No todo el mundo sirve para estudiar
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Todo maestro y profesor lo ha vivido en los últimos años. Un necio, un gamberro, un delincuente, o poco más o menos, menor de edad, se sienta de forma pertinaz en las aulas desafiando a toda autoridad, desconociendo normas, molestando y alterándolo todo. Pero la ley le reconoce y respeta como alumno que, a pesar de los pesares, goza de un sagrado "derecho a la educación". Quienes le soportan y le padecen, especialmente los demás compañeros de clase que sí desean educarse, apenas cuentan. Ellos no tienen tanto "derecho a la educación" como el susodicho a pesar de que estudian, cumplen, obedecen, respetan. El derecho de la minoría aplasta el derecho de los más.
Todos los educadores, y muchos padres y alumnos, somos conocedores de esto. Es el escándalo de los tiempos actuales. La igualdad, como tantas abstracciones, es la tarjeta verde que permite cometer fechorías. La igualdad ante unos servicios educativos que el Estado ha convertido en obligatorios. La igualdad de oportunidades y el derecho universal a recibir educación, como dogmas del nuevo fanatismo. Igualarnos a todos en cuanto a hacer lo que nos dé la gana. Quien más obstruye y más hiere, ese es intocable. Ese es más igual que otros iguales.
La raíz de que no se aprenda nada en nuestros centros escolares se resume en unas pocas palabras: la religión de la igualdad y la integración. Hasta que no nos liberemos de la secta de los "igualitarios" y de los pedagogos "integradores" no tendremos solución. Analicémoslo.
Nunca hubo sociedad, un poco elevada por encima del primitivismo, que fuera igualitaria. Dios, o la Naturaleza, nunca fueron fuerzas que entregaran lotes de talento y capacidad con exacta medida a cada ser que se asomara al mundo. Nunca se hizo reparto equitativo en la intención de modo tal que un beneficiado no llegara a sentir envidia del otro, quejándose aquel por la ración entregada. Pues aunque las fuerzas divinas y cósmicas se esmeraran con celo de matemático, se sabe que la envidia ante expedición de lo racionado y distribuido no depende de una tasa fija y objetiva, sino de la percepción subjetiva de cuánto el Cielo, el Estado o un donante le tiene a cada uno de sus hijos prometido. Y es que la envida humana siempre aparece, aun en el régimen más igualitario y nivelador, y el hecho mismo de dar a todos ración idéntica puede ser visto como injusto y desmerecedor según quién.
El socialismo entendido en términos de reparto es un imposible. Es una labor estéril ensayar un "reparto equitativo de los bienes" a tenor de lo expuesto arriba, ya que los bienes difícilmente van a ser tasados y distribuidos haciendo abstracción de la estructura real de una sociedad, una donde existen, querámoslo o no, privilegios, diferencias, méritos, capacidades y líneas de partida muy diversas, plurales e inconmensurables, según fijemos la mirada en individuos, en grupos, en territorios o en sectores.
Destacados pensadores "no igualitarios", empezando por la casi generalidad de los filósofos clásicos, hasta nuestros más próximos en el tiempo, Nietzsche, Ortega, Spengler, o Fernández de la Mora, por citar sólo unos pocos, se han dedicado a mostrar la incompatibilidad de una comunidad orgánica, civilizada y no bárbara, con el igualitarismo romo y envidioso que se inició con la Revolución de 1789. Fechamos aquí el origen de la Religión de la Igualdad, si es que no hubo ya un igualitarismo basado en la envidia en todos aquellos "mendigos voluntarios" conocidos en la antigüedad (escuela cínica, el cristianismo primitivo como "proletariado" de la Roma decadente, la "religión del rebaño", etc.).
Los estados modernos, altamente burocratizados y tecnificados, no hallan mejor justificación de su existencia que ésta de prodigar bienes y servicios básicos a todo el mundo, "especialmente a quienes no se los puedan pagar". Es por esto que cada mañana, al leer o escuchar noticias, nos topamos de bruces con un nuevo "derecho", inventos casi diarios que harían estremecer a los más revolucionarios y a los más quejicosos pensadores que han plantado barricadas a la desigualdad.
No albergo la más remota idea de lo que habrían pensado los revolucionarios de otros días ante los nuevos derechos proclamados: "derecho a la banda ancha de internet", "derecho a cambiar de sexo", "derecho a la renta básica". Este curso creativo que ha tomado la Humanidad, en realidad el Occidente opulento, tendente a inventarse derechos no conquistados, sino otorgados por un Estado providente que los reconoce, los sanciona, los ondea y los promueve, nada tiene que ver con la dialéctica históricamente efectiva de los derechos del hombre, los cuales eran derechos conquistados antes que proclamados o dispensados por el Estado.
La jornada de ocho horas, o la prohibición del trabajo infantil fueron conquistas inmersas en luchas sangrientas, fueron resultados reales de un paralelogramo de fuerzas siempre a punto de desdibujarse, y en donde el poder del Estado-nacional canónico no era más que un componente entre otros muchos que salían a la guerra de clases con la escopeta cargada.
Pero de éstos "nuevos derechos" hemos de desconfiar, y mucho. Somos nosotros, ciudadanos de a pie, quienes deberíamos tener la escopeta cargada de prevenciones cuando el Estado, y sus aparatos de propaganda, se presentan en nuestras casas o en las escuelas, a veces ante la cándida mirada de nuestros hijos, impartiendo doctrina sobre nuevos repartos y ampliaciones de derechos y sobre la necesidad de los mismos.
Hay que sospechar. A muchos nos está dando la impresión de que la nueva generación de derechos es una mutación genética, a menudo aberrante y letal, a partir del organismo formado por las tres generaciones ya consagradas en la Declaración de 1948: 1) derechos individuales y referidos a la libertad personal de conciencia, dignidad y movimientos, 2) derechos sociales y laborales, y 3) derechos de colectivos de personas especialmente vulnerables y objeto de injusto menoscabo.
En el parto y nacimiento de estas tres generaciones de derechos, especialmente en las dos primeras, hubo grandes luchas y sufrimientos como antesala de su proclamación, de modo tal que la "proclamación" y la plasmación jurídica de los mismos no serían nada sin la efectiva transformación de la sociedad que hizo posible su ulterior reconocimiento.
Pero en la ideología de los Derechos Humanos, una ideología que se asemeja cada día más a una religión fanática, hay una apertura creativa a nuevos derechos, una lista que parece no tener fin, y esta apertura parece que forma parte de un programa recurrente, de un rodaje "a piñón fijo", de un ortograma, como diría Gustavo Bueno. Aunque nadie, o apenas una minoría, reclame estos "nuevos derechos" (derecho al aborto, derecho a un sueldo vitalicio "básico", derecho a "decidir"…), su proclamación se impone por decreto o de ley, se inserta en el mecanismo de los Estados, y desde ellos se potencian artificialmente. Un Estado inventor y promotor de nuevos derechos que tiende a su auto-justificación y a su conversión en agencia transmisora de proyectos mundiales de transformación y superación de la propia especie humana.
Como quiera que los Estados se despojen a sí mismos de todo rastro de auténtica soberanía, esto es, de poder sobre las últimas decisiones, éstos se invisten, de forma compensatoria y sustitutoria, de nuevas atribuciones totalitarias. Pero es una clase de totalitarismo que no se engendra en su interior, pues ya no existe núcleo soberano auténtico en los estados nacionales y ya no se justifica por la propia sustentación del poder y la supervivencia de la patria. Es un totalitarismo dirigido desde lobbies privados, multinacionales, aunque estos poderes están muy entreverados con el aparato estatal. Los pueblos encerrados dentro de las fronteras de cada estado nacional creen obedecer sus normas y seguir sus directrices, cuando éstos estados, en realidad, los estados "liberales" y sus gobiernos, son cadáveres reanimados artificialmente por las grandes fuerzas financieras globalistas, potencias oscuras distribuidas por todo el planeta.
En el siglo XXI tenemos, como ya hemos dejado escrito, un "estado que mata antes de morir", un "estado zombi", cuyo poder coercitivo no es auténtico ni endógeno. Es un estado que admite incluso su propio auto-desmantelamiento y la liquidación de las bases sociales, étnicas, culturales, espirituales y económicas que le dieron razón de ser. Porque es un estado moribundo y rehén. El estado nacional del siglo XXI, y de manera muy especial el de España, me recuerda la triste figura de esos prisioneros de campos de exterminio, que prolongan su miserable vida haciendo zanjas para enterrar a los ejecutados, sabiendo que cualquier día la zanja que él abre con sudor para alojar la muerte de sus hermanos alojará un día su propio cuerpo, a la par que trata de ganar favores de sus captores, haciendo labores de vigilante de sus propios compañeros de presidio. El estado ya está traicionando a su pueblo, y legisla en su contra, por medio de falsos igualitarismos y nuevos derechos que el pueblo beneficiario nunca ha reclamado.
Nunca dejaré de asombrarme cuando los pedagogos, inspectores, legalistas y leguleyos, autoridades y prebostes de todo jaez, nos invocan y proclaman la "Igualdad" incluso en la enseñanza, incluso para quien incumple, obstruye, desprecia, agrede, insulta, ofende en el interior de los centros de enseñanza. Mi razón y sentido común se ofenden cuando tamañas autoridades y expertos, por no hablar de políticos profesionales, acuden a su convencido y obligatorio igualitarismo para referirse a individuos a quienes no se les puede marginar, a quienes hay que "integrar" encerrándoles en clase, con todo lo que ello implica, causando con ello mal ejemplo entre los demás menores discentes, empeorando el clima de enseñanza, haciendo que nadie aprenda nada, que nadie enseñe nada, enrareciendo el ambiente y la convivencia, la sociedad entera. Cuando alguien habla entonces de "igualdad", la sociedad entera misma, como un solo león armado con zarpas y fauces, debería oponer otro principio, el principio de Justicia, y forzar a tales sofistas del igualitarismo a que se quedaran ellos, en sus quietos y calmos hogares, tratando con tales alumnos "disruptivos" elementos de discordia, ejemplos máximos de parasitismo y desvergüenza.
Hay datos escalofriantes acerca de lo que se hace con nuestro dinero. Con nuestro dinero se dan subvenciones y ayudas a individuos que han desaprovechado todas las oportunidades que le ofrecía el sistema para formarse. Individuos que, con descaro y petulancia, han ido al instituto cuando les vino en gana, han insultado a profesores y acosado a compañeros, han suspendido todas las materias y jamás han traído su libro a clase o sus deberes hechos. Pues bien, individuos así han obtenido –y siguen haciéndolo- su titulación en educación secundaria a través de los programas llamados de "garantía social", "mejora del aprendizaje", "diversificación curricular" y "formación profesional básica". Han conseguido el título que a la gente normal y cumplidora le supone un esfuerzo y una disciplina. Hay individuos y familias que, en premio por no haber colaborado con nadie, por no haberse dejado ayudar, por molestar y maltratar, obtienen su título y su paguita. En España se están dando casos, incluso, de familias y sagas familiares especializadas en procrear tal clase de personas en número suficiente como para ir acumulando paguitas y vivir de rentas, sin trabajar, vivir de la matriculación oficial de muchachos en centros públicos de enseñanza. Porque si los matriculan en un centro de enseñanza obligatoria, sin más condicionantes, ya obtienen la paguita.
Se ha perdido de vista el verdadero sentido de la meritocracia. Las personas de mérito, quienes poseen más talento y a sí mismas se exigen más, son las verdaderas maltratadas, las marginadas en esta sociedad decadente. El poder, que es un poder que maneja al propio Estado como un títere, se alía a determinados colectivos que, dadas unas características específicas, reciben alborozados las dádivas que le caen de presupuesto nacional. Tales colectivos en acoplamiento perfecto con el neo-funcionariado de las ONGs forman verdaderas zarpas que agarran al ciudadano medio, a la clase trabajadora, al autónomo, al empresario, al autóctono, al contribuyente de a pie. Lo agarran por sus partes y por el cuello y le fuerzan a que acepte sumisamente la situación. Le dicen que debe pagar dos veces por la educación de sus niños, una, para sufragar la renta social de las familias "matriculadoras" de vástagos con fracaso escolar, y otra, para pagar un centro privado en donde pueda refugiar a su hijo de tan malas influencias. Los españoles autóctonos y contribuyentes somos los más tontos de esta película, los tontos del bote. Pagamos y honramos a quien nos destroza y paraliza. Sufragamos por ley y sin rechistar el más burdo parasitismo, que es el que anida en nuestra escuela.
Y si se quiere cortar de raíz ese parasitismo hay que asumir un principio que, antes de la tétrica ingeniería social de hoy, todo español asumía. Lo asumían mis padres, lo asumían mis abuelos: no todo el mundo sirve para estudiar. Todo el mundo lo asumía antes de que la ideología de los "derechos humanos" cayera del cielo de la UNESCO, la ONU, la UE y todos los demás cielos estrellados adonde iremos a estrellarnos todos.
No todo el mundo sirve para estudiar. No todo el mundo sirve para lo mismo. Somos desiguales por naturaleza. La naturaleza humana es plural, multiforme. No se debe meter en el mismo tipo de aulas y centros a todo el mundo. Hay que seleccionar. Hay que jerarquizar, hay que mimar al talento, hay que promover el genio, hay que recompensar el esfuerzo. La igualdad de oportunidades, que no la igualdad en abstracto, es un principio de vida honesta que siempre tiene limitaciones y exige reciprocidades, reclama respuestas: te damos escuela si la aprovechas, y si no, ahí tienes el tajo.
Todo maestro y profesor lo ha vivido en los últimos años. Un necio, un gamberro, un delincuente, o poco más o menos, menor de edad, se sienta de forma pertinaz en las aulas desafiando a toda autoridad, desconociendo normas, molestando y alterándolo todo. Pero la ley le reconoce y respeta como alumno que, a pesar de los pesares, goza de un sagrado "derecho a la educación". Quienes le soportan y le padecen, especialmente los demás compañeros de clase que sí desean educarse, apenas cuentan. Ellos no tienen tanto "derecho a la educación" como el susodicho a pesar de que estudian, cumplen, obedecen, respetan. El derecho de la minoría aplasta el derecho de los más.
Todos los educadores, y muchos padres y alumnos, somos conocedores de esto. Es el escándalo de los tiempos actuales. La igualdad, como tantas abstracciones, es la tarjeta verde que permite cometer fechorías. La igualdad ante unos servicios educativos que el Estado ha convertido en obligatorios. La igualdad de oportunidades y el derecho universal a recibir educación, como dogmas del nuevo fanatismo. Igualarnos a todos en cuanto a hacer lo que nos dé la gana. Quien más obstruye y más hiere, ese es intocable. Ese es más igual que otros iguales.
La raíz de que no se aprenda nada en nuestros centros escolares se resume en unas pocas palabras: la religión de la igualdad y la integración. Hasta que no nos liberemos de la secta de los "igualitarios" y de los pedagogos "integradores" no tendremos solución. Analicémoslo.
Nunca hubo sociedad, un poco elevada por encima del primitivismo, que fuera igualitaria. Dios, o la Naturaleza, nunca fueron fuerzas que entregaran lotes de talento y capacidad con exacta medida a cada ser que se asomara al mundo. Nunca se hizo reparto equitativo en la intención de modo tal que un beneficiado no llegara a sentir envidia del otro, quejándose aquel por la ración entregada. Pues aunque las fuerzas divinas y cósmicas se esmeraran con celo de matemático, se sabe que la envidia ante expedición de lo racionado y distribuido no depende de una tasa fija y objetiva, sino de la percepción subjetiva de cuánto el Cielo, el Estado o un donante le tiene a cada uno de sus hijos prometido. Y es que la envida humana siempre aparece, aun en el régimen más igualitario y nivelador, y el hecho mismo de dar a todos ración idéntica puede ser visto como injusto y desmerecedor según quién.
El socialismo entendido en términos de reparto es un imposible. Es una labor estéril ensayar un "reparto equitativo de los bienes" a tenor de lo expuesto arriba, ya que los bienes difícilmente van a ser tasados y distribuidos haciendo abstracción de la estructura real de una sociedad, una donde existen, querámoslo o no, privilegios, diferencias, méritos, capacidades y líneas de partida muy diversas, plurales e inconmensurables, según fijemos la mirada en individuos, en grupos, en territorios o en sectores.
Destacados pensadores "no igualitarios", empezando por la casi generalidad de los filósofos clásicos, hasta nuestros más próximos en el tiempo, Nietzsche, Ortega, Spengler, o Fernández de la Mora, por citar sólo unos pocos, se han dedicado a mostrar la incompatibilidad de una comunidad orgánica, civilizada y no bárbara, con el igualitarismo romo y envidioso que se inició con la Revolución de 1789. Fechamos aquí el origen de la Religión de la Igualdad, si es que no hubo ya un igualitarismo basado en la envidia en todos aquellos "mendigos voluntarios" conocidos en la antigüedad (escuela cínica, el cristianismo primitivo como "proletariado" de la Roma decadente, la "religión del rebaño", etc.).
Los estados modernos, altamente burocratizados y tecnificados, no hallan mejor justificación de su existencia que ésta de prodigar bienes y servicios básicos a todo el mundo, "especialmente a quienes no se los puedan pagar". Es por esto que cada mañana, al leer o escuchar noticias, nos topamos de bruces con un nuevo "derecho", inventos casi diarios que harían estremecer a los más revolucionarios y a los más quejicosos pensadores que han plantado barricadas a la desigualdad.
No albergo la más remota idea de lo que habrían pensado los revolucionarios de otros días ante los nuevos derechos proclamados: "derecho a la banda ancha de internet", "derecho a cambiar de sexo", "derecho a la renta básica". Este curso creativo que ha tomado la Humanidad, en realidad el Occidente opulento, tendente a inventarse derechos no conquistados, sino otorgados por un Estado providente que los reconoce, los sanciona, los ondea y los promueve, nada tiene que ver con la dialéctica históricamente efectiva de los derechos del hombre, los cuales eran derechos conquistados antes que proclamados o dispensados por el Estado.
La jornada de ocho horas, o la prohibición del trabajo infantil fueron conquistas inmersas en luchas sangrientas, fueron resultados reales de un paralelogramo de fuerzas siempre a punto de desdibujarse, y en donde el poder del Estado-nacional canónico no era más que un componente entre otros muchos que salían a la guerra de clases con la escopeta cargada.
Pero de éstos "nuevos derechos" hemos de desconfiar, y mucho. Somos nosotros, ciudadanos de a pie, quienes deberíamos tener la escopeta cargada de prevenciones cuando el Estado, y sus aparatos de propaganda, se presentan en nuestras casas o en las escuelas, a veces ante la cándida mirada de nuestros hijos, impartiendo doctrina sobre nuevos repartos y ampliaciones de derechos y sobre la necesidad de los mismos.
Hay que sospechar. A muchos nos está dando la impresión de que la nueva generación de derechos es una mutación genética, a menudo aberrante y letal, a partir del organismo formado por las tres generaciones ya consagradas en la Declaración de 1948: 1) derechos individuales y referidos a la libertad personal de conciencia, dignidad y movimientos, 2) derechos sociales y laborales, y 3) derechos de colectivos de personas especialmente vulnerables y objeto de injusto menoscabo.
En el parto y nacimiento de estas tres generaciones de derechos, especialmente en las dos primeras, hubo grandes luchas y sufrimientos como antesala de su proclamación, de modo tal que la "proclamación" y la plasmación jurídica de los mismos no serían nada sin la efectiva transformación de la sociedad que hizo posible su ulterior reconocimiento.
Pero en la ideología de los Derechos Humanos, una ideología que se asemeja cada día más a una religión fanática, hay una apertura creativa a nuevos derechos, una lista que parece no tener fin, y esta apertura parece que forma parte de un programa recurrente, de un rodaje "a piñón fijo", de un ortograma, como diría Gustavo Bueno. Aunque nadie, o apenas una minoría, reclame estos "nuevos derechos" (derecho al aborto, derecho a un sueldo vitalicio "básico", derecho a "decidir"…), su proclamación se impone por decreto o de ley, se inserta en el mecanismo de los Estados, y desde ellos se potencian artificialmente. Un Estado inventor y promotor de nuevos derechos que tiende a su auto-justificación y a su conversión en agencia transmisora de proyectos mundiales de transformación y superación de la propia especie humana.
Como quiera que los Estados se despojen a sí mismos de todo rastro de auténtica soberanía, esto es, de poder sobre las últimas decisiones, éstos se invisten, de forma compensatoria y sustitutoria, de nuevas atribuciones totalitarias. Pero es una clase de totalitarismo que no se engendra en su interior, pues ya no existe núcleo soberano auténtico en los estados nacionales y ya no se justifica por la propia sustentación del poder y la supervivencia de la patria. Es un totalitarismo dirigido desde lobbies privados, multinacionales, aunque estos poderes están muy entreverados con el aparato estatal. Los pueblos encerrados dentro de las fronteras de cada estado nacional creen obedecer sus normas y seguir sus directrices, cuando éstos estados, en realidad, los estados "liberales" y sus gobiernos, son cadáveres reanimados artificialmente por las grandes fuerzas financieras globalistas, potencias oscuras distribuidas por todo el planeta.
En el siglo XXI tenemos, como ya hemos dejado escrito, un "estado que mata antes de morir", un "estado zombi", cuyo poder coercitivo no es auténtico ni endógeno. Es un estado que admite incluso su propio auto-desmantelamiento y la liquidación de las bases sociales, étnicas, culturales, espirituales y económicas que le dieron razón de ser. Porque es un estado moribundo y rehén. El estado nacional del siglo XXI, y de manera muy especial el de España, me recuerda la triste figura de esos prisioneros de campos de exterminio, que prolongan su miserable vida haciendo zanjas para enterrar a los ejecutados, sabiendo que cualquier día la zanja que él abre con sudor para alojar la muerte de sus hermanos alojará un día su propio cuerpo, a la par que trata de ganar favores de sus captores, haciendo labores de vigilante de sus propios compañeros de presidio. El estado ya está traicionando a su pueblo, y legisla en su contra, por medio de falsos igualitarismos y nuevos derechos que el pueblo beneficiario nunca ha reclamado.
Nunca dejaré de asombrarme cuando los pedagogos, inspectores, legalistas y leguleyos, autoridades y prebostes de todo jaez, nos invocan y proclaman la "Igualdad" incluso en la enseñanza, incluso para quien incumple, obstruye, desprecia, agrede, insulta, ofende en el interior de los centros de enseñanza. Mi razón y sentido común se ofenden cuando tamañas autoridades y expertos, por no hablar de políticos profesionales, acuden a su convencido y obligatorio igualitarismo para referirse a individuos a quienes no se les puede marginar, a quienes hay que "integrar" encerrándoles en clase, con todo lo que ello implica, causando con ello mal ejemplo entre los demás menores discentes, empeorando el clima de enseñanza, haciendo que nadie aprenda nada, que nadie enseñe nada, enrareciendo el ambiente y la convivencia, la sociedad entera. Cuando alguien habla entonces de "igualdad", la sociedad entera misma, como un solo león armado con zarpas y fauces, debería oponer otro principio, el principio de Justicia, y forzar a tales sofistas del igualitarismo a que se quedaran ellos, en sus quietos y calmos hogares, tratando con tales alumnos "disruptivos" elementos de discordia, ejemplos máximos de parasitismo y desvergüenza.
Hay datos escalofriantes acerca de lo que se hace con nuestro dinero. Con nuestro dinero se dan subvenciones y ayudas a individuos que han desaprovechado todas las oportunidades que le ofrecía el sistema para formarse. Individuos que, con descaro y petulancia, han ido al instituto cuando les vino en gana, han insultado a profesores y acosado a compañeros, han suspendido todas las materias y jamás han traído su libro a clase o sus deberes hechos. Pues bien, individuos así han obtenido –y siguen haciéndolo- su titulación en educación secundaria a través de los programas llamados de "garantía social", "mejora del aprendizaje", "diversificación curricular" y "formación profesional básica". Han conseguido el título que a la gente normal y cumplidora le supone un esfuerzo y una disciplina. Hay individuos y familias que, en premio por no haber colaborado con nadie, por no haberse dejado ayudar, por molestar y maltratar, obtienen su título y su paguita. En España se están dando casos, incluso, de familias y sagas familiares especializadas en procrear tal clase de personas en número suficiente como para ir acumulando paguitas y vivir de rentas, sin trabajar, vivir de la matriculación oficial de muchachos en centros públicos de enseñanza. Porque si los matriculan en un centro de enseñanza obligatoria, sin más condicionantes, ya obtienen la paguita.
Se ha perdido de vista el verdadero sentido de la meritocracia. Las personas de mérito, quienes poseen más talento y a sí mismas se exigen más, son las verdaderas maltratadas, las marginadas en esta sociedad decadente. El poder, que es un poder que maneja al propio Estado como un títere, se alía a determinados colectivos que, dadas unas características específicas, reciben alborozados las dádivas que le caen de presupuesto nacional. Tales colectivos en acoplamiento perfecto con el neo-funcionariado de las ONGs forman verdaderas zarpas que agarran al ciudadano medio, a la clase trabajadora, al autónomo, al empresario, al autóctono, al contribuyente de a pie. Lo agarran por sus partes y por el cuello y le fuerzan a que acepte sumisamente la situación. Le dicen que debe pagar dos veces por la educación de sus niños, una, para sufragar la renta social de las familias "matriculadoras" de vástagos con fracaso escolar, y otra, para pagar un centro privado en donde pueda refugiar a su hijo de tan malas influencias. Los españoles autóctonos y contribuyentes somos los más tontos de esta película, los tontos del bote. Pagamos y honramos a quien nos destroza y paraliza. Sufragamos por ley y sin rechistar el más burdo parasitismo, que es el que anida en nuestra escuela.
Y si se quiere cortar de raíz ese parasitismo hay que asumir un principio que, antes de la tétrica ingeniería social de hoy, todo español asumía. Lo asumían mis padres, lo asumían mis abuelos: no todo el mundo sirve para estudiar. Todo el mundo lo asumía antes de que la ideología de los "derechos humanos" cayera del cielo de la UNESCO, la ONU, la UE y todos los demás cielos estrellados adonde iremos a estrellarnos todos.
No todo el mundo sirve para estudiar. No todo el mundo sirve para lo mismo. Somos desiguales por naturaleza. La naturaleza humana es plural, multiforme. No se debe meter en el mismo tipo de aulas y centros a todo el mundo. Hay que seleccionar. Hay que jerarquizar, hay que mimar al talento, hay que promover el genio, hay que recompensar el esfuerzo. La igualdad de oportunidades, que no la igualdad en abstracto, es un principio de vida honesta que siempre tiene limitaciones y exige reciprocidades, reclama respuestas: te damos escuela si la aprovechas, y si no, ahí tienes el tajo.