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Yolanda Larrea Sánchez
Viernes, 08 de Julio de 2016 Tiempo de lectura:

Podemos y la matraca de Pigmalión

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Los sorpresivos resultados electorales siguen coleando. Quizá por culpa nuestra se estableció un supuesto por el cual la realidad virtual de las redes era adaptable a la realidad social. En una sociedad en la que todo es información y toda ella viene modulada por distintos filtros comunicativos, cabe la duda de si todo lo percibido es real o, utilizando la terminología del sociólogo Jean Baudrillard, más bien hiperreal. Quizá por eso, en los últimos tiempos creímos en la veracidad de los simulacros, y nos olvidamos de que la política no se sustenta en la oligarquía de unos pocos -por más que estos abarquen transversalmente estos nuevos mundos- sino en la democracia de todos. Y, justo los que monopolizaban la usabilidad de este término, no se dieron cuenta de que la “gente” eran todos: también incluso los que no comulgaban con sus idearios. Es curioso que el lema de campaña de Podemos fuese “la sonrisa de un país”, que creyeron suyo antes de tiempo. Y lo creyeron porque hemos asistido a un continuo fluir de acontecimientos que han marcado de forma determinante la historia social y política española. Iglesias, como Pigmalión, creyó crear la única y más perfecta obra, y convencer de ello al resto. Poco a poco fueron cada vez más palpables sus grietas.

 

Es cierto, todo comunica. Por eso, un político ha de tener en cuenta que ha de ser cuidadoso en lo que transmite, pues esto se vuelve también proyección del propio ciudadano. Podemos lo que ha trasladado estos meses ha sido el beso con Doménech o el niño de Bescansa, actitudes que han sido más propias de un mensaje prefabricado que de una verdadera sonrisa del cambio. El absurdo de querer forzar los hechos para crear “su historia” a golpe de apariencia y de foco solo es comparable con la guasa,  y por ende la frivolización, que ha atravesado cada intervención parlamentaria. Porque, ni el Congreso es el club de la comedia, ni aquellos que se autoproclaman adalides de la regeneración y dignificación política deberían dejarse llevar por la comicidad de su propia obra.  Esto, unido a la parafernalia en clave de share que se viene dando en los últimos dos años -nunca se vio campaña igual de un medio de comunicación- ha conducido a una trivialización de la función pública. Una civilización del espectáculo, que diría Vargas Llosa, que parecía beneficiar siempre al mismo. Especie de metapolítica por la cual se ha estado hablando de la política en sí misma, como significante, lo que ha conllevado que este pseudodiscurso haya mediatizado toda la opinión pública como nunca antes lo había hecho. Todo ha sido y es política, pero el objeto de la misma ya no existía. Así, la espléndida Galatea que parecía cobrar vida en los círculos, plazas y sueños, se ha transformado en líos de pactos, ministerios, sillones y sorpassos. Sin embargo, de educación, sanidad o deuda pública, más bien poquito. El cambio, señores, era esto. Se ignoró lo importante, una gobernabilidad con sentido constitucional y de Estado, y Pablo Iglesias y los suyos se esforzaron únicamente en polarizar el escenario electoral. Como dato, el portavoz de Podemos habló para medios extranjeros meses antes de las autonómicas y municipales y, allí, en un ambiente más relajado, reconoció que el objetivo prioritario era que solo existiesen los dos partidos antagónicos. Por entonces, reconocía que todavía quedaba para que consiguieran la “pasokización” del PSOE. Bastaba echar un poco de agua, para que la hermosa Galatea se empezase a derretir y los trazos dejasen de ser tan perfectos.

 

Pigmalión era un gran artista, y todos los días proclamaba por tierra, mar y aire la perfección de su modelo para España. Contaba con una ventaja: la progresía tenía una sola identidad y los papeles estaban estipulados. La izquierda radical monopoliza el ‘buenismo’ y las intenciones de servicio público  (como si Cifuentes o Villacís hiciesen política pensando en joder al prójimo). Entre tanto, un paroxismo de emociones, golpes de pecho y enarbolamiento popular recordaban el precepto: Es necesario un cambio, y nosotros somos los elegidos. “Digan lo que digan las urnas” se les olvidó decir, visto lo visto. Lo curioso es que mantengan la intención de formar ese cambio junto con un PSOE al que en verdad quieren fagocitar y que tiene más corrupción que el propio PP: 264 causas abiertas frente a las 200 de éste. Sin embargo, parecía que nada importaba. Iglesias utilizaba también el llamado ‘efecto Pigmalión’ con un sector de electores émulos necesitados de una marca que los identificase: ellos también podían ser perfectos; habían despertado e iban a ser artistas activos, herramienta principal del cambio. La máquina de la comunicación política estaba en marcha: apelación al gregarismo y a la economía cognitiva bastaban.

 

Quizá Iglesias pudo aprovecharse de una realidad palmaria: La problemática no era una cuestión puramente política, sino también vinculada a una sociedad que ha de valorar la importancia y el papel de las Instituciones y de una Constitución que es garante de los derechos y libertades. A pesar de ello, Podemos había cuidado tanto el continente, que acabó emergiendo la vacuidad del contenido. Un contenido que de plaza popular ya nada tenía, sino que se amoldaba a unos fines electorales. En una versión alternativa se dice que Pigmalión, por sus ofensas, fue finalmente castigado. Y cuando despertó del sueño, Galatea, de nuevo, se había convertido en piedra.

 

 

 

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