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Ernesto Ladrón de Guevara
Lunes, 16 de Febrero de 2015 Tiempo de lectura:

La crisis de los partidos políticos

Uno de los talones de Aquiles de las democracias es la perversión del sentido y objeto de los partidos políticos.

 

La Constitución española establece en su artículo  6 la finalidad de los partidos políticos: “Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos.”   Sobre la letra, y en sentido literal, no puede ser más concreto y acertado el objeto y propósito de los partidos políticos transcrito en nuestra Carta magna, sobre la base de los siguientes principios:

 

  • Formar la voluntad general, desde el pluralismo político.

 

  • Participación de los ciudadanos en la vida pública a través de estas organizaciones que canalicen la voluntad popular.

 

  • Por tanto, libertad de creación; es decir, liberalismo político.

 

  • Democracia interna, tanto en la estructura y forma de funcionamiento como en la configuración de la orientación que ha de tener esa estructura de representación.

 

Todo muy bonito.

 

Sin embargo nos encontramos que la realidad desmiente esa beatífica intención y la pervierte.

 

He oído hoy en una radio a Pedro Ruiz, el famoso creador intelectual, decir que los políticos son los pastores que dirigen al rebaño hacia donde quieren los poderes económicos, los que tienen el dinero con objeto de acumular más riqueza, y ponía el ejemplo de cuando Felipe González cambió en unas horas de posición en torno a nuestra pertenencia a la OTAN, tras, presumiblemente, recibir cierta llamada de los que rigen los destinos del mundo. En definitiva, quienes están obligados a trasladar a los foros de decisión la voluntad de los ciudadanos, modifican los acuerdos a los que se llegan en el seno de los partidos en la dirección que les marcan instancias ajenas a la soberanía del pueblo. Así contemplamos no solamente incumplimientos flagrantes de los programas electorales, sino el cambio copernicano de posicionamientos, incumpliendo el mandato de los ciudadanos participantes en esa definición de posiciones.

 

El pluralismo político es dificultado con mil argucias, como las listas paritarias, los gastos electorales multimillonarios de quienes utilizan la corrupción para financiarse imposibilitando a otras opciones a acceder a la información pública de sus propuestas; los cuales gastos producen agujeros inmensos en las economía de nuestras sociedades, etc. Sería muy largo extenderse sobre este punto.

 

La participación a través de los partidos resulta prácticamente imposible, pues se forman oligopolios y grupos de poder que impiden la articulación de propuestas, las elecciones primarias libres y abiertas, etc. No hay más que comprobar como el Partido Socialista corrompe ese principio de elección democrática e interrumpe el proceso de representación a través de esas primarias. Como ejemplos tenemos el caso de Borrell y el más reciente de Tomás Gómez. Por otra parte, las resoluciones de los congresos no sirven para nada, pues si éstas se plasman en programas electorales que luego se incumplen resultan una burla y un fraude para la expresión de esa voluntad de los afiliados a esos partidos, y, como consecuencia pervierten el sufragio. ¿Quiénes realmente se leen los programas electorales? ¿Quiénes creen en ellos?

 

En definitiva, la democracia interna de los partidos es una falacia, como viene demostrando la práctica diaria.

 

El problema radica en el objeto y el propósito real del sentido de la creación de esos partidos.

 

¿Son para transformar la sociedad a mejor, tal como dicen los partidos de la izquierda?

 

¿Son para generar riqueza y prosperidad a las sociedades a las que supuestamente sirven?

 

¿O son un objeto en sí mismos, y lo que persiguen es el acomodo de esas estructuras en el poder institucional y el beneficio de sí mismos, sin importar los efectos de sus políticas sobre el bienestar ciudadano, para el progreso y para la formación de la riqueza, en definitiva, para la búsqueda de un futuro mejor para las generaciones venideras?  

 

A tenor de la experiencia que tenemos hasta ahora, más bien es esta última razón de ser. El partido es un fin en sí mismo, y no un instrumento. No es una forma de servicio a los demás, sino el persistente afán de perpetuarse, de servirse del erario público y generar redes clientelares. Y eso no es democracia, es partitocracia.

 

Por eso, la crisis que tenemos los españoles y otros países de nuestro entorno es irresoluble. Mientras no se saneen los partidos, se regeneren, logren definir su objeto de cara al bien general, se vuelquen al interés colectivo, y dejen de ser endogámicos, no se superará la actual situación de corrupción, de degradación moral, de falta de ejemplaridad, de descomposición colectiva. O nos damos cuenta de eso o esto que llamamos democracia no tiene remedio.

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