La Europa del Buen Salvaje
Ignoro si J.J. Rousseau conocía todas las implicaciones de su mito del Buen Salvaje. Desde luego, al padre del democratismo moderno, al teórico de la "voluntad general" y de tantos mitos modernos, aplicados hoy hasta el fanatismo, no le podemos pedir una visión profética. El Buen Salvaje, como los demás mitos modernos de los que el filósofo ginebrino fue propagandista, es sólo uno de los muchos virus destructivos de Occidente, tan destructivo como el de la libertad o el de la igualdad.
No sé si el filósofo quería ver Europa postrada de esta manera, o entrevió las posibilidades de su idea en el futuro. Quizá el suizo no podía adivinar en su ilustrado siglo XVIII todas las consecuencias que el mito encerraba en caso de ser creído y asumido, pero el hecho es que lo echó a rodar, y el mito funcionó, arraigó y arrasó. La bola del Buen Salvaje fue la bola de fuego que cayó de las cumbres del intelectual arrogantemente crítico con la Civilización, que él era. La bola ígnea y letal, cayendo por laderas cada vez más bajas, consiguió poco a poco rebajar el nivel de moralidad y de auto-exigencia de los pueblos europeos, así como de los pueblos descendientes de éstos.
Basta con mirar a muchos de nuestros adolescentes de ambos sexos. Con las canículas, poco les falta para ir en taparrabos. Incluso en las aulas, en presencia de sus profesores y de otros adultos a quienes les deben respeto, parecen salvajes, buenos salvajes. Sus cuerpos, crecidos y sobrealimentados, esconden la tabula rasa: esa pizarra en blanco, ese "nivel cero" ideal de civilización.
Basta con mirar esos tatuajes, tatuajes que laceran no sólo lozanos cuerpos, sino exhibidos incluso en las pieles de gentes en edad provecta. Tatuajes al modo selvático en personas blancas, no indias, herederas de una vieja civilización, la civilización de Europa, cuyas hebras -helena, latina, celtogermánica y cristiana- dieron lugar a las glorias del género humano: la ciencia y la filosofía, el arte clásico o el gótico, a Bach o a Cervantes… Los herederos de tan magna Alta Cultura se tatúan hoy al modo de salvajes, a imitación de los caníbales y de primitivos habitantes de las selvas. En las más insospechadas e indecentes regiones del cuerpo, mutilan su naturalidad y se autodegradan en ese rousseauniano afán por igualarse con los estratos más ínfimos o primitivos de lo humano. La moda del tatuaje entre nosotros, se mire por donde se mire, no es sino etnomasoquismo: desprecio por nuestros verdaderos rasgos de identidad de los europeos. Supongo que tendrá que ver también con las nuevas tendencias de deseabilidad erótica: cuanto más primitivo parezca uno, menos complejos parece arrastrar, menos inhibiciones, más libido. También el freudismo hizo lo suyo por asalvajar nuestra visión del hombre.
Basta con mirar esas gentes españolas que lucen gorras con la visera al revés, al modo americano, prendas pseudodeportivas y holgadas, de colores chillones, vestidas a la manera de los negros suburbiales de Nueva York. Basta con escuchar esos "raps" selváticos, acompañados de ritmos electrónicos machacones, que no hace mucho eran ritmos de tam-tam. El gusto de nuestra juventud se ha africanizado, haciendo Norteamérica de mediadora. El Buen Salvaje es el Buen Africano que pretende nivelar en el viejo europeo, viejo aunque tenga quince años, el arte, las vestimentas, los ocios. Hasta en los colegios se incentiva el grafiti, se enseña "El Lazarillo de Tormes" o los villancicos por medio del rap. En los libros de Filosofía o de "valores éticos" hechos para la educación secundaria aparecen fotografías de Michael Jackson o de Prince. Africanizar es americanizar y viceversa, y todo bajo la excusa intachable de "hay que llegar a la juventud". Lo que no sabe el profesor es que el arquetipo del Buen Salvaje ya había llegado muchos años antes que él: los hippies, el rock, el "sexo, drogas y rock & roll". El imperio yanqui es el gran "asalvajador" del viejo mundo europeo, cristiano y derrotado.
El siglo XX ha sido el siglo de la "salvajización" general de las naciones europeas. Hay en toda la centuria una especie de nostalgia por la barbarie y por el salvajismo.
La nostalgia por la barbarie ha sido monopolizada más bien por el nazismo y otros movimientos afines. El bárbaro, a diferencia del salvaje, aun siendo rudo, es guerrero que acepta monarcas y caudillos, es fuerte y, aunque violento, reconoce la nobleza, la lealtad y las metas altas. El bárbaro, aunque destruye civilizaciones, también puede aprender de ellas. De hecho, los godos o los francos parieron Europa tratando de ser romanos. He aquí que el bárbaro, si es afín racialmente a un arquetipo racial favorito, aparece como bello en las iconografías belicistas: el vikingo, el celta, el germano. Pueblos todos que fueron ancestros directos de las naciones de Europa, pero que en el arquetipo nostálgico aparecen purgados de influjos mediterráneos (grecorromanos), influjos que impedirían la clara visión de esa rudeza, de ese vigor físico y de esa hermosura de cuerpo que la extrema derecha o el nacionalsocialismo a veces admira y ansía.
Pero lo de la izquierda es la nostalgia por el salvajismo. El salvaje se halla un escalón por debajo del bárbaro, y en una grada mucho más distante de la civilización. El salvaje, y no tanto el bárbaro, está en comunión plena con la Naturaleza, y él mismo se presenta como Naturaleza. La forma humana con que se nos presenta el Salvaje es, diríamos, casi un accidente. La desnudez de su cuerpo y la absoluta rotundidad ingenua con que lo exhibe nos avisa de un hecho: que el individuo ha desaparecido, que el individuo es mera apariencia y fachada de una madre naturaleza indiferenciada. Ese cuerpo desnudo y animalizado en medio de flora y fauna exuberante, nos informa de que hay una clase de animalidad más, la animalidad a la que damos en llamar Hombre. Animalidad requerida por el capitalismo mundial, pero animalidad estéril. El nuevo salvaje no debe tener hijos. Y, comoquiera que para los propósitos etnomasoquistas del hombre europeo (enfermo y decadente) esa pérdida de la individualidad también es pérdida de la voluntad personal, esa clase de humanidad animal asalvajada representa un descanso, un alivio. Buscando la muerte civilizatoria, el aflojamiento de la voluntad, la nostalgia del salvajismo se aceleró y se intensificó. A diferencia de la nostalgia de la barbarie (nacionalsocialista, extrema derecha), la nostalgia del salvajismo es de izquierdas (anarquista, contracultural, ecologista…) en la más genuina tradición cínica. El "triunfo de la voluntad" (por rememorar una famosa película) dio paso a la "negación de la voluntad". El gusto por el Buen Salvaje de la izquierda senil europea es solidario de su esencial nihilismo.
Sólo con estas reflexiones me explico los tatuajes, los piercings, la africanización estética y musical, la sustitución de la melodía por el tam-tam-chunda-chunda, la promiscuidad pública, la fobia al clasicismo, la sustitución de la danza por meneos febriles, la sobre-erotización de la vida, el declive de la elegancia. Se trata de puro nihilismo. El Buen Salvaje, agazapado tras el democratismo, la igualdad, la fraternidad y la guillotina, venía bien pertrechado con su lanza envenenada para clavárnosla en la Voluntad, órgano y motor de nuestra vieja y esplendorosa Civilización.
Ignoro si J.J. Rousseau conocía todas las implicaciones de su mito del Buen Salvaje. Desde luego, al padre del democratismo moderno, al teórico de la "voluntad general" y de tantos mitos modernos, aplicados hoy hasta el fanatismo, no le podemos pedir una visión profética. El Buen Salvaje, como los demás mitos modernos de los que el filósofo ginebrino fue propagandista, es sólo uno de los muchos virus destructivos de Occidente, tan destructivo como el de la libertad o el de la igualdad.
No sé si el filósofo quería ver Europa postrada de esta manera, o entrevió las posibilidades de su idea en el futuro. Quizá el suizo no podía adivinar en su ilustrado siglo XVIII todas las consecuencias que el mito encerraba en caso de ser creído y asumido, pero el hecho es que lo echó a rodar, y el mito funcionó, arraigó y arrasó. La bola del Buen Salvaje fue la bola de fuego que cayó de las cumbres del intelectual arrogantemente crítico con la Civilización, que él era. La bola ígnea y letal, cayendo por laderas cada vez más bajas, consiguió poco a poco rebajar el nivel de moralidad y de auto-exigencia de los pueblos europeos, así como de los pueblos descendientes de éstos.
Basta con mirar a muchos de nuestros adolescentes de ambos sexos. Con las canículas, poco les falta para ir en taparrabos. Incluso en las aulas, en presencia de sus profesores y de otros adultos a quienes les deben respeto, parecen salvajes, buenos salvajes. Sus cuerpos, crecidos y sobrealimentados, esconden la tabula rasa: esa pizarra en blanco, ese "nivel cero" ideal de civilización.
Basta con mirar esos tatuajes, tatuajes que laceran no sólo lozanos cuerpos, sino exhibidos incluso en las pieles de gentes en edad provecta. Tatuajes al modo selvático en personas blancas, no indias, herederas de una vieja civilización, la civilización de Europa, cuyas hebras -helena, latina, celtogermánica y cristiana- dieron lugar a las glorias del género humano: la ciencia y la filosofía, el arte clásico o el gótico, a Bach o a Cervantes… Los herederos de tan magna Alta Cultura se tatúan hoy al modo de salvajes, a imitación de los caníbales y de primitivos habitantes de las selvas. En las más insospechadas e indecentes regiones del cuerpo, mutilan su naturalidad y se autodegradan en ese rousseauniano afán por igualarse con los estratos más ínfimos o primitivos de lo humano. La moda del tatuaje entre nosotros, se mire por donde se mire, no es sino etnomasoquismo: desprecio por nuestros verdaderos rasgos de identidad de los europeos. Supongo que tendrá que ver también con las nuevas tendencias de deseabilidad erótica: cuanto más primitivo parezca uno, menos complejos parece arrastrar, menos inhibiciones, más libido. También el freudismo hizo lo suyo por asalvajar nuestra visión del hombre.
Basta con mirar esas gentes españolas que lucen gorras con la visera al revés, al modo americano, prendas pseudodeportivas y holgadas, de colores chillones, vestidas a la manera de los negros suburbiales de Nueva York. Basta con escuchar esos "raps" selváticos, acompañados de ritmos electrónicos machacones, que no hace mucho eran ritmos de tam-tam. El gusto de nuestra juventud se ha africanizado, haciendo Norteamérica de mediadora. El Buen Salvaje es el Buen Africano que pretende nivelar en el viejo europeo, viejo aunque tenga quince años, el arte, las vestimentas, los ocios. Hasta en los colegios se incentiva el grafiti, se enseña "El Lazarillo de Tormes" o los villancicos por medio del rap. En los libros de Filosofía o de "valores éticos" hechos para la educación secundaria aparecen fotografías de Michael Jackson o de Prince. Africanizar es americanizar y viceversa, y todo bajo la excusa intachable de "hay que llegar a la juventud". Lo que no sabe el profesor es que el arquetipo del Buen Salvaje ya había llegado muchos años antes que él: los hippies, el rock, el "sexo, drogas y rock & roll". El imperio yanqui es el gran "asalvajador" del viejo mundo europeo, cristiano y derrotado.
El siglo XX ha sido el siglo de la "salvajización" general de las naciones europeas. Hay en toda la centuria una especie de nostalgia por la barbarie y por el salvajismo.
La nostalgia por la barbarie ha sido monopolizada más bien por el nazismo y otros movimientos afines. El bárbaro, a diferencia del salvaje, aun siendo rudo, es guerrero que acepta monarcas y caudillos, es fuerte y, aunque violento, reconoce la nobleza, la lealtad y las metas altas. El bárbaro, aunque destruye civilizaciones, también puede aprender de ellas. De hecho, los godos o los francos parieron Europa tratando de ser romanos. He aquí que el bárbaro, si es afín racialmente a un arquetipo racial favorito, aparece como bello en las iconografías belicistas: el vikingo, el celta, el germano. Pueblos todos que fueron ancestros directos de las naciones de Europa, pero que en el arquetipo nostálgico aparecen purgados de influjos mediterráneos (grecorromanos), influjos que impedirían la clara visión de esa rudeza, de ese vigor físico y de esa hermosura de cuerpo que la extrema derecha o el nacionalsocialismo a veces admira y ansía.
Pero lo de la izquierda es la nostalgia por el salvajismo. El salvaje se halla un escalón por debajo del bárbaro, y en una grada mucho más distante de la civilización. El salvaje, y no tanto el bárbaro, está en comunión plena con la Naturaleza, y él mismo se presenta como Naturaleza. La forma humana con que se nos presenta el Salvaje es, diríamos, casi un accidente. La desnudez de su cuerpo y la absoluta rotundidad ingenua con que lo exhibe nos avisa de un hecho: que el individuo ha desaparecido, que el individuo es mera apariencia y fachada de una madre naturaleza indiferenciada. Ese cuerpo desnudo y animalizado en medio de flora y fauna exuberante, nos informa de que hay una clase de animalidad más, la animalidad a la que damos en llamar Hombre. Animalidad requerida por el capitalismo mundial, pero animalidad estéril. El nuevo salvaje no debe tener hijos. Y, comoquiera que para los propósitos etnomasoquistas del hombre europeo (enfermo y decadente) esa pérdida de la individualidad también es pérdida de la voluntad personal, esa clase de humanidad animal asalvajada representa un descanso, un alivio. Buscando la muerte civilizatoria, el aflojamiento de la voluntad, la nostalgia del salvajismo se aceleró y se intensificó. A diferencia de la nostalgia de la barbarie (nacionalsocialista, extrema derecha), la nostalgia del salvajismo es de izquierdas (anarquista, contracultural, ecologista…) en la más genuina tradición cínica. El "triunfo de la voluntad" (por rememorar una famosa película) dio paso a la "negación de la voluntad". El gusto por el Buen Salvaje de la izquierda senil europea es solidario de su esencial nihilismo.
Sólo con estas reflexiones me explico los tatuajes, los piercings, la africanización estética y musical, la sustitución de la melodía por el tam-tam-chunda-chunda, la promiscuidad pública, la fobia al clasicismo, la sustitución de la danza por meneos febriles, la sobre-erotización de la vida, el declive de la elegancia. Se trata de puro nihilismo. El Buen Salvaje, agazapado tras el democratismo, la igualdad, la fraternidad y la guillotina, venía bien pertrechado con su lanza envenenada para clavárnosla en la Voluntad, órgano y motor de nuestra vieja y esplendorosa Civilización.