Palabras para el Rey
Los republicanos de mayor influencia en el reino de España son, tradicionalmente, los propios monarcas españoles que, salvo honrosas excepciones, se han dedicado al pillaje, al tráfico de influencias, a la prevaricación, a engrosar el patrimonio real abusando de su posición, a los excesos dionisiacos y a rodearse de mangantes a los que atraen, aprovechando su debilidad intelectual y de carácter, como un imán atrae a otro, o como la miel a las moscas, no protagonizando ningún acto de inteligencia, valor y liderazgo político dignos de otorgarles por derecho propio el título que ostentan por mera casualidad hereditaria, apaños y conveniencias políticas.
Tenía ciertas esperanzas, ingenuas y románticas, en que Felipe VI hubiera aprendido de los errores de su padre y supiera que o se gana al pueblo soberano que lo mantiene con sus impuestos en el trono o corre el riesgo de hacer las maletas como su bisabuelo. Y para ganárselo hay que amarlo. Y para amarlo hay que conocerlo a fondo y saber cuáles son sus necesidades.
Su pueblo no necesita una flamante final de copa adornada con himnos y enseñas nacionales encubriendo el billonario negocio de gladiadores modernos. La sonora pitada fue lo menos grave que le puede pasar en su reinado. Es la chiquillada de una masa ebria de diversión. Yo, como Artur Mas, no me haría ilusiones. Una cosa es pitar anónimamente tras unas cervecitas y antes de ver un partidazo, y otra es apechugar con la vida propia y el patrimonio con tal de no volver a oír el himno nacional español.
Su pueblo, Don Felipe, necesita trabajo, necesita esperanza en el futuro, necesita ver entre rejas a todos los corruptos –banqueros e infantas incluidos-, necesita que un rey dé la cara por ellos como el primero al que debería dolerle que un súbdito duerma en la calle o no pueda alimentar a sus hijos. Necesita cohesión en un proyecto nacional solvente y atractivo para todos, incluidos vascos y catalanes, y no reproches anti-secesionistas con los pies de barro de la bagatela nacionalista patriotera y nostálgica, llena de aguiluchos y gafas de sol.
Haga honor a su título: sea usted Rey; sea soberano; sea monarca. Ya, ya sabemos que está usted limitadísimo, pero su tirón mediático y su capacidad de generar opinión debería ser superior al de la Pantoja o a la de Belén Esteban. ¡Digo yo!
Incluso podría poner en jaque al Estado, amenazando con abdicar o con tirar de la manta y presentarse como acusación particular en los casos de corrupción: “Yo, el Rey, denuncio”. Con un par... Yo que sé. ¡Haga algo, por favor!
No puedo creer que su mujer no sepa darle armas para esta guerra mediática. Lo que es “órdenes”, fuera de protocolo y de lugar, se ve que sí sabe, como hemos visto todos en París. ¿A ver si va a ser que la que Reina es ella, la más bella?
De algo le servirán los años de instrucción militar que pasó usted, la educación exquisita en palacio y el mundo que ha visto en cientos de viajes representando al reino. Los españoles le hemos pagado su excelente carrera –que ha costado un riñón y parte del otro- y esperamos ahora, como espera de sus hijos un sacrificado padre, que de la talla.
Tome usted iniciativas. Y no nos diga que no puede: es usted el Jefe del Estado. Deje de hacer el ridículo y de poner en ridículo a la enseña nacional y al himno. Sabiendo a lo que se exponía, yo no solo no me hubiera presentado en el estadio, hubiera dado orden de plegar las banderas y de no tocar himno alguno: “Que hagan lo que han ido a hacer: que jueguen al fútbol y que les entregue la copa Artur Mas en mi nombre. Que se muerdan los hígados los agitadores y que la gente le pite al que les saca la manteca de sus bolsillos todos los días”. Eso hubiera sido quedar como un Rey y reírse, como el que ríe el último, de todos esos hipócritas que medran y conspiran en el reino queriéndole arrebatar el trono para ponerse ellos.
Los republicanos de mayor influencia en el reino de España son, tradicionalmente, los propios monarcas españoles que, salvo honrosas excepciones, se han dedicado al pillaje, al tráfico de influencias, a la prevaricación, a engrosar el patrimonio real abusando de su posición, a los excesos dionisiacos y a rodearse de mangantes a los que atraen, aprovechando su debilidad intelectual y de carácter, como un imán atrae a otro, o como la miel a las moscas, no protagonizando ningún acto de inteligencia, valor y liderazgo político dignos de otorgarles por derecho propio el título que ostentan por mera casualidad hereditaria, apaños y conveniencias políticas.
Tenía ciertas esperanzas, ingenuas y románticas, en que Felipe VI hubiera aprendido de los errores de su padre y supiera que o se gana al pueblo soberano que lo mantiene con sus impuestos en el trono o corre el riesgo de hacer las maletas como su bisabuelo. Y para ganárselo hay que amarlo. Y para amarlo hay que conocerlo a fondo y saber cuáles son sus necesidades.
Su pueblo no necesita una flamante final de copa adornada con himnos y enseñas nacionales encubriendo el billonario negocio de gladiadores modernos. La sonora pitada fue lo menos grave que le puede pasar en su reinado. Es la chiquillada de una masa ebria de diversión. Yo, como Artur Mas, no me haría ilusiones. Una cosa es pitar anónimamente tras unas cervecitas y antes de ver un partidazo, y otra es apechugar con la vida propia y el patrimonio con tal de no volver a oír el himno nacional español.
Su pueblo, Don Felipe, necesita trabajo, necesita esperanza en el futuro, necesita ver entre rejas a todos los corruptos –banqueros e infantas incluidos-, necesita que un rey dé la cara por ellos como el primero al que debería dolerle que un súbdito duerma en la calle o no pueda alimentar a sus hijos. Necesita cohesión en un proyecto nacional solvente y atractivo para todos, incluidos vascos y catalanes, y no reproches anti-secesionistas con los pies de barro de la bagatela nacionalista patriotera y nostálgica, llena de aguiluchos y gafas de sol.
Haga honor a su título: sea usted Rey; sea soberano; sea monarca. Ya, ya sabemos que está usted limitadísimo, pero su tirón mediático y su capacidad de generar opinión debería ser superior al de la Pantoja o a la de Belén Esteban. ¡Digo yo!
Incluso podría poner en jaque al Estado, amenazando con abdicar o con tirar de la manta y presentarse como acusación particular en los casos de corrupción: “Yo, el Rey, denuncio”. Con un par... Yo que sé. ¡Haga algo, por favor!
No puedo creer que su mujer no sepa darle armas para esta guerra mediática. Lo que es “órdenes”, fuera de protocolo y de lugar, se ve que sí sabe, como hemos visto todos en París. ¿A ver si va a ser que la que Reina es ella, la más bella?
De algo le servirán los años de instrucción militar que pasó usted, la educación exquisita en palacio y el mundo que ha visto en cientos de viajes representando al reino. Los españoles le hemos pagado su excelente carrera –que ha costado un riñón y parte del otro- y esperamos ahora, como espera de sus hijos un sacrificado padre, que de la talla.
Tome usted iniciativas. Y no nos diga que no puede: es usted el Jefe del Estado. Deje de hacer el ridículo y de poner en ridículo a la enseña nacional y al himno. Sabiendo a lo que se exponía, yo no solo no me hubiera presentado en el estadio, hubiera dado orden de plegar las banderas y de no tocar himno alguno: “Que hagan lo que han ido a hacer: que jueguen al fútbol y que les entregue la copa Artur Mas en mi nombre. Que se muerdan los hígados los agitadores y que la gente le pite al que les saca la manteca de sus bolsillos todos los días”. Eso hubiera sido quedar como un Rey y reírse, como el que ríe el último, de todos esos hipócritas que medran y conspiran en el reino queriéndole arrebatar el trono para ponerse ellos.