Hace cuarenta años
![[Img #11728]](upload/img/periodico/img_11728.jpg)
La vida es un soplo que se nos escapa entre las manos. Y así, una generación desaparece y otra toma la iniciativa. Supongo que aquellos que nacieron, como mi hijo, en 1977, no son capaces de imaginar un país sin libertad, tratando de hacerse con ese bien cautivo desde 1936 hasta 1975, o incluso las primeras elecciones democráticas en junio de 1977.
En aquel verano de 1977 llevaba un año viviendo en Vitoria. Una ciudad con fuerte crecimiento fruto de una industria protegida por la dictadura, con privilegios fiscales y un desarrollo socio-económico único para la década de los sesenta, capaz de convertir una pequeña capital de provincia -entre clérigos y soldados- en una moderna ciudad dónde la calle dedicada al coruñés Eduardo Dato era santo y seña de los patricios, mientras los nuevos habitantes procedentes de la España campesina, que habían llegado a la estación de la Renfe con las maletas de madera, residían en los nuevos barrios. Pero fueron aquellos nuevos ciudadanos alaveses los que posibilitaron mi presencia en Vitoria para dar respuestas a las demandas en materia de servicios sanitarios -nuevo hospital y centros de salud en los barrios de Zaramaga, Zumaquera y Chagorricho-.
Mis compañeros de aventura en la capital de Álava y yo mismo, llegábamos de la cosmopolita Barcelona, por lo que Vitoria nos recordaba la España profunda, con un clima frío y lluvioso, dónde el gris era el color que se imponía, orgullosa de los apellidos compuestos que identificaban a sus gentes "de toda la vida", que llegaron a impresionarnos hasta que descubrimos que eran como otros españoles descendientes de judíos conversos cuyos apellidos se habían adaptado al terreno para no levantar sospechas entre los vestigios del Santo Oficio. Echábamos de menos el modernismo de la ciudad Condal, la forma de vida con seny Mediterráneo, tan civilizado que casi era decadente. Aquellos vascos no eran como los de Bilbao y menos aún como los donostiarras; hablaban castellano, sentían el orgullo de la Foralidad representada en su Diputación y parecían cordiales, hospitalarios, muy religiosos, devotos de las cuadrillas de chiquiteros, tan del norte...
Buen sitio para vivir los cambios de aquella España que se desperezaba tras la muerte del general en la cama del Hospital "La Paz" -Centro Asistencial público que había dirigido mi padre- y se disponía a emprender la incierta Transición de la dictadura a la democracia. Por de pronto, mi hijo Antón, nacido en el hospital público "Ortiz de Zárate" ya era un proyecto de ciudadano en un país de la Europa democrática.
Pero si la Transición se vivía con aquellas hermosas melodías que creaban ambiente cargado de ilusión -"Libertad sin ira", "Canto a la libertad", "Al vent", "Al alba", "Para la libertad", "España, camisa blanca", "Habla pueblo habla"-; en Euskadi, el nacionalismo había creado lo que con el tiempo denominaron Movimiento de Liberación Nacional Vasco, cuya vanguardia era ETA, primero a causa de la represión franquista o aquel Proceso de Burgos, pero después y tras asambleas y escisiones, una espantosa pesadilla que llegó a durar hasta la primera década del siglo XXI.
Hace cuarenta años yo tenía treinta. Llegaba con mi título de Medicina, la especialidad de salud laboral, la condición de funcionario del Estado por oposición, y la experiencia de haber dirigido el mayor hospital público de España, sito en el Vall de Hebrón. Era profesor de Salud Pública en la Universidad Pública. Me sentía identificado con las melodías de Patxi Andión, Jarcha, Agua Viva, y sobre todo Voces Ceibes, que me traían los aires marinos de mi tierra Cantábrica y Gallega, a la que soñaba con regresar un día y dejar de sentirme un paria ilustrado por ser huérfano de identidad gallega, idioma propio, soutos, carballeiras, faros, playas de mica y caolín, islas y rías-puertos naturales. Y es que como dice un amigo, "¡ser gallego es un puntazo!". Y conste que desde mi condición de perteneciente a un viejo pueblo del Finisterre Peninsular, sigo diciendo que soy español y presumo de esa gran aventura que fue y es, la Hispanidad, El Siglo de Oro, las enseñanzas del Quijote, y desde luego Valle Inclán.
Estos días y gracias a la televisión pública tengo la oportunidad de recordar. De aquellos padres de la Constitución sólo quedan tres. Y me he acordado de mis conversaciones en el restaurante "Vilas" en Compostela con Manuel Fraga Iribarne, un hombre cúmulo de virtudes, contradictorio entre su autoritarismo y una ingenuidad que muchos usaron para, en nombre de España, ponerlo al servicio de los que mandaban y que intelectualmente no se le podían aproximar. Muchas veces he pensado que aquel brillante universitario había nacido prematuramente, y hoy entre tanto mediocre, personajes como Manuel Azaña y Manuel Fraga, habrían sido auténticos grandes patrones de este barco que parece ir a la deriva o sólo al servicio de malandrines y truhanes a los que nunca alcanza la crisis, por la información que disfrutan, por la patente de corso que llevan, por su oportunismo y capacidad para adaptarse a cualquier cambio.
Sigo cada día más comprometido con esa DAMA irrenunciable que se llama LIBERTAD, que va de la mano de otra DAMA que nos muestra el camino y se llama CULTURA, para completar la terna con una DAMA propia de los gallegos, esa que las religiones orientales llamaron Isis, y que para nosotros se llama TIERRA.
Y esto es lo que nuestra generación, la que hace cuarenta años formaba parte de la tripulación del bergantín-país, aprendimos y hoy varados en la jubilación tras más de cuarenta años de singladura, legamos a las nuevas tripulaciones. Hace cuarenta años la libertad debía compatibilizarse con la dignidad y la paz. Esta última, y como de costumbre, tenía diferentes interpretaciones conceptuales. Para la Iglesia era la Paz de los mansos, de los que hasta hacía pocos meses debían rendir pleitesía al Caudillo de España por la gracia de Dios. Para los dirigentes instalados en la larga "noite de pedra" la paz era miedo, advertencia, modelo de sumisión y correr un tupido velo sobre la memoria histórica, al mismo tiempo que cerraban la gran losa para cubrir la tumba del General en El Valle de los Caídos -¡menudo nombre y menuda faena taurina!-.
Para nosotros, estos cuarenta años se han caracterizado por tres virtudes sociales. Poder votar. Poder viajar. Poder trabajar. Los que vienen tras nuestras huellas lo tienen mucho peor. Y eso por haber convertido la globalización en un sistema que invierte dónde la mano de obra es barata, precaria, sumisa y con derechos baratos. Algo debemos hacer para que los próximos cuarenta años sean con Estados capaces de organizar y garantizar derechos e igualdad de oportunidades, pero para ello necesitamos que los mejores, decentes y cultos, den el paso para servir a la humanidad.
La vida es un soplo que se nos escapa entre las manos. Y así, una generación desaparece y otra toma la iniciativa. Supongo que aquellos que nacieron, como mi hijo, en 1977, no son capaces de imaginar un país sin libertad, tratando de hacerse con ese bien cautivo desde 1936 hasta 1975, o incluso las primeras elecciones democráticas en junio de 1977.
En aquel verano de 1977 llevaba un año viviendo en Vitoria. Una ciudad con fuerte crecimiento fruto de una industria protegida por la dictadura, con privilegios fiscales y un desarrollo socio-económico único para la década de los sesenta, capaz de convertir una pequeña capital de provincia -entre clérigos y soldados- en una moderna ciudad dónde la calle dedicada al coruñés Eduardo Dato era santo y seña de los patricios, mientras los nuevos habitantes procedentes de la España campesina, que habían llegado a la estación de la Renfe con las maletas de madera, residían en los nuevos barrios. Pero fueron aquellos nuevos ciudadanos alaveses los que posibilitaron mi presencia en Vitoria para dar respuestas a las demandas en materia de servicios sanitarios -nuevo hospital y centros de salud en los barrios de Zaramaga, Zumaquera y Chagorricho-.
Mis compañeros de aventura en la capital de Álava y yo mismo, llegábamos de la cosmopolita Barcelona, por lo que Vitoria nos recordaba la España profunda, con un clima frío y lluvioso, dónde el gris era el color que se imponía, orgullosa de los apellidos compuestos que identificaban a sus gentes "de toda la vida", que llegaron a impresionarnos hasta que descubrimos que eran como otros españoles descendientes de judíos conversos cuyos apellidos se habían adaptado al terreno para no levantar sospechas entre los vestigios del Santo Oficio. Echábamos de menos el modernismo de la ciudad Condal, la forma de vida con seny Mediterráneo, tan civilizado que casi era decadente. Aquellos vascos no eran como los de Bilbao y menos aún como los donostiarras; hablaban castellano, sentían el orgullo de la Foralidad representada en su Diputación y parecían cordiales, hospitalarios, muy religiosos, devotos de las cuadrillas de chiquiteros, tan del norte...
Buen sitio para vivir los cambios de aquella España que se desperezaba tras la muerte del general en la cama del Hospital "La Paz" -Centro Asistencial público que había dirigido mi padre- y se disponía a emprender la incierta Transición de la dictadura a la democracia. Por de pronto, mi hijo Antón, nacido en el hospital público "Ortiz de Zárate" ya era un proyecto de ciudadano en un país de la Europa democrática.
Pero si la Transición se vivía con aquellas hermosas melodías que creaban ambiente cargado de ilusión -"Libertad sin ira", "Canto a la libertad", "Al vent", "Al alba", "Para la libertad", "España, camisa blanca", "Habla pueblo habla"-; en Euskadi, el nacionalismo había creado lo que con el tiempo denominaron Movimiento de Liberación Nacional Vasco, cuya vanguardia era ETA, primero a causa de la represión franquista o aquel Proceso de Burgos, pero después y tras asambleas y escisiones, una espantosa pesadilla que llegó a durar hasta la primera década del siglo XXI.
Hace cuarenta años yo tenía treinta. Llegaba con mi título de Medicina, la especialidad de salud laboral, la condición de funcionario del Estado por oposición, y la experiencia de haber dirigido el mayor hospital público de España, sito en el Vall de Hebrón. Era profesor de Salud Pública en la Universidad Pública. Me sentía identificado con las melodías de Patxi Andión, Jarcha, Agua Viva, y sobre todo Voces Ceibes, que me traían los aires marinos de mi tierra Cantábrica y Gallega, a la que soñaba con regresar un día y dejar de sentirme un paria ilustrado por ser huérfano de identidad gallega, idioma propio, soutos, carballeiras, faros, playas de mica y caolín, islas y rías-puertos naturales. Y es que como dice un amigo, "¡ser gallego es un puntazo!". Y conste que desde mi condición de perteneciente a un viejo pueblo del Finisterre Peninsular, sigo diciendo que soy español y presumo de esa gran aventura que fue y es, la Hispanidad, El Siglo de Oro, las enseñanzas del Quijote, y desde luego Valle Inclán.
Estos días y gracias a la televisión pública tengo la oportunidad de recordar. De aquellos padres de la Constitución sólo quedan tres. Y me he acordado de mis conversaciones en el restaurante "Vilas" en Compostela con Manuel Fraga Iribarne, un hombre cúmulo de virtudes, contradictorio entre su autoritarismo y una ingenuidad que muchos usaron para, en nombre de España, ponerlo al servicio de los que mandaban y que intelectualmente no se le podían aproximar. Muchas veces he pensado que aquel brillante universitario había nacido prematuramente, y hoy entre tanto mediocre, personajes como Manuel Azaña y Manuel Fraga, habrían sido auténticos grandes patrones de este barco que parece ir a la deriva o sólo al servicio de malandrines y truhanes a los que nunca alcanza la crisis, por la información que disfrutan, por la patente de corso que llevan, por su oportunismo y capacidad para adaptarse a cualquier cambio.
Sigo cada día más comprometido con esa DAMA irrenunciable que se llama LIBERTAD, que va de la mano de otra DAMA que nos muestra el camino y se llama CULTURA, para completar la terna con una DAMA propia de los gallegos, esa que las religiones orientales llamaron Isis, y que para nosotros se llama TIERRA.
Y esto es lo que nuestra generación, la que hace cuarenta años formaba parte de la tripulación del bergantín-país, aprendimos y hoy varados en la jubilación tras más de cuarenta años de singladura, legamos a las nuevas tripulaciones. Hace cuarenta años la libertad debía compatibilizarse con la dignidad y la paz. Esta última, y como de costumbre, tenía diferentes interpretaciones conceptuales. Para la Iglesia era la Paz de los mansos, de los que hasta hacía pocos meses debían rendir pleitesía al Caudillo de España por la gracia de Dios. Para los dirigentes instalados en la larga "noite de pedra" la paz era miedo, advertencia, modelo de sumisión y correr un tupido velo sobre la memoria histórica, al mismo tiempo que cerraban la gran losa para cubrir la tumba del General en El Valle de los Caídos -¡menudo nombre y menuda faena taurina!-.
Para nosotros, estos cuarenta años se han caracterizado por tres virtudes sociales. Poder votar. Poder viajar. Poder trabajar. Los que vienen tras nuestras huellas lo tienen mucho peor. Y eso por haber convertido la globalización en un sistema que invierte dónde la mano de obra es barata, precaria, sumisa y con derechos baratos. Algo debemos hacer para que los próximos cuarenta años sean con Estados capaces de organizar y garantizar derechos e igualdad de oportunidades, pero para ello necesitamos que los mejores, decentes y cultos, den el paso para servir a la humanidad.