El Renault sin sellar. De Lenin a Puigdemont
Distan un siglo, un año y un mes desde un hecho y otro, pero seguro que a muchos la coincidencia les habrá venido a la mente.
Corría el mes de abril del año 1917. En la Spiegelgasse de Zurich -nos cuenta Stefan Zweig en “Momentos estelares de la humanidad” (Acantilado, pg. 273-287)- vivía un exiliado político. Procedía de Rusia, ese era el único dato que la mayoría de sus vecinos tenían de él. Quiso retornar a su país para realizar la revolución del proletariado. Pero la pregunta era, ¿por dónde hacerlo? Alemania era territorio enemigo y ningún ciudadano ruso podía pasar por suelo alemán. Más he ahí que el exiliado ruso recibe más facilidades por parte de la enemiga Alemania que de la aliada Francia. El Kaiser pensó que el retorno de aquel revolucionario a su país incendiaría Rusia, debilitando el frente del este. Alemania se veía vencedora en la gran guerra permitiéndolo pasar. Se decide sellar, precintar un tren en el que se acomoda a varios revolucionarios rusos, entre ellos Stalin. Ludendorff, conocedor del hecho, se frota las manos. El ruso, de nombre Vladimir Ilich Ulianov deja la casa del zapatero remendón –parece que todo mal se origina en casa de Zapateros, aunque no hay que exagerar- en la que se alojaba en la Spiegelgasse y cruza Alemania.
Lenin, apodo de aquel hombre, toca suelo ruso en Finlandia, entonces aún parte del Imperio ruso, y que no conseguirá su independencia hasta ocho meses después de la llegada de aquel tren sellado, en diciembre de 1917.
Zweig nos dice en su relato que en la Gran Guerra fueron muchos los proyectiles que se lanzaron, pero ninguno tendría consecuencias tan letales como este proyectil en forma de tren que pasó por las entrañas de Alemania.
Un siglo, un año y un mes después, nuestro segundo personaje, no precisamente tan calvo como el primero, pero con una cabeza que, de dejarla libre, tendría consecuencias casi tan peligrosas como las del primero, emprende un viaje similar, viaje de dirección inversa a la del revolucionario, de Finlandia a Bélgica, pasando por Alemania. No es un tren sellado el proyectil incendiario, sino un Renault Espace en el que la pelambrera de quien lo conduce se deja ver con facilidad.
Alemania, esta vez sí, reconoce el peligro. Este segundo personaje no es tan listo como Lenin, no ha leído tanto, no tiene una mente tan asesina, aunque coinciden en una patológica cobardía, estudiada psiquiátricamente en el caso del primero, aún por estudiar en el segundo, que no se trata de un santo, sino de un peligroso incendiario.
Se trata de alguien que ha prostituido las palabras libertad y democracia, poniéndola en boca de dos millones y medio de secuaces, dando así un golpe de Estado que puede ser la mecha para otros similares en Europa, una Europa decadente, donde el poder estatal tiende a diluirse en beneficio de intereses económicos de élites, pero una Europa que aún respeta la integridad de las naciones, sabiendo que los nacionalismos separatistas son una enfermedad de consecuencias demasiado costosas y de efectos devastadores.
Pero a diferencia del primer viajero, el segundo viajero no llega a su destino. No cruza Alemania. Ahora que las relaciones franco-alemanas son buenas, habrán caído las autoridades alemanas en un pensamiento de Pascal: “Los mayores males de los hombres nacen por no saber estos quedarse quietos en un cuarto por mucho tiempo y en soledad”.
Esperemos que los jueces sean generosos con este incendiario, tan barato como peligroso, y que por su bien le apliquen la cura pascaliana.
Distan un siglo, un año y un mes desde un hecho y otro, pero seguro que a muchos la coincidencia les habrá venido a la mente.
Corría el mes de abril del año 1917. En la Spiegelgasse de Zurich -nos cuenta Stefan Zweig en “Momentos estelares de la humanidad” (Acantilado, pg. 273-287)- vivía un exiliado político. Procedía de Rusia, ese era el único dato que la mayoría de sus vecinos tenían de él. Quiso retornar a su país para realizar la revolución del proletariado. Pero la pregunta era, ¿por dónde hacerlo? Alemania era territorio enemigo y ningún ciudadano ruso podía pasar por suelo alemán. Más he ahí que el exiliado ruso recibe más facilidades por parte de la enemiga Alemania que de la aliada Francia. El Kaiser pensó que el retorno de aquel revolucionario a su país incendiaría Rusia, debilitando el frente del este. Alemania se veía vencedora en la gran guerra permitiéndolo pasar. Se decide sellar, precintar un tren en el que se acomoda a varios revolucionarios rusos, entre ellos Stalin. Ludendorff, conocedor del hecho, se frota las manos. El ruso, de nombre Vladimir Ilich Ulianov deja la casa del zapatero remendón –parece que todo mal se origina en casa de Zapateros, aunque no hay que exagerar- en la que se alojaba en la Spiegelgasse y cruza Alemania.
Lenin, apodo de aquel hombre, toca suelo ruso en Finlandia, entonces aún parte del Imperio ruso, y que no conseguirá su independencia hasta ocho meses después de la llegada de aquel tren sellado, en diciembre de 1917.
Zweig nos dice en su relato que en la Gran Guerra fueron muchos los proyectiles que se lanzaron, pero ninguno tendría consecuencias tan letales como este proyectil en forma de tren que pasó por las entrañas de Alemania.
Un siglo, un año y un mes después, nuestro segundo personaje, no precisamente tan calvo como el primero, pero con una cabeza que, de dejarla libre, tendría consecuencias casi tan peligrosas como las del primero, emprende un viaje similar, viaje de dirección inversa a la del revolucionario, de Finlandia a Bélgica, pasando por Alemania. No es un tren sellado el proyectil incendiario, sino un Renault Espace en el que la pelambrera de quien lo conduce se deja ver con facilidad.
Alemania, esta vez sí, reconoce el peligro. Este segundo personaje no es tan listo como Lenin, no ha leído tanto, no tiene una mente tan asesina, aunque coinciden en una patológica cobardía, estudiada psiquiátricamente en el caso del primero, aún por estudiar en el segundo, que no se trata de un santo, sino de un peligroso incendiario.
Se trata de alguien que ha prostituido las palabras libertad y democracia, poniéndola en boca de dos millones y medio de secuaces, dando así un golpe de Estado que puede ser la mecha para otros similares en Europa, una Europa decadente, donde el poder estatal tiende a diluirse en beneficio de intereses económicos de élites, pero una Europa que aún respeta la integridad de las naciones, sabiendo que los nacionalismos separatistas son una enfermedad de consecuencias demasiado costosas y de efectos devastadores.
Pero a diferencia del primer viajero, el segundo viajero no llega a su destino. No cruza Alemania. Ahora que las relaciones franco-alemanas son buenas, habrán caído las autoridades alemanas en un pensamiento de Pascal: “Los mayores males de los hombres nacen por no saber estos quedarse quietos en un cuarto por mucho tiempo y en soledad”.
Esperemos que los jueces sean generosos con este incendiario, tan barato como peligroso, y que por su bien le apliquen la cura pascaliana.