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Antonio Ríos Rojas
Miércoles, 26 de Septiembre de 2018 Tiempo de lectura:

Un verano de fuego y hielo. Pablo Casado y su inconfundible amo

Pablo Casado   /   Imagen: WikipediaPablo Casado / Imagen: Wikipedia

Dos días me resultaron especialmente calurosos en este ya pasado verano, dos días en los que el sofoco me llegó a cortar la respiración. Evidentemente no hablo de aquel aciago día de junio en el que el doctor Sánchez en unión de muchos enemigos de España se alzó con el poder de una forma que solo igualaría un animal carroñero, a fin de dialogar con los golpistas y de fracturar España despertando el espantajo de la guerra civil. Ese día de infortunio nos dejó más bien helados, y es que quizás Dante tuviera razón al presentar una parte importante del infierno como hielo eterno. Un jarro de agua fría se agradece cuando aprieta el calor, pero aquel día ominoso fue más, heló la sangre del país a aquellos que tienen todavía ojos para ver y nariz para oler. Así, pues, al mencionar esos dos días calurosos no me refiero, pues, a aquel día de hielo nefasto para España, me refiero a otros, de menor importancia, menos nefastos, pero en los que sufrí un bochorno insoportable. Fueron los días en los que Pablo Casado y Albert Rivera mostraron su pleitesía sin límites ante el progreso. El primero alabando a la revolución tecnológica, el segundo, más prosaico, considerando que escuchar un disco de vinilo o un CD es propio de un hombre paleolítico. “¿para qué si todo puede escucharse por Internet?”.

 

No existe un partido político en España que se atreva a denunciar al progreso acelerado y sin límites como la fuerza que va a abolir al ser humano, y que ya lo ha desintegrado, desestructurado, alienado. Los partidos políticos, ya liberales, ya socialdemócratas, son siervos de esta degeneración. Los primeros dicen potenciar la familia y los “valores de occidente” mientras en realidad adoran y sirven al progreso y a las nuevas tecnologías como a su primer Dios. Los segundos no caen en contradicción alguna porque no ocultan su fin: la erradicación de los valores tradicionales de España (sobre todo el catolicismo y la familia) incluso la erradicación de España misma. Si bien estos últimos no ocultan su fin, si ocultan los medios: venderse al primer postor, que generalmente suele llevar el nombre de George Soros, uno de los primeros personajes con los que el doctor Sánchez se reunió tras su asalto legal al poder.

 

Todos estos partidos políticos españoles han dejado de ser prioritariamente españoles, son sobre todos siervos de un progreso que no reconoce patria. El hombre que vive, se mueve y es en el progreso no reconoce más patria que el mismo progreso, y este sirve a su vez a un dios mayor: el dinero. Pero por más que se haya querido asignar al dinero características personales (las leyes del mercado parecen funcionar como un cuerpo o como un alma), el dios dinero no es sino una marioneta, cuyos hilos manejan las oligarquías. La plutocracia no es sino el gobierno de esas minorías oligárquicas, minorías que necesitan un mundo siempre cambiante, siempre en imparable progreso, siempre en continua renovación, fluctuante, inesencial que acaba por aterir lo más propio de España –y lo más propio no son las crueles y repugnantes corridas de toros, sino nuestra historia católica- del mismo modo que  Sánchez nos heló la sangre aquel día de junio.

 

Los que dicen ser tradicionalistas, pero sirven como primer dios al progreso y al dinero, cometen una letal, una esquizofrénica contradicción. En esa contradicción cayó Pablo Casado en su primer discurso como líder del PP. Casado, quien dice querer reestablecer nuestros valores tradicionales es padre de estas palabras: “Igual que el hombre dejó su pueblo para ir a las ciudades con la revolución industrial, el hombre de hoy tendrá que hacerse a la revolución tecnológica”. Palabras que, en la ignorancia de quien las pronunció no pudieron ser completadas diciendo que esa revolución tecnológica supone el paso de la ciudad a un mundo sin fronteras, incluso al universo, y ello prepara la abolición del hombre tal y como lo hemos conocido hasta ahora. El fin de Casado, la gestación y crianza de hijos identificados con la tradición católica española es un fin necesario, el problema es que delega en el demonio la gestión, la crianza y la educación de esos hijos. Casado no duda de que la tecnología es magistra vitae.

 

En el fondo, el liberal capitalista no puede amar la tradición católica más que un putero a su esposa, y es que la tradición católica es incompatible con un progreso que ha derivado en la irrefrenable velocidad tecnológica. Es irreconciliable con un progreso embriagado, impulsado por una libertad letalmente entendida. Las contradicciones de Casado pasan absolutamente desapercibidas ya que vivimos, nos movemos y somos en tabletas y móviles, y no en Cristo, como pensaba otro Pablo hace unos dos mil años.

 

Si el hombre de hoy aún cree en una realidad espiritual, esta ha de sonar en su corazón como el mandamiento que nos impulsa a detener este mecano de destrucción y abolición del hombre que es el progreso desbocado,  paladín del dinero y las oligarquías. El hombre debe oír la voz espiritual que le dice que ha de despreciar a un mundo cuyo Dios es el progreso. No sé qué grado de verdad tienen las palabras de Cristo “no se puede servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13), pero desde luego si sé que no se puede servir a Dios y al demonio, y confío en mi olfato para distinguir aún el incienso del azufre.

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