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Mariano Bailly-Baillière Torres-Pardo
Lunes, 08 de Septiembre de 2014 Tiempo de lectura:

Totalitarismo democrático

Inmersos en un mundo que identifica el paso del tiempo con el progreso puede parecer fuera de lugar afirmar que nuestra democracia se encuentra en fase de involución.

 

Tratándose la democracia de una forma de gobierno que, si no es la preferida por la mayoría de los ciudadanos, al menos es acogida como “la menos mala”, merece la pena dedicar unas reflexiones a confirmar o refutar la supuesta atrofia de nuestra forma de gobierno actual.

 

La reciente historia democrática española comienza con el Pacto Constitucional en el que las formaciones políticas mayoritarias que sobrevivieron al régimen franquista negociaron un marco de convivencia común. La heterogeneidad de estas fuerzas políticas que abarcaba todo el espectro ideológico e incluía las formaciones nacionalistas supuso un notable esfuerzo de negociaciones y cesiones por parte de sus actores, práctica que vino a denominarse ‘consenso’ y que tuvo, años más tarde, otro fruto memorable que pasó a ser conocido como ‘Los Pactos de la Moncloa’.

 

Durante los primeros años de su andadura la democracia española se entendió como una forma de gobierno inclusiva,  que tuviera en cuenta las aspiraciones de la mayor parte de la ciudadanía representada en el Parlamento. Es obvio que las mayorías parlamentarias acababan sacando adelante sus leyes pero al menos se realizaba un esfuerzo por consensuarlas con cuantas más fuerzas políticas fuera posible y, en cualquier caso, la extensión o exigüidad de su consenso eran un marchamo que calificaba el nivel democrático de una ley.

 

Es difícil ponerle fecha a la deriva democrática que quiero someter a la consideración del lector, porque como toda deriva, es imperceptible en sus inicios y solo el paso del tiempo y la perspectiva permiten estimar su inicio. Pongamos que me refiero a los diez o doce últimos años.

 

Es hora ya de precisar lo que entiendo por involución democrática: en esencia se trataría de la reducción de la democracia a un sistema electoral, abandonado el carácter consensual de su sistema de gobierno. Con palabras llanas: la democracia pasa a ser una forma de elegir mayorías que tienen el derecho y la obligación de imponer sus principios a la ciudadanía.

 

Poco a poco se abandonan los intentos sinceros de consenso a la par que se comienzan a imponer “rodillos parlamentarios” sin el menor pudor. La legitimidad electoral pasa a considerarse fundante de la legitimidad en el ejercicio del poder. Más aún: los accesos al poder empiezan a caracterizarse por la derogación o sustitución de la legislación precedente, acciones de gobierno que, además, se magnifican con el enfervorizado respaldo de los votantes del gobierno electo.

 

Así las cosas, no resulta paradójico que una democracia meramente electoral derive en una democracia de tintes totalitarios: una democracia en la que el gobierno, legítimamente elegido, puede ejercer una tiranía legislativa.

 

Sin una forma democrática de gobernar y conducirse, la diversidad pasa de ser una riqueza a un obstáculo; el pensamiento crítico se ahoga en favor del pensamiento único y la libertad se vacía de contenido cuando no existen formas tangibles de disenso.

 

Una democracia que permite gobiernos totalitarios se acaba constituyendo en una circular tela de Penélope en la que un gobierno desteje lo que tejió el precedente. Un rueda que gira en el vacío, un vacío que sus ciudadanos y, sobre todo, los más jóvenes, comienzan a percibir como una carencia de futuro.

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