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Martes, 23 de Octubre de 2018 Tiempo de lectura:
Ensayo

Bolsonaro, el 'mesías' brasileño

Imagen: FacebookEnviado por Dios y anunciado por los profetas, que traerá la paz e implantará el Reino. Ese era, en puridad, el Mesías del Antiguo Testamento (el que llegará, מָשִׁיחַ) y del Nuevo (el que ha llegado, χριστός). Pero a lo largo de la Historia después del Cristo (A.D), cientos de líderes y reyes se vieron llamados, sincera o calculadamente, a completar su obra desde un lenguaje puramente humano, imitando o superando a su manera, el modelo, y a cumplir, por ello, una misión de raigambre mesiánica, como “príncipes” ungidos por un pueblo y para un tiempo (desde la trascendental revelación de Constantino el Grande en plena batalla del Puente Milvio, a las curiosas pretensiones de reencarnación divina del Emperador etíope Haile Selassie). Y también intelectuales y políticos de una raigambre diferente, hijos de la secularización de la modernidad, fueron interpelados por religiones laicas, con su dosis de propio y elemental mesianismo ideológico, para la redención del obrero oprimido o para el triunfo total del Mercado, para la revolución permanente o la contrarrevolución nacional, para el cambio utópico del mundo que les tocaba vivir o la permanencia ucrónica del mismo. Así en la tierra como en el cielo.

 

Toda época y toda comunidad encuentra, por ello, su posible Mesías secular, como redentor laico o salvador espiritual, como gran caudillo político o gran ídolo de masas. El elegido o el seleccionado, el investido o el coronado, el salvavidas o el salvapatrias, el gran líder o el Gran Hermano; el ungido por las masas donde depositar los sueños o encargar la gran misión. Una realidad histórica, sociológica y antropológica, donde los procesos de construcción de la identidad comunitaria (en su socialización y su organización), permite construir ese liderazgo (supuestamente democrático o realmente jerárquico) desde la representación estatal o desde la pantalla de un 'smartphone'; con un lenguaje simple ligado a los sentimientos populares en boga, crítico con la clase política señalada como podrida o corrupta, ligado a pretendidas soluciones directas y en cierto sentido radicales. Ley y Orden o Pan y Justicia, mano dura o puño cerrado; palabras y lemas para el Ungido política, y mediáticamente, como nos enseñó Max Weber, bien desde tradición que se asume o se supera, desde el carisma que se posee o se crea, y desde la razón histórica o la técnica.

 

Y Brasil, y buena parte del universo conservador o contrarrevolucionario, lo ha encontrado en Jair Messias Bolsonaro; sí, Messias, como le puso su devota madre como segundo nombre, sabiendo que su vástago estaba llamado a algo más grande. Algo más grande, como ser presidente contra la denunciada corrupción del sistema partidocrático y contra la amenaza del amenazante comunismo bolivariano, y en defensa de los llamados valores tradicionales de siempre (Familia y Fe) y de los sectores culpabilizados de los males históricos del país (de los militares o de los empresarios agrícolas). La tradición más auténticamente conservadora, del recuerdo loado al orden estricto del régimen militar [1964-1985], a los valores familiares de toda la vida; el carisma más provocativo, al más puro estilo postmoderno; y la razón elaborada, más allá de las llamadas fake news, a partir de la difusión del miedo al otro y de la alarma ante inseguridad en las calles o en la misma economía. La tríada weberiana en un político que ha impactado brutalmente en su país y fuera de él.

 

Era el Trump brasileiro, decían sus críticos: otro supuesto outsider del sistema liberal-progresista, declarado como “anti-establishment”. Militar en la reserva y durante años diputado irrelevante, de vida licenciosa y de exabruptos considerables, pero ahora líder de masas para clases medias asustadas e iglesias evangélicas en imparable ascenso en Latinoamérica (con el apoyo inicial de las enormes Asambleas de Dios de Silas Malafaia, y el final de la todopoderosa Iglesia universal de Edir Macedo y canal de televisión Record). Como Mr. Donald hizo su campaña desde la redes y desde el tiempo que les dieron los medios a sus polémicas; no contaba con un partido real o decidido detrás de él, presentándose como casi independiente; y parece que se vieron seducidos sus votantes por sus mensajes directos y crudos (sobre todos en temas de seguridad y valores). De manual para la ciencia política y demoscópica contemporánea, parece.

 

Era, además, una amenaza para el orden democrático, subrayaban sus oponentes: xenófobo, machista, militarista, y varias decenas más de adjetivos poco políticamente correctos, y compartidos por una ola identitaria multiforme que parece poner en cuestión, en Europa y América, las convenciones ideológicas liberal-progresistas del mundo occidental. E incluso era peor que Mr. Donald, terriblemente peor, como demostraba al dedicar la destitución de Dilma Rouseff (el impeachment a partir del espectacular “escândalo do Mensalão”) al militar autoritario Carlos Alberto Brilhante Ustra. La mismísima encarnación en la tierra no del Mesías (en lo que sus oponentes dicer o no creer o creer en su versión solidario-deista) sino del mismísimo Diablo (en el que si creen, como una suerte de peculiar estandarte del denunciado como neoliberalismo neofascista) al que grupos de mujeres contrarias se opusieron en las redes y en las calles la campaña viral #EleNão (“él no”).

 

Pero era también la única alternativa, ese necesario redentor político-religioso de la patria, para decenas de millones de habitantes del país más grande de Latinoamérica, que se han puesto la camiseta de fútbol de canarinha como uniforme de movilización. Un cristiano renacido, defensor de la autoridad frente al crimen y a la corrupción, un “cirujano de hierro” democrático ante la violencia estructural (uno de los países con más asesinatos del mundo) y la pobreza creciente (casi el 30% de la población), el penúltimo defensor del cristianismo neopentecostal frente a la llamada ideología de género, del trabajador emprendedor frente a los pobres subsidiados por el Estado (la famosa Bolsa Familia de apoyo a los sectores más humildes), y del nacionalismo brasileño frente al enemigo del Partido dos Trabalhadores, considerado pro-venezolano, corrupto y comunista (el PT de Lula y Dilma). Un Katehon, al estilo paulino, de la Patria y Dios, simple y llanamente; por ello su lema de campaña hablaba de “Brasil acima de tudo, Deus acima de todos”.

 

Tres grandes y posibles interpretaciones sobre un personaje político capaz de atraer todas las portadas, generar ilusiones desmedidas y miedos exacerbados al mismo tiempo, y contar con las mayores fidelidades y los odios más viscerales (siendo incluso a punto de ser asesinado en plena campaña). Y que arrasó en la primera vuelta de las elecciones brasileñas de 2018, obteniendo una de la cantidades más grandes votos en cualquier balotaje inicial con más de 49 millones de sufragios (16 más que su contrincante petista Fernando Haddad), ayudando a que su hijo Eduardo fuera el diputado federal más votado de la historia en estas misma convocatoria de 2018, y haciendo de su formación accidental y otrora casi insignificante (el PSL) la segunda fuerza política en el Congreso.

 

El paulista Bolsonaro, llamado por sus seguidores como “O mito”,  parece representar así, en sus matices personales y en las especificidades cariocas (adjetivo usado aquí más allá de su génesis en Rio), un “producto histórico” más de la reacción identitaria que sucede en plena era de la globalización. Tras el viejo culto a la personalidad (de totalitarios de manera sistemática, y de campañas electorales más sibilinas), vuelven a aparecer hombres y mujeres dirigentes que asumen esa naturaleza mesiánica siempre presente en grupos y comunidades que buscar reconocer o crear en ellos, en sus cualidades y en sus comportamientos, los arquetipos representativos de esa identidad real y simbólica que debe defenderse o debe imponerse. En EEUU, patria del marketing político-social más moderno, habíamos encontrado las dos caras de Jano del sistema actual: el empresario wasp de supuesto éxito, dudosa reputación y sin pelos en la lengua con su lema en una gorra típica (Make America Great Again), frente al intelectual afroamericano, de suaves maneras, talante progresista y sueños multiculturales con su lema en camisetas de colores (Yes We Can). Dos presidentes, dos ideologías (o varias entremezcladas), dos eslóganes, y dos identidades, grosso modo, ya que parece que el ser humano supermoderno y superconsumista sigue viendo las cosas en blanco o negro.

 

Y en Brasil, frente a la misión liberal-progresista de un sector (del secularismo oficial a la tolerancia sin intolerantes), Bolsonaro recupera, y moderniza radicalmente a la vez, “uma missão de Deus” altamente polémica pero ampliamente apoyada por una ciudadanía cada vez más seducida por el mensaje del evangelismo político nacional (de la creciente Bancada evangélica del Parlamento o Frente parlamentar Evangélica, al alcalde de Rio de Janeiro Marcelo Crivella) y las aliadas bancadas ruralista (hacendados y grileiros) y “da bala” (de las armas).

 

El Mesías llegó, en el cristianismo, para salvar a todos los hombres (judíos y gentiles) con su propio sacrificio humano. La historiografía ha encontrado, encuentra y encontrará líderes mesiánicos construidos ex profeso para causas donde “crucificarán” políticamente al enemigo (al estilo schmittiano “amigo-enemigo”), o donde serán “crucificados” estratégicamente, tarde o temprano, por los otros (e incluso por los suyos). Y Bolsonaro, como fenómeno viral de apoyos incondicionales y frontales detractores, es otro signo de estos tiempos identitarios a estudiar en su sentido y significado.

 


 

(*) Sergio Fernández Riquelme es profesor de la Universidad de Murcia. Director de la revista La Razón Histórica y del Instituto de Política Social.​

 

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