De cómo el nacionalismo ha tejido su red para la destrucción de España (I)
Inicio una serie de artículos con un tema especialmente importante para analizar cómo los nacionalistas han ido elaborando una estrategia de ruptura con España con el sigilo y la paciencia de quien establece un plan perfectamente elaborado para destruir nuestra nación milenaria. Lamentablemente, la izquierda ha sido colaboradora activa en ese plan, especialmente en este tenebroso momento de la historia en el que vivimos, aunque no siempre ha sido así. Antes del actual periodo constitucional la izquierda tenía un plan para España que no pasaba por su desmembramiento sino por la construcción de un Estado marxista leninista o estalinista en caso más extremo o un socialismo autogestionario en el menor. Tras la caída de los regímenes soviéticos todo ha cambiado, y nacionalistas y marxistas de nuevo cuño, con el modelo gramsciano de hegemonía cultural como pauta, están tras el diseño de la descomposición de una España que ha pervivido a múltiples episodios críticos en su historia.
El modelo que describo tiene como elemento de estudio a los nacionalistas vascos, pero ese sistema puede extrapolarse a cualquier otra expresión de secesionismo, de los varios que pululan en nuestro escenario nacional; y constituye un verdadero paradigma para entender los actuales fenómenos localistas identitarios.
La dinámica estratégica la definió perfectamente Eleizalde -prohombre nacionalista- en 1910, con estos términos:
“Las etapas que debe recorrer todo nacionalismo normal, y por tanto el nuestro son estas tres, y por este mismo orden cronológico:
Primero, la etapa social y cultural, en la que se va despertando y arraigando la conciencia de la nacionalidad, y se va elaborando el programa socio-político que contiene las aspiraciones de la nacionalidad renaciente. Esta es la etapa fundamental, la etapa de las escuelas, de las academias y ateneos, de las publicaciones científicas y literarias, de las cooperativas obreras, de los congresos de estudios, de las semanas sociales, etc. Viene a continuación, aunque sin cerrar la primera que sigue subsistiendo, la etapa política, durante la cual el nacionalismo, por medio de sus representaciones parlamentarias y administrativas, trata de incorporar a la vida pública el conjunto de soluciones estudiadas y elaboradas durante la etapa anterior. Esta segunda es la etapa de las elecciones, de los mítines políticos y de todo el movimiento que esta clase de actuación trae consigo. Finalmente, y subsistiendo las dos primeras etapas llega la final, la del triunfo completo y pleno dominio, el cual será tanto más estable y sólido cuanto más a conciencia se haya trabajado en las etapas anteriores”.
Ese ha sido el caballo de Troya del nacionalismo durante el siglo XX y lo que llevamos del XXI: la cultura, la educación y la lengua como principal herramienta.
En 1908 hubo un hito preliminar en un manifiesto en el que el PNV expresaba: “[…] (el PNV) procurará fomentar la solidaridad más firme entre los pueblos e individuos de raza vasca, en todos los órdenes de la vida, mediante la sólida enseñanza del pasado y del presente en Euzkadi, y la educación sinceramente patriótica de sus hijos, hasta lograr crear en nuestra tierra un ambiente en que sólo pueda desarrollarse lo netamente vasco” Ya se ve, claramente, la intención de utilizar la escuela con un objetivo primordial: el adoctrinamiento racista para configurar un imaginario nacionalista totalitario.
Ya se había perfilado el camino hacia ese enfoque adoctrinador de las masas aborregadas vascas por el fundador del nacionalismo, Sabino Arana, remontándonos a unas pocas décadas anteriores, cuando decía lo siguiente: “La mayor desgracia del bizkaino [sic] no es la relajación de sus costumbres, ni la extinción de su lengua, ni la corrupción de su raza, ni la invasión maketa; ni siquiera la esclavitud a que le ha reducido el español. No: la desgracia más grande del bizkaino es el no conocer a su Patria; que si la conociera, fácilmente evitara aquellas otras, que son natural consecuencia de esta incomprensible ceguera”. Entiéndase por bizkaino lo que entendía Sabino Arana por vasco de pura cepa.
Por eso Sabino Arana alumbraba un odio atávico a lo extraño a la patria poblada de elementos racistas, en especial a los maestros no “asimilados al sistema” en términos pergeñados en los años ochenta de una centuria después por los profetas herederos del padre del nacionalismo vasco. Decía que “Les aterra el oír que a los maestros maketos se les debe despachar de los pueblos a pedradas. ¡Ah, la gente amiga de la paz…! Es la más digna del odio de los patriotas”. Los discípulos del totémico engendrador del nacionalismo supieron recoger tan referencial doctrina e hicieron la purga que ha dado lugar a la actual “Escuela vasca”, entendida como excluyente y eliminadora de elementos contaminantes exógenos. Hay que entender aquel contexto en el que las escuelas empezaban, a comienzos del siglo XX, a poblarse de maestros venidos de fuera del País Vasco debido al primer intento serio de estructuración de un sistema educativo nacional como eje vertebral del Estado Liberal de tan azarosa conformación durante el siglo XIX, contaminado de tensiones entre el Antiguo Régimen de orientación absolutista y el nuevo liberal. Los maestros, para Sabino Arana y sus sucesores eran un elemento fundamental para el control ideológico de la población y para la extensión de los fundamentos doctrinales de la Patria vasca.
De esta guisa el nacionalismo concebía una pedagogía cuyo único fin y destino es la toma de conciencia del pueblo vasco de su pertenencia a una nación de nuevo cuño para la recuperación de una pretendida independencia perdida cuyo origen en los tiempos eran las guerras carlistas y los fueros medievales; es decir el pacto entre la corona, entendida como monarquía absolutista y los vascos, sin instancias intermediarias. Arzallus, mucho más tarde, recogió de forma casi idéntica la fórmula, en la elaboración de la nueva Constitución del 78, dando lugar a la Adicional I de la Constitución Española. Sin embargo, el líder nacionalista y sus seguidores no aceptaron el pacto constitucional pues entendían, que no debía haber una instancia intermedia entre los vascos y la Corona, es decir, una Constitución y un Parlamento donde se expresara la soberanía del pueblo español, sino poner por encima de las instituciones el acuerdo directo entre los vascos, entendida como soberanía autónoma y la propia Corona, como si esta fuera un ente absoluto al igual que en el Antiguo Régimen. Parece mentira que eso fuera así en pleno siglo XX, pero así se contemplaba en el análisis posterior -presuntamente redactado por el burukide nacionalista- a la proclamación de la actual Constitución.
“La Constitución [decía dicho análisis] contemplaba el reconocimiento de los derechos históricos vascos y la actualización de común acuerdo entre el Gobierno Central y las instituciones forales, pero lo que el gobierno no quería admitir era un ‘techo’ de posible actualización que no fuera el definido por el capítulo [sic] 8º referido a las autonomías, ante lo cual nosotros contestábamos que el reconocimiento que se proponía resultaba meramente formal, ya que no implicabas mayores niveles de autonomía respecto a las comunidades que carecieran de derecho históricos conculcados”. Es evidente que hablar de derechos históricos sin aceptar que otros también los tuvieran era una visión sectaria y mezquina, como también que reivindicar unos derechos llamados históricos tenía el mismo valor que volver a tiempos pretéritos sin aceptar la evolución de las comunidades y la historia. Es decir, una visión casposa y retrógrada de los tiempos políticos.
La conclusión para los nacionalistas fue que “[…] con ello el concepto de unidad que resulte de la Constitución es también distinto al sostenido por el Partido, que se basa en la unión voluntarista de los diversos pueblos y en la solidaridad que deben presidir entre ellos.
Un aspecto positivo que cabe destacar es la admisión del término nacionalidades, si bien en el transcurso de los debates constitucionales han quedado desvirtuados[…] al referirse en el mismo artículo en que se produce esta admisión la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”.
Quedaba así clara la vocación separatista del nacionalismo vasco y la deslealtad con el Estado y con la Constitución que tanta generosidad mostraba con unos nacionalismos que han tratado en todo momento y lugar, y cuando hubiera oportunidad para ello, volatilizar esa unidad preservada en el texto constitucional. Quedaba marcado el transito del nacionalismo hacia la ruptura, al no aceptar la unidad de España y la solidaridad entre los españoles.
Inicio una serie de artículos con un tema especialmente importante para analizar cómo los nacionalistas han ido elaborando una estrategia de ruptura con España con el sigilo y la paciencia de quien establece un plan perfectamente elaborado para destruir nuestra nación milenaria. Lamentablemente, la izquierda ha sido colaboradora activa en ese plan, especialmente en este tenebroso momento de la historia en el que vivimos, aunque no siempre ha sido así. Antes del actual periodo constitucional la izquierda tenía un plan para España que no pasaba por su desmembramiento sino por la construcción de un Estado marxista leninista o estalinista en caso más extremo o un socialismo autogestionario en el menor. Tras la caída de los regímenes soviéticos todo ha cambiado, y nacionalistas y marxistas de nuevo cuño, con el modelo gramsciano de hegemonía cultural como pauta, están tras el diseño de la descomposición de una España que ha pervivido a múltiples episodios críticos en su historia.
El modelo que describo tiene como elemento de estudio a los nacionalistas vascos, pero ese sistema puede extrapolarse a cualquier otra expresión de secesionismo, de los varios que pululan en nuestro escenario nacional; y constituye un verdadero paradigma para entender los actuales fenómenos localistas identitarios.
La dinámica estratégica la definió perfectamente Eleizalde -prohombre nacionalista- en 1910, con estos términos:
“Las etapas que debe recorrer todo nacionalismo normal, y por tanto el nuestro son estas tres, y por este mismo orden cronológico:
Primero, la etapa social y cultural, en la que se va despertando y arraigando la conciencia de la nacionalidad, y se va elaborando el programa socio-político que contiene las aspiraciones de la nacionalidad renaciente. Esta es la etapa fundamental, la etapa de las escuelas, de las academias y ateneos, de las publicaciones científicas y literarias, de las cooperativas obreras, de los congresos de estudios, de las semanas sociales, etc. Viene a continuación, aunque sin cerrar la primera que sigue subsistiendo, la etapa política, durante la cual el nacionalismo, por medio de sus representaciones parlamentarias y administrativas, trata de incorporar a la vida pública el conjunto de soluciones estudiadas y elaboradas durante la etapa anterior. Esta segunda es la etapa de las elecciones, de los mítines políticos y de todo el movimiento que esta clase de actuación trae consigo. Finalmente, y subsistiendo las dos primeras etapas llega la final, la del triunfo completo y pleno dominio, el cual será tanto más estable y sólido cuanto más a conciencia se haya trabajado en las etapas anteriores”.
Ese ha sido el caballo de Troya del nacionalismo durante el siglo XX y lo que llevamos del XXI: la cultura, la educación y la lengua como principal herramienta.
En 1908 hubo un hito preliminar en un manifiesto en el que el PNV expresaba: “[…] (el PNV) procurará fomentar la solidaridad más firme entre los pueblos e individuos de raza vasca, en todos los órdenes de la vida, mediante la sólida enseñanza del pasado y del presente en Euzkadi, y la educación sinceramente patriótica de sus hijos, hasta lograr crear en nuestra tierra un ambiente en que sólo pueda desarrollarse lo netamente vasco” Ya se ve, claramente, la intención de utilizar la escuela con un objetivo primordial: el adoctrinamiento racista para configurar un imaginario nacionalista totalitario.
Ya se había perfilado el camino hacia ese enfoque adoctrinador de las masas aborregadas vascas por el fundador del nacionalismo, Sabino Arana, remontándonos a unas pocas décadas anteriores, cuando decía lo siguiente: “La mayor desgracia del bizkaino [sic] no es la relajación de sus costumbres, ni la extinción de su lengua, ni la corrupción de su raza, ni la invasión maketa; ni siquiera la esclavitud a que le ha reducido el español. No: la desgracia más grande del bizkaino es el no conocer a su Patria; que si la conociera, fácilmente evitara aquellas otras, que son natural consecuencia de esta incomprensible ceguera”. Entiéndase por bizkaino lo que entendía Sabino Arana por vasco de pura cepa.
Por eso Sabino Arana alumbraba un odio atávico a lo extraño a la patria poblada de elementos racistas, en especial a los maestros no “asimilados al sistema” en términos pergeñados en los años ochenta de una centuria después por los profetas herederos del padre del nacionalismo vasco. Decía que “Les aterra el oír que a los maestros maketos se les debe despachar de los pueblos a pedradas. ¡Ah, la gente amiga de la paz…! Es la más digna del odio de los patriotas”. Los discípulos del totémico engendrador del nacionalismo supieron recoger tan referencial doctrina e hicieron la purga que ha dado lugar a la actual “Escuela vasca”, entendida como excluyente y eliminadora de elementos contaminantes exógenos. Hay que entender aquel contexto en el que las escuelas empezaban, a comienzos del siglo XX, a poblarse de maestros venidos de fuera del País Vasco debido al primer intento serio de estructuración de un sistema educativo nacional como eje vertebral del Estado Liberal de tan azarosa conformación durante el siglo XIX, contaminado de tensiones entre el Antiguo Régimen de orientación absolutista y el nuevo liberal. Los maestros, para Sabino Arana y sus sucesores eran un elemento fundamental para el control ideológico de la población y para la extensión de los fundamentos doctrinales de la Patria vasca.
De esta guisa el nacionalismo concebía una pedagogía cuyo único fin y destino es la toma de conciencia del pueblo vasco de su pertenencia a una nación de nuevo cuño para la recuperación de una pretendida independencia perdida cuyo origen en los tiempos eran las guerras carlistas y los fueros medievales; es decir el pacto entre la corona, entendida como monarquía absolutista y los vascos, sin instancias intermediarias. Arzallus, mucho más tarde, recogió de forma casi idéntica la fórmula, en la elaboración de la nueva Constitución del 78, dando lugar a la Adicional I de la Constitución Española. Sin embargo, el líder nacionalista y sus seguidores no aceptaron el pacto constitucional pues entendían, que no debía haber una instancia intermedia entre los vascos y la Corona, es decir, una Constitución y un Parlamento donde se expresara la soberanía del pueblo español, sino poner por encima de las instituciones el acuerdo directo entre los vascos, entendida como soberanía autónoma y la propia Corona, como si esta fuera un ente absoluto al igual que en el Antiguo Régimen. Parece mentira que eso fuera así en pleno siglo XX, pero así se contemplaba en el análisis posterior -presuntamente redactado por el burukide nacionalista- a la proclamación de la actual Constitución.
“La Constitución [decía dicho análisis] contemplaba el reconocimiento de los derechos históricos vascos y la actualización de común acuerdo entre el Gobierno Central y las instituciones forales, pero lo que el gobierno no quería admitir era un ‘techo’ de posible actualización que no fuera el definido por el capítulo [sic] 8º referido a las autonomías, ante lo cual nosotros contestábamos que el reconocimiento que se proponía resultaba meramente formal, ya que no implicabas mayores niveles de autonomía respecto a las comunidades que carecieran de derecho históricos conculcados”. Es evidente que hablar de derechos históricos sin aceptar que otros también los tuvieran era una visión sectaria y mezquina, como también que reivindicar unos derechos llamados históricos tenía el mismo valor que volver a tiempos pretéritos sin aceptar la evolución de las comunidades y la historia. Es decir, una visión casposa y retrógrada de los tiempos políticos.
La conclusión para los nacionalistas fue que “[…] con ello el concepto de unidad que resulte de la Constitución es también distinto al sostenido por el Partido, que se basa en la unión voluntarista de los diversos pueblos y en la solidaridad que deben presidir entre ellos.
Un aspecto positivo que cabe destacar es la admisión del término nacionalidades, si bien en el transcurso de los debates constitucionales han quedado desvirtuados[…] al referirse en el mismo artículo en que se produce esta admisión la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”.
Quedaba así clara la vocación separatista del nacionalismo vasco y la deslealtad con el Estado y con la Constitución que tanta generosidad mostraba con unos nacionalismos que han tratado en todo momento y lugar, y cuando hubiera oportunidad para ello, volatilizar esa unidad preservada en el texto constitucional. Quedaba marcado el transito del nacionalismo hacia la ruptura, al no aceptar la unidad de España y la solidaridad entre los españoles.