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Raúl González Zorrilla, director de La Tribuna del País Vasco
Viernes, 19 de Enero de 2018 Tiempo de lectura:

Lo que escribí entonces: "El martirio de San Sebastián"

Hace 25 años, en una noche como esta, la banda terrorista ETA asesinaba de un disparo en la nuca al empresario hostelero José Antonio Santamaría. El atentado tuvo lugar en la sociedad gastronómica Gaztelupe, situada en el centro del barrio viejo de San Sebastián. Lo que sigue a continuación es lo que escribí tras este crimen en las páginas de los principales periódicos vascos.

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El Martirio de San Sebastián (19 de Enero de 1993)

 

Atacada en lo más profundo de su corazón social, insultadas sus instituciones más representativas y desprestigiadas hasta la saciedad o la vergüenza sus fiestas más tradicionales, San Sebastián se enfrenta ahora, muchos siglos después de que muriera el santo que dio nombre a la ciudad, a un martirio similar al que sufrió éste, soportando la radical intolerancia, el fanatismo y el terror gratuito de los que nunca han aprendido a vivir en libertad.

 

Son ya muchos, sin duda siempre demasiados, los años que llevamos en el País Vasco aguantando el salvajismo, la brutalidad y el miedo impuestos por todos aquellos que recurren a la violencia como única manera de imponernos su doctrina absurda y delirante. Son muchos años ya de ver nuestros asfaltos empapados de sangre, de sufrir el chantaje indiscriminado de quienes se ven a sí mismos como los salvadores de este pueblo y de sentir esa impotencia absoluta que te obliga a tragarte las lágrimas, a callarte los insultos y a taparte los oídos para no escuchar a los bárbaros demandar más sangre, más horror y más muerte.

 

Conocemos como pocos la tragedia que surge cada vez que una nueva persona es asesinada y, a lo largo de los tiempos, hemos ido elaborando un sofistica proceso de autismo social que nos salvaguarda de la esquizofrenia constante que provoca el vivir rodeados de animales humanos que lanzan vivas a los sicarios del tiro en la nuca y del coche bomba.

 

Así hemos ido pasando el tiempo, condenando atentados, promulgando pésames en serie y repitiendo de carrerilla todas esas lamentaciones estereotipadas que lloran que se produzcan semejantes actos de barbarie y de fácil destrucción de lo más preciado que tenemos: la vida. Pero, paralelamente, entre quejas, lágrimas y politiqueos escasamente efectivos con quienes todavía se atreven a alabar cualquier acción terroristas, nos hemos impuesto a nosotros mismos un pacto secreto que nos garantiza, cada vez que se produce una nueva muerte o un nuevo acto de intolerancia, seguir con nuestra propia vida, con nuestra existencia como cuerpo social que avanza, que se mueve y que no puede detenerse a pesar de todos los pesares.

 

Este principio falso e hipócrita de "seguir pese a todo" ha cosechado, especialmente en San Sebastián, unos resultados realmente terroríficos y profundamente patéticos. Bajo la cantinela impotente y dolorida de "la fiesta debe continuar" muchos ciudadanos de esta ciudad se han acostumbrado, por ejemplo, a escuchar el ulular de las ambulancias mientras estallan los fuegos artificiales, a mezclar el ritmo de las charangas con el crepitar de los autobuses incendiados por los terroristas de la "kale borroka" (violencia callejera) y, desde el pasado martes 19 de enero de 1993, a ver pasar coches fúnebres por delante de las tamborradas. Ninguna sociedad puede soportar, sin ver alterada su cohesión grupal y su salud colectiva, semejantes escenas, propias de un tétrico y trágico "Twin Peaks" local, autóctono y, desde luego, mucho más sanguinario que el de David Lynch.

 

En este sentido, el reciente asesinato de José Antonio Santamaría, en una sociedad gastronómica y en pleno centro del barrio viejo de la ciudad, marca un punto de no retorno en este principio básico que antes señalábamos. Además de ser, como todos, un crimen indecente, brutal e inhumano, traicionero como pocos, e injustificable desde cualquier punto de vista, el atentado contra este miembro destacado de nuestra comunidad es un ataque a la ciudad misma, a su historia, a su tradición, a sus costumbres y al trabajo y al tesón de todos los hombres y mujeres que la han construido a lo largo de los siglos. Al producirse en las horas más especiales del día grande de San Sebastián, el asesinato de este ser humano ha conseguido, primero, sembrar el terror eliminando una nueva vida disidente, y, en segundo lugar, convulsionar a una ciudad, nuestra ciudad, insultarla, pisotearla y mancillarla con sangre inocente. Es imposible producir más daño y más dolor en esa inmensa mayoría de ciudadanos donostiarras que solamente desean disfrutar de su ciudad, sentirse orgullosos de ella y recordarla como el lugar donde aprendimos a amar, a reír y a vivir. Desgraciadamente, y este mal ya no nos lo quita nadie, también la recordaremos siempre como el lugar donde aprendimos a sentir la muerte, a palpar el odio y a ver de cerca el rostro demoníaco del fascismo más atroz y más destructivo.

 

A José Antonio Santamaría le han asesinado y, al mismo tiempo, los criminales nos han matado un poco a todos. Con todos los crímenes ha sido así, pero nunca lo habíamos visto tan de cerca, tan palpable, tan claramente. Por si alguien alguna vez lo había dudado, ahora ya sabemos que los asesinos no solamente quieren matar a los individuos, sino que también quieren castigar a la sociedad vasca que los acoge y donde éstos se sienten orgullosos de sus vidas. Fundamentalmente, los fascistas de ETA y sus cómplices de HB desean destruir lo más preciado que tenemos: nuestros ritos, nuestras músicas, nuestros recuerdos y nuestras fiestas.

 

San Sebastián, el mártir, murió por no renunciar a sus ideas, a sus principios, a sus creencias. Él estaba en desventaja, no podía luchar. Nosotros, sí. Podemos combatir perdiendo el miedo al chantaje de los violentos, diciendo muy claro que esta ciudad no quiere asesinos en sus calles ni apologetas de la violencia en sus plazas, y, sobre todo, declarando, oficialmente, personas "non gratas" y desterrando de esta urbe a todos aquellos que no respeten las esencias más sagradas de la misma, entre las que, indudablemente, se encuentra la paz. San Sebastián no quiere a los asesinos, Euskadi no les necesita y este pueblo no puede asimilar más ofensas que las que ya ha recibido. Que nunca nadie olvide que una vértice de esta ciudad se levanta una hermosa paloma de la paz y que, en el otro extremo, se alza un "Peine de los Vientos" que da forma a la libertad y la tolerancia que nos son intrínsecas y que nunca vamos a perder. Aunque a algunos les pese.

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