El Evangelio independentista
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En el camino de Cataluña hacia el independentismo a nadie se le escapa un hecho bien significativo, y es el afán evangelizador que mueve a los acólitos del separatismo a extender por Europa la fe en una Cataluña “libre e independiente”. Han recorrido el viejo continente proclamando la Buena Nueva del pueblo catalán, adalid de la democracia y la libertad, un pueblo que en realidad –aseguran- es país, nación, y que no ha podido desarrollarse como tal debido al yugo del Estado español, un Estado que arrastra dentro de sí las terribles secuelas del franquismo, un Estado para el que -según ha dicho Puigdemont hace pocas horas- la unidad de España es una religión, una cuestión de fe y no de razón; aunque -curiosamente- parece ser que se trata de misma fe que comparten Italia, Francia, Alemania, EEUU y todos y cada uno de los países del planeta. Supongo que esta fe tan extendida entre las naciones es una religión a superar por la Buena Nueva catalana.
No puede negárseles a los independentistas ese encomiable afán evangelizador, eficazmente impulsado por la perfecta mezcla de intereses económicos y –no hay que minusvalorar esto- por la profunda y mística creencia en lo que predican.
La expansión del Evangelio catalán no pudo llevarse a cabo hasta que la nueva fe estuviera bien asentada entre la masa. Esta nueva fe tenía que completar a la antigua fe que santificaba a Cataluña como un país diverso, de procedencia distinta, más mediterránea y europea que las otras partes de eso que mal se llama “España”. Digamos que esa fe antigua fue la base, la piedra angular, el Viejo Testamento catalán; pero ya ha llegado la hora del Nuevo Testamento, que se ha ido gestando desde hace unos treinta y cinco años –curiosa coincidencia con los treinta y tres años de la vida de Cristo-. Durante esos treinta y cinco años de predicación de la Buena Nueva, ascendido ya el Cristo a los cielos y aparecido a sus discípulos, se inflamó la llama viva de la proclamación del Evangelio.
Las aulas en las escuelas e institutos y los medios de comunicación, fueron la Galilea y la Jerusalén catalanas donde predicar la Buena Nueva, un nuevo mandamiento que no contradecía al Viejo Testamento catalán sino que lo completaba. Rezaba más o menos así: “Yo os traigo a vosotros un nuevo mandamiento, que améis la democracia y la libertad como yo –pueblo catalán- la he amado. Así, sin más especificación, sin más concreción, como el amor del evangelio cristiano.
Democracia y libertad, conceptos fundamentales en Europa, se convirtieron en Cataluña en algo más, en el nuevo logos, en la Buena Nueva catalana, que coincidía –las religiones son coincidentes en muchos puntos- con el hinduismo zapateril y su derivado comunista podemita. Libertad y democracia en todo contexto y a toda costa. Libertad y democracia, mensaje evangélico que les hace levitar hasta alcanzar un estado místico, en un dejamiento de sus facultades de tal éxtasis mágico, que les facilita la visión de fascistas en España con la misma normalidad con la que Don Quijote veía encantadores y gigantes. Y es que, como toda religión, el independentismo catalán no puede vivir sólo de la luz, necesita sentir la amenaza de las tinieblas para elevarse. Todo les venía que ni pintado, porque precisamente al mirar hacia abajo, hacia el abismo se encontraban esos brazos que, tirando de Cataluña impedían que ésta se elevase hacia la luz. Como toda religión, la catalana necesita de su demonio, de su Satán, y al mirar hacia abajo lo ve, con unas garras terribles que atenazan a la noble Cataluña, impidiéndole la levitación en la libertad y la democracia.
Cuando uno se encuentra poseído por una idea tan mágica e inespecífica, su fuerza y su confianza en la elevación que le ha designado la historia se triplican, tal como en los primeros cristianos mártires -Forcadell es aquí un caso, de momento extraño, de apostasía catalana-. Y conforme la fuerza de su fe se incrementa, menguan sus entendimientos. Aunque, evidentemente, ellos no se consideran menguados en su racionalidad, pues creen con firmeza que el logos de la democracia y de la libertad es precisamente el fruto de la razón y del progreso. ¡Ay! ¿No escucha ahora el lector de estas humildes líneas a aquel hidalgo manchego en cuya boca puso el insigne catalán que sin dudar fue su creador?: La razón de la sinrazón que a mí razón se hace de tal manera mi razón enflaquece que con razón me quejo de la vuestra fermosura. La religión catalana no es sólo una religión revelada, sino también una religión natural, racional, formando así la mezcla perfecta y definitiva de la religión: el catalanismo como parusía, como revelación y manifestación de la Verdad.
Puestas las bases de esta nueva y perfecta fe, de este afán evangelizador imparable del independentismo catalán, hay que formularse una pregunta fundamental: ¿por qué no surge en el resto de España el mismo afán explicativo, por qué no hay profetas que denuncien a los proselitistas catalanistas de falsos profetas?
Se me ocurren respuestas en forma de preguntas. ¿Emplearía usted mucho tiempo y esfuerzo en explicarle y desmitificarle a un niño, a un primer adolescente sus sueños? Me temo que no. Cuando un testigo de Jehová toca a su puerta, ¿siente usted que el impulso de la razón le mueve a explicarse ante el creyente del mismo modo que la fe de este lo hace ante usted? ¿No tiene usted la certeza de que es tarea imposible? ¿No ve usted, tras las gafas de Marta Rovira, los ojos de una iluminada, de una posesa que apenas mira a la cara? ¿No siente usted que ante esas palabras de democracia y libertad, convertidas en motores mágicos del mundo, no tiene usted nada que hacer? ¿No siente que le hierve la hiel ante tan soberana pléyade de estulticias? Ese y no otro es el motivo por el cual es muy difícil que filósofos y politólogos serios pierdan el tiempo en rebatir a niños, a testigos de Jehová. Los únicos que pueden hacerlo son los Dastis de turno, quienes desde el insulso y veterotestamentario argumento de “la ley” tienen un efecto casi nulo, eficaz sólo ante los miembros del Sanedrín europeo.
Es tanto el descenso de nivel que hay que recorrer para rebatir a un convencido independentista antiespañol, que muy pocas personas serias estarían dispuestas a gastar un minuto de su preciado tiempo en estos fundamentalistas. Pero el peligro de la predicación catalana es mucho más acechante de lo que parece. Nos creemos que Europa le ha dado la espalda al catalanismo, pero ha sido sólo la Europa del Sanedrín la que se ha rajado las vestiduras ante la nueva religión catalana. Hablen ustedes con los jóvenes y no tan jóvenes europeos –y me atrevería a decir de cualquier ideología-. Muy pocos rechazan ese discurso exaltado de democracia y libertad para “un pueblo” por un Estado opresor. Esta es la realidad que nos resistimos a ver. Esta es la realidad y este el peligro de haber formado a una Europa con conceptos mágicos disfrazados de racionales. La mayoría de los independentistas –no cuanto aquí a los productores de fotos falsas- no urden una mentira, ellos creen en lo que dicen, pues no hacen más que expresar con sus bocas aquello que ha alimentado a sus oídos durante unos treinta y tres años.
¿Miente la visionaria, miente el rapsoda? Muchos de ellos ven realmente en su mente alucinada entes fantasmagóricos. ¿Miente Marta Rovira al decir que el Gobierno había dado la orden de emplear armas de fuego, de matar a catalanes? No se le puede llamar a Rovira mentirosa; pues su levitación libertaria y democrática no puede colmarse sin la presencia y el temor al demonio y a sus armas más devastadoras. Ella lo ve, ella lo cree. Alguien –bien de Podemos, Esquerra o Pdcat- dijo en el Parlamento español: “si aplican el 155, no se les ocurra quitarnos nuestro más preciado tesoro, una educación en libertad”. Este “educación en libertad” es el pilar de su fe. Y por eso resulta tan insidioso, tan absolutamente insoportable el discurso independentista, porque nos obliga a enseñarles y a ordenarles conceptos y categorías que han sido corrompidos y manipulados, y es por eso por lo que se opta o bien por el silencio, o bien por el desprecio más absoluto hacia ellos.
Al menos la CUP y parte de Podemos son más sinceros que Esquerra y el Pdcat, aquellos odian el sistema y a España desde la raíz de sus corazones de piedra, quieren demoler, pero Esquerra y Pdcat, la gran masa del independentismo catalán, se muestran como neotestamentarios de la libertad y la democracia, como discípulos de Emaús que se lanzan al mundo con el “espíritu de los tiempos modernos”; tiempos modernos que entre otras cosas, exige dominar muchos idiomas. Los catalanes se precian de hablar más idiomas que los paletos españoles. Pero ese presunto don de lenguas que convierte a Cataluña en un nuevo Pentecostés, ¿en qué les convierte realmente? Lo sabemos: en seres que son capaces de decir en siete lenguas distintas las mismas vaciedades, las mismas sandeces que dejan boquiabierta a cualquier persona con un mínimo de orden en su cabeza. El logos de la democracia y la libertad como elementos mágicos, traducido a innumerables idiomas. Con cada lengua en la que predican cavan más su vaciedad, mientras ellos mismos –y buena parte del mundo- creen que se elevan hacia la luz, siete veces más alto, cuando se convierten en siete veces más tontos.
Y para concluir quiero permitirme una reflexión y una pregunta. Si el Evangelio catalán, el de la democracia y la libertad en todo contexto y a toda costa, nos resulta tan insidioso, tan adolescente, tan huero, y si es tanto el esfuerzo –inútil además- que nos procura el rebatirlo; si este evangelio amenaza a la razón, y esta se encuentra desolada para combatir a un ejército cada vez mayor de ignorantes, quizás se vaya atreviendo alguien en España a derrotarlos con nuestra religión, la católica, que es la que ha alimentado la unidad de España. Quizás alguien, desencantado ante la eficacia de la razón, se diga: “si hay que emplear magia, ¿Por qué no emplear la cristiana, católica, universal y cohesiva, y no la magia catalana experta en cortar cuerpos por la mitad?”. Es la nuestra una religión universal, más plena y de símbolos más ricos que los descifrados por Forcadell ante el juez. Es la nuestra una religión mucho más bella que la religión moderna catalana cuyo nuevo mandamiento es menester repetir: Amad la libertad y la democracia como yo, -pueblo de Cataluña- la he amado. La pasión de Cristo es más grande que tres porrazos mal dados. Quizás algunos se atrevan a proclamar que en un mundo en el que la fe más radical se ha disfrazado de razón en Cataluña, nos es propia una fe que cuanto menos sirve de refugio, de eficaz estado de cuarentena ante la fealdad de la Buena Nueva catalana.
En el camino de Cataluña hacia el independentismo a nadie se le escapa un hecho bien significativo, y es el afán evangelizador que mueve a los acólitos del separatismo a extender por Europa la fe en una Cataluña “libre e independiente”. Han recorrido el viejo continente proclamando la Buena Nueva del pueblo catalán, adalid de la democracia y la libertad, un pueblo que en realidad –aseguran- es país, nación, y que no ha podido desarrollarse como tal debido al yugo del Estado español, un Estado que arrastra dentro de sí las terribles secuelas del franquismo, un Estado para el que -según ha dicho Puigdemont hace pocas horas- la unidad de España es una religión, una cuestión de fe y no de razón; aunque -curiosamente- parece ser que se trata de misma fe que comparten Italia, Francia, Alemania, EEUU y todos y cada uno de los países del planeta. Supongo que esta fe tan extendida entre las naciones es una religión a superar por la Buena Nueva catalana.
No puede negárseles a los independentistas ese encomiable afán evangelizador, eficazmente impulsado por la perfecta mezcla de intereses económicos y –no hay que minusvalorar esto- por la profunda y mística creencia en lo que predican.
La expansión del Evangelio catalán no pudo llevarse a cabo hasta que la nueva fe estuviera bien asentada entre la masa. Esta nueva fe tenía que completar a la antigua fe que santificaba a Cataluña como un país diverso, de procedencia distinta, más mediterránea y europea que las otras partes de eso que mal se llama “España”. Digamos que esa fe antigua fue la base, la piedra angular, el Viejo Testamento catalán; pero ya ha llegado la hora del Nuevo Testamento, que se ha ido gestando desde hace unos treinta y cinco años –curiosa coincidencia con los treinta y tres años de la vida de Cristo-. Durante esos treinta y cinco años de predicación de la Buena Nueva, ascendido ya el Cristo a los cielos y aparecido a sus discípulos, se inflamó la llama viva de la proclamación del Evangelio.
Las aulas en las escuelas e institutos y los medios de comunicación, fueron la Galilea y la Jerusalén catalanas donde predicar la Buena Nueva, un nuevo mandamiento que no contradecía al Viejo Testamento catalán sino que lo completaba. Rezaba más o menos así: “Yo os traigo a vosotros un nuevo mandamiento, que améis la democracia y la libertad como yo –pueblo catalán- la he amado. Así, sin más especificación, sin más concreción, como el amor del evangelio cristiano.
Democracia y libertad, conceptos fundamentales en Europa, se convirtieron en Cataluña en algo más, en el nuevo logos, en la Buena Nueva catalana, que coincidía –las religiones son coincidentes en muchos puntos- con el hinduismo zapateril y su derivado comunista podemita. Libertad y democracia en todo contexto y a toda costa. Libertad y democracia, mensaje evangélico que les hace levitar hasta alcanzar un estado místico, en un dejamiento de sus facultades de tal éxtasis mágico, que les facilita la visión de fascistas en España con la misma normalidad con la que Don Quijote veía encantadores y gigantes. Y es que, como toda religión, el independentismo catalán no puede vivir sólo de la luz, necesita sentir la amenaza de las tinieblas para elevarse. Todo les venía que ni pintado, porque precisamente al mirar hacia abajo, hacia el abismo se encontraban esos brazos que, tirando de Cataluña impedían que ésta se elevase hacia la luz. Como toda religión, la catalana necesita de su demonio, de su Satán, y al mirar hacia abajo lo ve, con unas garras terribles que atenazan a la noble Cataluña, impidiéndole la levitación en la libertad y la democracia.
Cuando uno se encuentra poseído por una idea tan mágica e inespecífica, su fuerza y su confianza en la elevación que le ha designado la historia se triplican, tal como en los primeros cristianos mártires -Forcadell es aquí un caso, de momento extraño, de apostasía catalana-. Y conforme la fuerza de su fe se incrementa, menguan sus entendimientos. Aunque, evidentemente, ellos no se consideran menguados en su racionalidad, pues creen con firmeza que el logos de la democracia y de la libertad es precisamente el fruto de la razón y del progreso. ¡Ay! ¿No escucha ahora el lector de estas humildes líneas a aquel hidalgo manchego en cuya boca puso el insigne catalán que sin dudar fue su creador?: La razón de la sinrazón que a mí razón se hace de tal manera mi razón enflaquece que con razón me quejo de la vuestra fermosura. La religión catalana no es sólo una religión revelada, sino también una religión natural, racional, formando así la mezcla perfecta y definitiva de la religión: el catalanismo como parusía, como revelación y manifestación de la Verdad.
Puestas las bases de esta nueva y perfecta fe, de este afán evangelizador imparable del independentismo catalán, hay que formularse una pregunta fundamental: ¿por qué no surge en el resto de España el mismo afán explicativo, por qué no hay profetas que denuncien a los proselitistas catalanistas de falsos profetas?
Se me ocurren respuestas en forma de preguntas. ¿Emplearía usted mucho tiempo y esfuerzo en explicarle y desmitificarle a un niño, a un primer adolescente sus sueños? Me temo que no. Cuando un testigo de Jehová toca a su puerta, ¿siente usted que el impulso de la razón le mueve a explicarse ante el creyente del mismo modo que la fe de este lo hace ante usted? ¿No tiene usted la certeza de que es tarea imposible? ¿No ve usted, tras las gafas de Marta Rovira, los ojos de una iluminada, de una posesa que apenas mira a la cara? ¿No siente usted que ante esas palabras de democracia y libertad, convertidas en motores mágicos del mundo, no tiene usted nada que hacer? ¿No siente que le hierve la hiel ante tan soberana pléyade de estulticias? Ese y no otro es el motivo por el cual es muy difícil que filósofos y politólogos serios pierdan el tiempo en rebatir a niños, a testigos de Jehová. Los únicos que pueden hacerlo son los Dastis de turno, quienes desde el insulso y veterotestamentario argumento de “la ley” tienen un efecto casi nulo, eficaz sólo ante los miembros del Sanedrín europeo.
Es tanto el descenso de nivel que hay que recorrer para rebatir a un convencido independentista antiespañol, que muy pocas personas serias estarían dispuestas a gastar un minuto de su preciado tiempo en estos fundamentalistas. Pero el peligro de la predicación catalana es mucho más acechante de lo que parece. Nos creemos que Europa le ha dado la espalda al catalanismo, pero ha sido sólo la Europa del Sanedrín la que se ha rajado las vestiduras ante la nueva religión catalana. Hablen ustedes con los jóvenes y no tan jóvenes europeos –y me atrevería a decir de cualquier ideología-. Muy pocos rechazan ese discurso exaltado de democracia y libertad para “un pueblo” por un Estado opresor. Esta es la realidad que nos resistimos a ver. Esta es la realidad y este el peligro de haber formado a una Europa con conceptos mágicos disfrazados de racionales. La mayoría de los independentistas –no cuanto aquí a los productores de fotos falsas- no urden una mentira, ellos creen en lo que dicen, pues no hacen más que expresar con sus bocas aquello que ha alimentado a sus oídos durante unos treinta y tres años.
¿Miente la visionaria, miente el rapsoda? Muchos de ellos ven realmente en su mente alucinada entes fantasmagóricos. ¿Miente Marta Rovira al decir que el Gobierno había dado la orden de emplear armas de fuego, de matar a catalanes? No se le puede llamar a Rovira mentirosa; pues su levitación libertaria y democrática no puede colmarse sin la presencia y el temor al demonio y a sus armas más devastadoras. Ella lo ve, ella lo cree. Alguien –bien de Podemos, Esquerra o Pdcat- dijo en el Parlamento español: “si aplican el 155, no se les ocurra quitarnos nuestro más preciado tesoro, una educación en libertad”. Este “educación en libertad” es el pilar de su fe. Y por eso resulta tan insidioso, tan absolutamente insoportable el discurso independentista, porque nos obliga a enseñarles y a ordenarles conceptos y categorías que han sido corrompidos y manipulados, y es por eso por lo que se opta o bien por el silencio, o bien por el desprecio más absoluto hacia ellos.
Al menos la CUP y parte de Podemos son más sinceros que Esquerra y el Pdcat, aquellos odian el sistema y a España desde la raíz de sus corazones de piedra, quieren demoler, pero Esquerra y Pdcat, la gran masa del independentismo catalán, se muestran como neotestamentarios de la libertad y la democracia, como discípulos de Emaús que se lanzan al mundo con el “espíritu de los tiempos modernos”; tiempos modernos que entre otras cosas, exige dominar muchos idiomas. Los catalanes se precian de hablar más idiomas que los paletos españoles. Pero ese presunto don de lenguas que convierte a Cataluña en un nuevo Pentecostés, ¿en qué les convierte realmente? Lo sabemos: en seres que son capaces de decir en siete lenguas distintas las mismas vaciedades, las mismas sandeces que dejan boquiabierta a cualquier persona con un mínimo de orden en su cabeza. El logos de la democracia y la libertad como elementos mágicos, traducido a innumerables idiomas. Con cada lengua en la que predican cavan más su vaciedad, mientras ellos mismos –y buena parte del mundo- creen que se elevan hacia la luz, siete veces más alto, cuando se convierten en siete veces más tontos.
Y para concluir quiero permitirme una reflexión y una pregunta. Si el Evangelio catalán, el de la democracia y la libertad en todo contexto y a toda costa, nos resulta tan insidioso, tan adolescente, tan huero, y si es tanto el esfuerzo –inútil además- que nos procura el rebatirlo; si este evangelio amenaza a la razón, y esta se encuentra desolada para combatir a un ejército cada vez mayor de ignorantes, quizás se vaya atreviendo alguien en España a derrotarlos con nuestra religión, la católica, que es la que ha alimentado la unidad de España. Quizás alguien, desencantado ante la eficacia de la razón, se diga: “si hay que emplear magia, ¿Por qué no emplear la cristiana, católica, universal y cohesiva, y no la magia catalana experta en cortar cuerpos por la mitad?”. Es la nuestra una religión universal, más plena y de símbolos más ricos que los descifrados por Forcadell ante el juez. Es la nuestra una religión mucho más bella que la religión moderna catalana cuyo nuevo mandamiento es menester repetir: Amad la libertad y la democracia como yo, -pueblo de Cataluña- la he amado. La pasión de Cristo es más grande que tres porrazos mal dados. Quizás algunos se atrevan a proclamar que en un mundo en el que la fe más radical se ha disfrazado de razón en Cataluña, nos es propia una fe que cuanto menos sirve de refugio, de eficaz estado de cuarentena ante la fealdad de la Buena Nueva catalana.