Cómo vacunarse de tantos males
Mucho se habla del adoctrinamiento supremacista en las escuelas españolas, especialmente en las catalanas y vascas. Me niego a llamarlo "adoctrinamiento nacionalista", pues estas gentes que anhelan la independencia de sus regiones nada saben de naciones. Se amparan en hechos lingüísticos, y quizás en dos o tres folclorismos, para crear un Estado, pero no una nación. No hay en el soberanismo un verdadero aprecio e investigación de la propia identidad regional, de hecho muchos de los adoctrinadores son "internacionalistas", partidarios de abrir indiscriminadamente fronteras, crédulos y prosélitos de los agentes de la Globalización. No, no es adoctrinamiento nacionalista. El soberanismo es supremacismo: enseñar a odiar al resto de los españoles.
Una Nación nunca se construye con el odio a los hermanos. Quieren construir una Nación con urna y unos papelitos ¿qué va a ser Nación eso? ¡Por Dios! Quieren estados, fronteras nuevas, jacobinismos de gallitos dentro de su nuevo corral, en el cercado en donde haya sitio sobrado para dictadores de aldea. Este adoctrinamiento supremacista ha sido consentido por el Estado español, un Estado claudicante en los últimos tres decenios. Un Estado fugado, que ha protagonizado, en Cataluña y en las Vascongadas especialmente, una huída mucho más ridícula, vergonzosa y delicuescente que la de Puigdemont. Nunca debería haber huido el Estado español de sus competencias educativas. Nunca.
Pero, por desgracia, la huída es general: Andalucía, Castilla-La Mancha, Valencia, Extremadura… No sólo hay adoctrinamiento separatista en ciertas regiones de España. Hay adoctrinamiento en ideología de género, en maurofilia, en laicismo y en cristianofobia, y esto sucede en todo el territorio nacional. De ello debería hablarse también. De esto y de la necesidad de una recuperación gradual pero firme de competencias esenciales para un buen funcionamiento del aparato estatal central: educación, sanidad, policía.
Se dice que los golpistas y separatistas ahora huyen cobardemente. Pero es España –mejor dicho, la España Institucional- la que empezó huyendo de las escuelas catalanas y vascas, y, en el fondo, de los centros de muchas otras autonomías. Es el propio Estado el que ha estado sufragando esta suerte de retirada y de harakiri. Ahora ya sabemos que no son unos cobardes ni unas ratas separatistas quienes pueden hacer caer a España, sino su propia clase política patriotera y traidora que, incluso si se envuelve en rojigualdas, cede sin dudar competencias fundamentales y regala fajos de billetes a quienes desean asesinarla, y todo por los votos. Un puñado de votos para aprobar unos presupuestos, un puñado de votos para garantizar la gobernabilidad en la Carrera de San Jerónimo de Madrid.
Los españoles, como en aquel dos de mayo, se están dando cuenta de la inutilidad de su clase política, y deben andar con mucho celo ante venideras reformas. Los españoles se están percatando del poder que recae en sus propias manos al margen de la partitocracia, tanto de la separatista como de la patriotera. Ellos son los que pueden llenar las calles y dar lecciones a los golpistas. Ellos son los que pueden exigir igualdad de todos los ciudadanos del Estado y decir no a los supremacismos. Todos podemos abortar nuevas concesiones a ese parásito partitocrático que emplea los entes autonómicos para dilapidar nuestro dinero y para sembrar caos y discordia entre nosotros. Días felices llegan ya en los que la prensa y las redes se plagan de caricaturas de Puigdemont y de Junqueras, presentándolos como lo que son, esto es, farsantes y patéticos embrolladores, sin arrojo ni catadura moral. Pero ¡cuidado! Porque estas gentes enemigas de España tan sólo son la hipérbole de la clase política española en general, forman parte de la misma y están hechos de la misma sustancia que toda ella. Ahora hay que desparasitar en todas las provincias y pueblos de la piel de toro, no sólo en la Generalidad catalana.
El Estado tiene que retirar competencias educativas a las autonomías y debe hacerlo para evitar los cortijos, las taifas, las cacicadas. Hay que hacerlo para frenar el adoctrinamiento que, de manera opaca y blindada, se practica en las distintas regiones autónomas sin que una autoridad central pueda inspeccionar y vetar contenidos y prácticas perjudiciales para los alumnos y, a largo plazo, nocivos para la convivencia.
Pero esto no ha de suponer una profundización en el propio estatalismo. En efecto, una nueva Ley de Educación debería establecer unos Temarios Oficiales que, cada cierto periodo de tiempo, el Ministerio actualizaría. Estos Temarios Oficiales sustituirán a todos los Currícula autonómicos y a todas las Programaciones que en cada centro y departamento ahora existen formando una selva impenetrable de contenidos inconexos y a veces nocivos. Los profesores deberían seguir el Temario Oficial para toda España y establecer reválidas –las mismas para todo el territorio nacional. Y basta. Nada más y nada menos. El resto, hablamos de los centros (públicos, privados, concertados) y las propias familias, tiene todo el peso de la enseñanza una vez establecidos y respetados los Temarios Oficiales.
No debemos olvidar un fundamento de nuestra civilización: el individuo y la familia están por encima toda consigna estatalista. La educación de un menor es responsabilidad inmediata de sus padres. El Estado sólo puede ayudar en este proceso. El Estado nunca debería convertirse en agencia transmisora de ideologías. Únicamente, garantiza un derecho que, una vez desperdiciado o desatendido por parte de las familias, ya no tiene por qué ser promovido incesantemente.
Los partidos políticos van a impedir llevar a cabo esta magna y necesaria reforma. Nosotros, los españoles, sin los partidos, somos los que tenemos que hacerla ya. Es el requisito imprescindible para salir a flote como Nación y para vacunarnos de tantas desgracias como las que ya nos están viniendo encima.
Mucho se habla del adoctrinamiento supremacista en las escuelas españolas, especialmente en las catalanas y vascas. Me niego a llamarlo "adoctrinamiento nacionalista", pues estas gentes que anhelan la independencia de sus regiones nada saben de naciones. Se amparan en hechos lingüísticos, y quizás en dos o tres folclorismos, para crear un Estado, pero no una nación. No hay en el soberanismo un verdadero aprecio e investigación de la propia identidad regional, de hecho muchos de los adoctrinadores son "internacionalistas", partidarios de abrir indiscriminadamente fronteras, crédulos y prosélitos de los agentes de la Globalización. No, no es adoctrinamiento nacionalista. El soberanismo es supremacismo: enseñar a odiar al resto de los españoles.
Una Nación nunca se construye con el odio a los hermanos. Quieren construir una Nación con urna y unos papelitos ¿qué va a ser Nación eso? ¡Por Dios! Quieren estados, fronteras nuevas, jacobinismos de gallitos dentro de su nuevo corral, en el cercado en donde haya sitio sobrado para dictadores de aldea. Este adoctrinamiento supremacista ha sido consentido por el Estado español, un Estado claudicante en los últimos tres decenios. Un Estado fugado, que ha protagonizado, en Cataluña y en las Vascongadas especialmente, una huída mucho más ridícula, vergonzosa y delicuescente que la de Puigdemont. Nunca debería haber huido el Estado español de sus competencias educativas. Nunca.
Pero, por desgracia, la huída es general: Andalucía, Castilla-La Mancha, Valencia, Extremadura… No sólo hay adoctrinamiento separatista en ciertas regiones de España. Hay adoctrinamiento en ideología de género, en maurofilia, en laicismo y en cristianofobia, y esto sucede en todo el territorio nacional. De ello debería hablarse también. De esto y de la necesidad de una recuperación gradual pero firme de competencias esenciales para un buen funcionamiento del aparato estatal central: educación, sanidad, policía.
Se dice que los golpistas y separatistas ahora huyen cobardemente. Pero es España –mejor dicho, la España Institucional- la que empezó huyendo de las escuelas catalanas y vascas, y, en el fondo, de los centros de muchas otras autonomías. Es el propio Estado el que ha estado sufragando esta suerte de retirada y de harakiri. Ahora ya sabemos que no son unos cobardes ni unas ratas separatistas quienes pueden hacer caer a España, sino su propia clase política patriotera y traidora que, incluso si se envuelve en rojigualdas, cede sin dudar competencias fundamentales y regala fajos de billetes a quienes desean asesinarla, y todo por los votos. Un puñado de votos para aprobar unos presupuestos, un puñado de votos para garantizar la gobernabilidad en la Carrera de San Jerónimo de Madrid.
Los españoles, como en aquel dos de mayo, se están dando cuenta de la inutilidad de su clase política, y deben andar con mucho celo ante venideras reformas. Los españoles se están percatando del poder que recae en sus propias manos al margen de la partitocracia, tanto de la separatista como de la patriotera. Ellos son los que pueden llenar las calles y dar lecciones a los golpistas. Ellos son los que pueden exigir igualdad de todos los ciudadanos del Estado y decir no a los supremacismos. Todos podemos abortar nuevas concesiones a ese parásito partitocrático que emplea los entes autonómicos para dilapidar nuestro dinero y para sembrar caos y discordia entre nosotros. Días felices llegan ya en los que la prensa y las redes se plagan de caricaturas de Puigdemont y de Junqueras, presentándolos como lo que son, esto es, farsantes y patéticos embrolladores, sin arrojo ni catadura moral. Pero ¡cuidado! Porque estas gentes enemigas de España tan sólo son la hipérbole de la clase política española en general, forman parte de la misma y están hechos de la misma sustancia que toda ella. Ahora hay que desparasitar en todas las provincias y pueblos de la piel de toro, no sólo en la Generalidad catalana.
El Estado tiene que retirar competencias educativas a las autonomías y debe hacerlo para evitar los cortijos, las taifas, las cacicadas. Hay que hacerlo para frenar el adoctrinamiento que, de manera opaca y blindada, se practica en las distintas regiones autónomas sin que una autoridad central pueda inspeccionar y vetar contenidos y prácticas perjudiciales para los alumnos y, a largo plazo, nocivos para la convivencia.
Pero esto no ha de suponer una profundización en el propio estatalismo. En efecto, una nueva Ley de Educación debería establecer unos Temarios Oficiales que, cada cierto periodo de tiempo, el Ministerio actualizaría. Estos Temarios Oficiales sustituirán a todos los Currícula autonómicos y a todas las Programaciones que en cada centro y departamento ahora existen formando una selva impenetrable de contenidos inconexos y a veces nocivos. Los profesores deberían seguir el Temario Oficial para toda España y establecer reválidas –las mismas para todo el territorio nacional. Y basta. Nada más y nada menos. El resto, hablamos de los centros (públicos, privados, concertados) y las propias familias, tiene todo el peso de la enseñanza una vez establecidos y respetados los Temarios Oficiales.
No debemos olvidar un fundamento de nuestra civilización: el individuo y la familia están por encima toda consigna estatalista. La educación de un menor es responsabilidad inmediata de sus padres. El Estado sólo puede ayudar en este proceso. El Estado nunca debería convertirse en agencia transmisora de ideologías. Únicamente, garantiza un derecho que, una vez desperdiciado o desatendido por parte de las familias, ya no tiene por qué ser promovido incesantemente.
Los partidos políticos van a impedir llevar a cabo esta magna y necesaria reforma. Nosotros, los españoles, sin los partidos, somos los que tenemos que hacerla ya. Es el requisito imprescindible para salir a flote como Nación y para vacunarnos de tantas desgracias como las que ya nos están viniendo encima.