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Jueves, 23 de Octubre de 2014 Tiempo de lectura:
Editorial íntegro de “The Globe and Mail”

“Tras el ataque, seguimos siendo Canadá”

Canadá se ha sumido en una profunda conmoción tras el asalto terrorista al Parlamento de Ottawa, en el que un soldado ha sido asesinado. Este ataque, que se suma a la muerte premeditada de otro soldado hace unos días, sitúa al gran país del norte de América frente a frente a la amenaza del terrorismo yihadista.

El periódico conservador “The Globe and Mail”, uno de los principales del país, acaba de publicar un artículo editorial extremadamente matizado sobre los terribles acontecimientos que han afectado a Canadá. Por su interés, lo reproducimos prácticamente en su totalidad, tanto en español como en su versión original en inglés.

[Img #5085]Ha sido una semana difícil y triste. El pasado lunes, un soldado canadiense fue asesinado por un vehículo convertido en arma; otro soldado fue asesinado a tiros en el Monumento a los Caídos de Ottawa el miércoles, mientras el asaltante armado posteriormente era muerto en los pasillos del Parlamento.

 

Todavía no sabemos en qué medida se conectan los dos incidentes. No sabemos si estaban conectados de alguna manera o dirigidos desde el extranjero en algún grado. Lo que parece más probable es que están conectados solamente por un delgado hilo de ideología: una pseudo-religión con sueños de la purificación a través de la violencia, y cuyos únicos  mandamientos son la muerte, la muerte y la muerte.

 

El público todavía no sabe casi nada de los hombres que llevaron a cabo estos dos ataques. En el momento de escribir esto, fuentes de “The Globe “ afirman que el tirador de Parliament Hill, identificado como Michael Zehaf-Bibeau, tenía la intención de viajar al extranjero, pero no  había podido obtener un documento de viaje válido de las autoridades federales.

 

Al asesino del lunes, Martin Rouleau-Couture, le habían quitado su pasaporte porque se cree que estaba tratando de salir del país para unirse a un grupo yihadista en Siria.

 

En ambos casos, se plantean con razón preguntas acerca de por qué estos hombres, considerados lo suficientemente peligrosos y de alto riesgo como para que se les negara el derecho a viajar, no fueron acusados de nada. Habrá que preguntarse sobre si la policía y los fiscales hicieron lo correcto y si la ley permitía que hubieran hecho una cosa diferente. Habrá que preguntarse si necesitamos cordones de seguridad y de seguridad fuertemente armados alrededor de los principales edificios públicos, como el Parlamento. Habrá que preguntarse si nuestras leyes tienen que cambiar y habrá quién se pregunte si Canadá tiene que cambiar.

 

Sin embargo, creemos que Canadá tiene que seguir en su forma actual. Y tenemos la sospecha de que los lectores quieren lo mismo.  Usted no puede entrar en los edificios del Parlamento sin ningún control de seguridad, y eso es como debe ser. Pero, por ejemplo, el césped en frente del Parlamento es un espacio público abierto. En un día soleado, la gente juega con los discos voladores, hace yoga, toma fotografías, a veces discute y, en general, disfruta de la libertad de la vida en Canadá, el más libre de los países.

 

Lo mismo ocurre con nuestras diversas legislaturas provinciales. Esta es la tierra de la paz, el orden, el buen gobierno  y la libertad. Canadá es también un lugar donde la gran mayoría de las figuras públicas, e incluso ministros de la Corona. se mueven como ciudadanos normales. A diferencia de nuestros vecinos del sur, la mayor parte de nuestros funcionarios del gobierno no están rodeados por falanges de guardias armados.  No se mueven en caravanas de camionetas negras. Por lo general, no tienen ningún acompañamiento policial, y no lo han necesitado.

 

Pero Canadá no es un país de inocentes. Canadá no es Hobbiton. Entendemos que hay amenazas, y siempre las ha habido.  Entendemos que vivimos en un mundo peligroso y sangriento. Hemos luchado en dos guerras mundiales en las más de 110.000 canadienses dieron su vidas. Y también nos hemos enfrentado antes a terroristas que cometen asesinatos políticos (…)

 

En los últimos años, hemos entendido que el Parlamento, sede y símbolo de nuestra democracia, sería el objetivo principal para los fanáticos que nos desean nuestra destrucción. En 1989, un hombre secuestró un autobús Greyhound y lo condujo al jardín del frente del Parlamento, exigiendo la liberación de los presos políticos en el Medio Oriente. Y hace menos de una década, un grupo de hombres fue detenido y condenado por preparar uina serie de asesinatos en masa, incluyendo un plan para asaltar la colina del Parlamento, tomar rehenes y decapitar al primer ministro.

 

A la luz de lo sucedido esta semana,  Canadá igual tiene que cambiar. Pero los cambios que elijamos hacer han de hacerse con cuidado y con calma, con una comprensión exacta de la limitada escala de la amenaza, y de la delicada naturaleza de los intercambios entre la libertad y la seguridad. Cualquier cambio que se realice debe hacerse en beneficio de millones de ciudadanos respetuosos de las leyes canadienses,  y no como una reacción de pánico a un número muy pequeño de hombres que, a diferencia de algunos de los peligros que Canadá ha enfrentado antes, no representan una amenaza en absoluto para la supervivencia del país. Son asesinos, pero sus ilusiones son compartidas por algunos. No son una amenaza existencial para el Canadá que apreciamos. No pueden destruir nuestra sociedad. Tomemos la verdadera medida del peligro y respondamos apropiadamente. (…) Hemos tenido una mala semana. Hay mucha pérdida que llorar. Pero todavía estamos aquí. Todavía estamos firmes.

 

El Verdadero Norte sigue siendo fuerte y libre.

 

Globe Editorial: After the attack, we’re still Canada

 

It has been a difficult, sad week. One Canadian soldier murdered by a vehicle turned into a weapon on Monday, another gunned down at the War Memorial in Ottawa on Wednesday, and the armed assailant later killed while roaming the halls of Parliament. We do not yet know to what extent the two incidents are connected. We do not know if they were in any way planned in concert, or to any degree directed from overseas. What appears far more likely is that they are connected only by a thin thread of ideology: a pseudo-religion that dreams of purification through violence, and whose only commandments are death, death and death.

 

There’s much the public doesn’t yet know about the men who carried out these two attacks. At the time of this writing, sources tell The Globe that the Parliament Hill shooter, identified as Michael Zehaf-Bibeau, intended to travel abroad, but had not been able to secure a valid travel document from federal officials. Monday’s killer, Martin Rouleau-Couture, had his passport taken away because he was believed to be trying to leave the country to join a jihadist group in Syria. In both cases, questions are rightly being asked about why these men, considered sufficiently high-risk to be denied the right to travel, were never charged. There will be questions about whether police and prosecutors made the wrong call, and why, and whether the law could or should have allowed them to do otherwise. There will be questions about whether we need heavily armed security and security cordons around major public buildings like Parliament. There will be questions about whether our laws need to change. There will be questions about whether Canada needs to change.

 

And yet, we kind of like Canada the way it is. We suspect that you do too. You can’t just walk into the Parliament Buildings without some security screening, and that’s as it should be. But, for example, the lawn in front of Parliament is an open, public space. On a nice day, people are out playing frisbee, doing yoga, taking pictures, sometimes protesting and generally enjoying the freedom of life in Canada, the freest of countries. The same goes for our various provincial legislatures. This is the land of peace, order, good government – and freedom.

 

Canada is also a place where the vast majority of public figures and even ministers of the Crown move about like normal citizens. Unlike the neighbours to the south, most of our government officials are not surrounded by phalanxes of armed guards. They are not riding in motorcades of black SUVs. They don’t usually have any police accompaniment at all, and they haven’t needed it.

 

But Canada is no country of naïfs and innocents. Canada isn’t Hobbiton. We understand that there are threats, and always have been. We understand that we live in a dangerous, bloody world – and always have. We fought two world wars; more than 110,000 Canadians gave their lives. We have contended with terrorists bent on political murder before – from the killing of Father of Confederation Thomas D’Arcy McGee, Canadian history’s only federal political assasination, to the October Crisis and the FLQ’s murder of Quebec cabinet minister Pierre Laporte. And in recent years, it has been well understood that Parliament, home and symbol of our democracy, would be Target no. 1 for fanatical men wishing us ill. In 1989, a man hijacked a Greyhound bus and had it driven to Parliament’s front lawn, demanding the release of political prisoners in the Middle East. And less than a decade ago, a group of men were arrested and convicted of plotting numerous acts of mass murder, including a plan to storm Parliament Hill, take hostages and behead the prime minister.

 

In light of this week, Canada may have to change. But whatever changes we choose to make should be done carefully and calmly, with an understanding of the limited scale of the threat, and the nature of the tradeoffs between freedom and safety. Any changes made, from security at public buildings to a long-standing system of laws that criminalize action but not thought, should be done only for the benefit of millions of law-abiding Canadians – and not as a panicky reaction to a very small number of men who, unlike some dangers that Canada has faced before, pose no threat whatsoever to the survival of Canada. They are murderers, but their delusions are shared by few. They are not an existential threat to the Canada we cherish. They cannot destroy our society. Let us take the true measure of the danger and respond appropriately.

 

As news of the attack on Parliament came out on Wednesday morning, New York Times columnist Roger Cohen tweeted, “When Canada goes, it’s all over.” That provoked a backlash – a very Canadian backlash – on Twitter. A backlash against exaggeration, hysteria and despair. A backlash against overreaction and in favour of calming the hell down.

 

Canada isn’t going anywhere. Nothing about what makes us, us, is “over.” We have had a bad week. There is much loss to mourn. But we are still here. We are still standing. The True North remains, strong and free.

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