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Carlos X. Blanco
Domingo, 31 de Diciembre de 2017 Tiempo de lectura:

Podemismo (y lo que lleva dentro)

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En los tiempos que corren, cualquier cosa que "el pueblo" vote parece que debe ser ley. Es evidente que la democracia no es democratismo. El democratismo o, como Gustavo Bueno lo llama, el fundamentalismo democrático es una ideología, no una doctrina política. Este fundamentalismo es ideología en el sentido de "falsa conciencia", esto es, imagen deformada y manipuladora de la realidad. Hoy en día, más allá de la filfa de las izquierdas y las derechas, somos víctimas de ese fundamentalismo democrático que sancionaría y legitimaría la vuelta de la esclavitud, la antropofagia o el supremacismo racial, por poner algunos ejemplos, por el mero hecho de que unos papelitos depositados mayoritariamente en las urnas así lo mandaran.


Sucesos golpistas como los que están aconteciendo en Cataluña nos lo recuerdan tristemente: hay demasiada gente en Cataluña que cree que uniendo papelitos se puede a) romper con la legalidad, b) crear otra legalidad alternativa, c) tachar de "fascistas" y "represores" a quienes insisten en el respeto a las leyes y en la denuncia a los que han violado la legalidad.  Los tiempos que corren son tiempos de golpismo democratista, de fundamentalismo democrático y de extrema confusión entre la realidad y el deseo. También a esta confusión flagrante el profesor Bueno le dio nombre: el "pensamiento  Alicia". Alicia, en la obra de Lewis Carroll, se preguntaba qué habría al otro lado del espejo y con preguntárselo y desearlo, ya se vio a sí misma al otro lado. "Querer es poder".


El pensamiento Alicia, mucho peor que el utopismo, no consiste en crear una sociedad alternativa –futurista o lejana- que sirva de molde en base al cual criticar o enderezar la realidad social existente. En tal sentido, las utopías y anti-utopías, frente al modo de pensar de Alicia, son de gran utilidad al servicio de las reformas sociales o de la conservación de las instituciones y usos vigentes. La utopía se mantiene dentro del pensamiento crítico y el autor de utopías no "cree" en ellas, simplemente realiza su experimento mental o literario con el fin de destruir y cambiar aquello que juzga destruible o modificable, si es el caso, o para conservar y purificar aquello digno de ser conservado y mejorado. La República de Platón no es utópica en el sentido de "imposible" o alejada de la realidad: esta obra representa la crítica de una realidad concreta, una crítica que lleva al filósofo a decidir qué diablos debería ser la realidad, en este caso la realidad política de un Estado que habremos de llamar Estado Justo, entendido encarnación de la Justicia en sí.

 

Pero el pensamiento Alicia, muy al contrario, no ofrece una crítica de la realidad, un proyecto para transformarla, conservarla o depurarla. El pensamiento Alicia, según el célebre libro de Bueno, supone una desconexión de la realidad, una confusión de los deseos y las estructuras en que vive inmerso el sujeto. Tal confusión, o la idea falsa de que sólo "con más diálogo" o "buena voluntad" esa realidad es transformable, puede ser terrible. Aunque aparentemente signifique bondad,  optimismo antropológico y "sensibilidad", actitudes todas ellas con muy buena prensa en la actualidad, sin embargo puede esconder las más reaccionarias consecuencias y las más catastróficas consecuencias.


Cataluña, sólo un punto más que el resto de España, es víctima del pensamiento Alicia, presa de la realidad virtual, del fundamentalismo de las urnas, del "querer es poder". En toda Europa, en realidad, se ha propalado esa verdadera esclerosis y pereza del pensamiento que consiste en decir: "todo es proponérselo". Pero hay propósitos, incluso buenos, que nos llevan al abismo; hay votaciones muy "democráticas" que ofenden a la historia, a la ley y a la convivencia; y hay diálogos que nos llevan al suicidio, como hay manos tendidas que sólo sirven, en el mejor de los casos, para hacer de perchero.


Este "pensamiento Alicia" se inició en España en la era de Zapatero, aunque los presidentes de gobierno anteriores ya habían esparcido sus semillas. Se pretende, como eje de las actuaciones oficiales, "hacer un mundo mejor", entendiendo la mejoría como un resultado ineluctable de diálogos inacabables, como si los diálogos no incluyeran las categorías de diálogos entre besugos o diálogos con terroristas, charlas con malnacidos o tertulias con enemigos objetivos. Este zapaterismo ha calado muy hondo en la sociedad española, y su versión en boca de aprendices de "sans culottes" consiste precisamente en el ideario podemista. El partido político supuestamente "sans culotte", Podemos, junto con su galaxia de franquicias regionales, no parece disponer de otra ideología ni de mejor argumentario que la radicalización populista del Pensamiento Alicia.

 

Podemos es la hipérbole del zapaterismo. Lo curioso de este optimismo antropológico ("todo el mundo es bueno", "estos atentados se justifican por…", "si Occidente no hubiera hecho…") del que hace gala el  podemismo resulta, a la vez, muy dado a trazar férreas líneas separadoras: "ellos" (fascistas, casposos, españolistas, retrógrados) y "nosotros" (avanzados, progresistas, dialogantes). Los buenos caen a su lado sin exclusión. Es la situación, y nada más que la situación la que lleva al podemista a decidir quién es amigo y quién el enemigo. Por eso, como dijo Pablo Iglesias, ese Maquiavelo adolescente, hay que aliarse con el diablo, si es preciso. No ha pensado que es el diablo el que ha podido elegirle a él.


Este relativismo decisionista del fundamentalismo democrático ha emponzoñado notablemente la lucha política española reciente. En aquellos tiempos en que había una doctrina, deleznable, pero doctrina, en el PCE, era posible manejar la idea marxista de un "enemigo político", junto con otras ideas aledañas: adversario -que no enemigo- , compañero de viaje, bloque hegemónico, etc. El comunismo anterior a la fundación de aquel engendro, envuelto en pieles de cordero,  engendro llamado Izquierda Unida, mantenía una línea de racionalidad interna en su ideología, unos ejes de coordenadas para discriminar amigos, enemigos, aliados coyunturales, etc. Nada de esto existe ahora en el partido podemista y en sus franquicias separatistas.

 

Imbuidos en un espíritu calvinista ultrapuritano al cien por cien, y a pesar de sus declaraciones explícitas en las que muchos presumen de ser unos "sin-dios", la fe democratista, el fundamentalismo democrático incurable, les lleva religiosamente a no ver "veleidades pequeño-burguesas" en sus compañeros de viaje, ni tampoco "víctimas del oscurantismo" que habría de redimir. Un comunista de los de antes no aceptaría velos de mujeres ni consignas islamistas en sus filas, ni aceptaría el supremacismo soberanista, asimétrico e insolidario al estilo del defendido por algunos vascos o catalanes.

 

Con supremacistas o supersticiosos en materia religiosa, el podemismo, que no el verdadero comunismo, quiere diálogo y más diálogo, y en ellos, diablescos compañeros de viaje, ve la palanca para su cambio y para la agitación. Con otros, de diálogo nada. Por supuesto, admiten, ciegos –y fanáticos-, que el cambio y la agitación, en sí mismos, son cosas estupendas. Y creen, algunos tontunamente, otros con maquiavelismo adolescente, creen de veras que la palanca de los supremacistas y soberanistas, tanto como la palanca maurófila e islamizante, servirá a sus propósitos.

 

Los "compañeros de viaje" del marxismo venido a menos, marxismo irreconocible y convertido en hez, han llegado a ser algo más que compañeros, socios, aliados, meras "minorías oprimidas" a las que habría que apoyar. Son, por el contrario, los únicos reclutas de este ejército de cuento de hadas. Llegó el momento en que el proletariado, como en un negativo de celuloide (como clase complementaria en el sentido lógico), representa precisamente al elemento pequeñoburgués más caprichoso, más egoísta, más autosatisfecho, aquel sector rentista o parasitario (en grados diversos) que ha venido a la Política a "hablar de lo suyo". El podemismo defiende a los que "quieren hablar de lo suyo" y no de lo común, de lo general. Y lo suyo  ¿qué es? El privilegio.


Con Nietzsche hemos aprendido que aquel que habla de derechos en realidad está hablando de privilegios: privilegio de ser nación dentro de la España plurinacional (pagar menos y chupar más del bote), privilegio de ser musulmán (que se adapten los demás a mí y yo no me adapto en nada a lo de ellos), privilegio de ser fémina y hacer del feminismo una ideología obligatoria, privilegio de no ser heterosexual, privilegio de… El pensamiento fundamentalista democrático no acepta a quien no comparte esta visión santificadora de los privilegios. Es un pensamiento que detesta la realidad y por eso la combate. Es pura ingeniería social. Si no le gusta esa cosa frágil y falible que se llama "ser humano", se empeña en modificarla. Y si el Hombre Nuevo no llega por medio de la reeducación, la propaganda o los planes quinquenales, el hombre mismo se liquida vía decreto. El "buenismo" u optimismo antropológico de la progresía podemista es sólo una fachada. En su interior más oscuro, en la cloaca de su inconsciente, late un desprecio infinito hacia la humanidad y hacia las instituciones civilizadas.

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