomar el aire". ¿Qué tipo de sociedad es la que se estructura según la alternancia de cierres generales y períodos cortos (mensuales o semanales) concedidos para tomar el aire? Los ciudadanos devienen prisioneros, que sufren un poder policial (además de médico y técnico) que transforma la sociedad, de un lugar de relaciones libres, en una prisión permanente, en un espacio de control total por encima y por debajo de la piel.

 

Esto sería suficiente, después de todo, para favorecer un "gran rechazo", una protesta coral masiva contra la sociedad asocial de distanciamiento y encierro social. Y en su lugar, reina una calma plana, como si los condenados a cadena perpetua amaran su celda porque tienen miedo de lo que hay fuera, combinado inmediatamente, con magnético reflejo, con el virus, el contagio, la inseguridad general. En esto, por supuesto, una parte fundamental está a cargo de la habitual izquierda liberal-libertaria posmoderna y de las brigadas fucsias del antifascismo: liquidarán como fascistas no a los gobiernos oligárquicos y represivos, que ahora hablan abiertamente un léxico marcial digno de los años veinte del pasado siglo ("guerra contra el virus", "enemigo invisible", "grupos burbuja", "sacrificios para combatir el virus"), sino a quienes se atreven a oponerse a ellos reclamando libertad, derechos y Constitución.

 

En el mundo en el que vivimos, los torturadores son benefactores y los disidentes con respecto al régimen son peligrosos subversivos, "negadores" como los llama ahora la hegemonía de la neolengua. El encierro y la "prohibición de agrupación" (que pasa perfectamente a "prohibición de reunión") son los dos pilares del nuevo sistema de control oligárquico y neopaternalista en detrimento de las masas consideradas ahora redundantes y superfluas: el distanciamiento social es el punto de apoyo -no me cansaré de repetirlo- de la nueva organización social de arriba a abajo, del nuevo capitalismo terapéutico y de la nueva sociedad propietaria.

 

El virus, cuya existencia sólo cuestionan realmente los pintorescos grupos folclóricos (que desempeñan el papel de idiotas útiles que el poder no dejará de utilizar para deslegitimar la disidencia), está ahí y es utilizado por el poder tecno-capitalista como fundamento de una reorganización autoritaria de las estructuras sociales, políticas y económicas. Se trata de una reorganización autoritaria, como decía, pero también de un paso a una nueva fase del capitalismo: un paso que, como "extensión orgánica" más que como "gran reinicio", se gestiona verticalmente a través de la letal díada del terror y la superstición, ciertamente no a través del consenso popular y las elecciones democráticas.

 

Es, en cierto modo, el gran asalto final a los derechos constitucionales y a la política parlamentaria. Es, de nuevo, el tránsito decisivo hacia un nuevo modelo, en el que el capitalismo y la democracia, ya en tensión desde hace tiempo en la evocación del management liberal, se separan completamente: y dan paso a los comités técnicos de expertos (banqueros y altos directivos) y al decisionismo antidemocrático del DPCM [Decreto del Presidente del Consejo de Ministros] y del Ejecutivo fuerte.

 

Lo que está emergiendo, con contornos afilados, es un capitalismo autoritario y aterrador, sano como una pandemia: gobierna a través del terror y la emergencia, induciendo a las masas asustadas a aceptar decisiones drásticas y antidemocráticas como el único salvavidas para asegurar las vidas. En nombre de la contención del virus y de la seguridad sanitaria, legitima la expropiación de la democracia y los derechos, así como la creciente violación del espíritu y la letra de la Carta constitucional.

 

Que la emergencia no es sic et simpliciter una emergencia, sino que es un método preciso y estructurado de Gobierno surge, además, de esto: la línea estricta de distanciamiento, cuarentena, encierro, rastreo, tenía que ser temporal, tenía que durar como máximo - era entonces así en marzo de 2020 - unas pocas semanas. Pero ya lo hemos olvidado y ahora hemos aprendido a vivir con la emergencia y las medidas relacionadas con ella, como si ya fuera, de hecho, la nueva normalidad, la nueva normalidad.

 

En esto, más que en cualquier otro, la lección de Foucault y, después de él, de Agamben parece preciosa. La emergencia - es necesario repetirlo hasta la náusea - es un método de Gobierno. Y si logra convertir lo inadmisible en inevitable, lo hace porque lo presenta como limitado en el tiempo, como válido para el corto período de la crisis. Lo que no se dice, por supuesto, es que la crisis nunca terminará y, con ella, lo inadmisible se convierte en inevitable.

 

La emergencia, por si fuera poco, hace invisible para la mayoría el verdadero carácter autoritario que asume el poder: Ejército en la calle, toque de queda, prohibición de reunión pública, son medidas que, sin el relato de la emergencia, bastarían para identificar un régimen autoritario en sentido pleno y que en cambio, en complicidad con la emergencia, aparecen como medidas de protección bien justificadas y para siempre.

 

Las medidas que limitan la libertad para garantizar la seguridad son, por lo tanto, aceptadas, cuando no son invocadas, por el rebaño humano asustado por la narración de historias gestionada por ese mismo poder que instiga la necesidad de seguridad y luego proporciona medidas para satisfacerla. Desde ese poder, es decir, que grita a las redes en unión con la emergencia y que, entretanto, muestra los caminos para remediarla: caminos que - desde el encierro hasta la prohibición de agrupación - van todos en dirección a un punto de inflexión autoritario.

 

"La salud también está antes que la democracia", dicen a veces los periodistas y los médicos, quienes lo dejan escapar así, en una rara racha de parresía, dejando claro el funcionamiento del dispositivo de seguridad-emergencia. Aquí, una vez más, el modelo médico desempeña su papel esencial: las medidas políticas autoritarias aparecen objetiva y científicamente motivadas, por razones no políticas, si son los médicos quienes formulan la necesidad. Aquel que lo desafíe es tratado como un incompetente negacionista y no como un rebelde que lucha por la libertad y la Constitución. Quienes las aplican son, por su parte, tratados como dignos ejecutores de las prescripciones científicas de los médicos y no como políticos que han optado por el camino del autoritarismo y el régimen protector.

 

La ciencia médica puede, por supuesto, sugerir que los cruces de peatones pueden fomentar las lesiones por cruzarlos; que fumar es perjudicial para la salud y para el sistema nacional de salud; o que conducir un automóvil puede causar ciertos traumas a uno mismo y a otros. Pero corresponde a los políticos intervenir para equilibrar la necesidad de los pasos de peatones y el respeto de la vida de los mismos, la libertad individual (fumar) y la protección del sistema de salud, el uso del automóvil y la libertad de circulación.

 

Un sistema que, en nombre de la protección absoluta, prohíba a los peatones cruzar o conducir un coche o - y este es el caso - salir de la casa bajo la regla del encierro sería autoritario, como siempre sucede – y este es el punto - cuando el mito de la protección absoluta entra en juego. Es más un mito propio del Leviatán que uno de tipo democrático, ya que establece que el ciudadano, por definición, no es libre, sino que es, precisamente, un "prisionero", siempre supervisado y administrado en todos los sentidos.

 

Fuente del texto.

https://www.ilfattoquotidiano.it/2020/10/27/coronavirus-per-me-lemergenza-non-e-solo-unemergenza-ma-un-metodo-di-governo/5975960/

Reproducido en La Tribuna del País Vasco con autorización expresa del autor

 

 

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