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Marta González Isidoro
Miércoles, 07 de Noviembre de 2018 Tiempo de lectura:

El fascismo que viene

Tras una campaña electoral atípica, alejada de la exposición a los medios de comunicación tradicionales y centrada sobre todo en las redes sociales, el líder del Partido Social Liberal (PSL), el conservador Jair Messias Bolsonaro, llega a la presidencia de Brasil tras ganar holgadamente, el pasado  28 de octubre, a su rival Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores (PT), en la segunda vuelta de unas elecciones crispadas que han dejado en evidencia la profunda polarización que vive la sociedad brasileña. La hegemonía del discurso que implementa una visión modelada y sesgada de la realidad según la supremacía moral de una izquierda adueñada del concepto de progresismo, parece que se empieza a quebrar, a pesar de la prisa con la que políticos, medios de comunicación y opinadores varios nos advierten del fascismo que viene, también en América Latina.

 

Detrás del triunfo de este verso libre del Sistema no está una horda de ciudadanos que de la noche a la mañana se han convertido en furibundos racistas, homófobos, machistas, ultramontanos o anti-demócratas. Ni en Brasil, ni en Estados Unidos, ni en Europa. La crisis de legitimidad de los poderes político, judicial y legislativo, agudizada en la última década, es producto de una frustración generalizada que se vive en el mundo Occidental en general por la forma de gestionar los escándalos de corrupción en los períodos de peor crisis económica, el despilfarro gratuito de las arcas públicas, la desconfianza hacia unas instituciones tradicionales divorciadas de las necesidades reales de sus ciudadanos, de la violencia e inseguridad – real y/o percibida – y la asfixia de una ingeniería social metida con calzador desde hace décadas, eficazmente lucrativa para los sectores involucrados y que cosifica a los individuos en categorías enfrentadas en función de raza, sexo, orientación, identidad, religión, ideología, procedencia o extracto social. Una ingeniería social que tiene en el olvido deliberado, cuando no en la burda manipulación o invención de la realidad y la Historia, y en la corrección política más surrealista y opresiva, el cemento con el que estos representantes de todas las minorías, contestatarios y descontentos de todo y por todo, aseguran la argamasa de un edificio que hoy el sentido común amenaza con derribar.

 

Escribe el periodista italiano Vittorio Messori en uno de sus ensayos titulado Las leyendas negras de la Iglesia, que la Historia se ha vengado bien estos dos últimos siglos. La ruptura entre los valores del Evangelio – apertura, generosidad, acogida -  y la Iglesia institucional, no sólo en el plano sociológico, sino también en el desprecio teórico desde la misma escuela, propiciado por un laicismo radical con tintes marxistas, como algo del pasado, anacrónico y disociado con la modernidad, nos ha dejado huérfanos de  conciencia moral. Karl Bath tenía razón cuando afirmaba que “cuando el cielo se vacía de Dios, la tierra se llena de ídolos”. Una sugerente metáfora para reseñar que el resentimiento, la indignación y la culpa en nuestro mundo Occidental, en el que hemos renunciado a pensar por nosotros mismos creyendo que la democracia, por el mero hecho de votar una alternancia sistémica, garantizará y cubrirá todas nuestras necesidades - merecidas o no -, sin esfuerzo, ni compromiso, ni responsabilidad, ni control, no es sino producto del vacío moral y del sentimiento de mala conciencia, incluso vergüenza, que impregna nuestras relaciones individuales y sociales. Jamás el mundo, en nombre de la humanidad, se ha vuelto tan inhumano. La honestidad intelectual, seña de identidad del racionalismo ilustrado y de la tradición de libre pensamiento que nos legaron los filósofos griegos, se resigna paralizada a la autocrítica ante el absurdo de los nuevos dogmas impuestos por unas minorías tiránicas que nos amedrentan sin pudor con sus moralinas al tiempo que nos vacían el bolsillo y nos restringen la libertad.

 

No todas las ideas ni todas las acciones son respetables, y en nombre de la verdad y el sentido común debemos reaccionar como sociedad en este nuevo período inestable de la Historia en el que el relativismo ético y político amenaza con destruir los valores del liberalismo, hoy distorsionados y deformados por un narcisismo que raya lo patológico. Y cuando las patologías personales se popularizan y se instrumentalizan, el esperpento llega al límite de legitimar el mal sobre el bien, incapaz de dirimir lo correcto de lo incorrecto, a agredidos de agresores. Deberíamos recordar que el relativismo que creció en los años veinte del siglo XX dio lugar a los fascismos y a los regímenes totalitarios – nazismo y comunismo – más abyectos de la Historia. La fascinación y ceguera por el comunismo resulta ciertamente incomprensible. Su versión edulcorada en Europa, la socialdemocracia, que pretende los mismos objetivos pero suavemente y por medio de la democracia representativa y la ingeniería social, parece que hace aguas ante el fracaso de un proyecto europeo incapaz de solucionar el problema de identidad que vive el continente. También en América Latina el socialismo del siglo XXI se mira al espejo de sus propias contradicciones y por eso retrocede, al menos allí donde todavía puede. Brasil, el país que lideró la bonanza económica durante la última década, se ha desenganchado del proyecto de renovación marxista de creación de un hombre nuevo y de redención de los pueblos que apelaba a los pobres para simplemente desconcentrar la riqueza en beneficio de una nueva élite fraternal, solidaria y amorosa sólo con sus propios intereses. Pero la alternativa revolucionaria de la llamada democracia participativa que hoy está más reemplazada en América Latina, es un canto de sirena muy atractivo en una Europa cada vez más anestesiada, que ha dejado de ser la síntesis entre liberalismo y bienestar social y cuyo proceso de integración colapsa a fuerza de silenciar con etiquetas vacías las discrepancias de aquellos a los que acusa injustamente de destruir el pluralismo por salirse de la norma. Y esa alternativa de redención mesiánica que ya ha desembarcado e infectado las instituciones, incluso algún gobierno, es la que realmente debería asustarnos.

 

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