Tabaco y violencia contra las mujeres
No se asusten, que no se trata de comparar “el tocino con la velocidad”. Recientemente, el Gobierno de Sánchez aprobó una serie de medidas para acabar con la lacra social de la violencia que se ejerce contra las mujeres a mano de sus parejas o exparejas y que un número insoportable de veces acaba con su vida.
Ya no sabemos si llamarla “violencia de género”, “violencia machista”, “violencia doméstica”, o “terrorismo feminicida”, porque cuando a la violencia se le añade un adjetivo empiezas a justificar legislaciones especiales que son siempre restrictivas de derechos individuales y colectivos, amen de que se presta a un debate político que sirve a otros intereses distintos a los de la defensa de las víctimas. Esto lo sabemos por otros tipos de violencia como el terrorismo o la violencia que pudo o no producirse -según quién haga el relato- en Cataluña, relacionada con el “Proces” de independencia.
Gobernar no es legislar. Aunque en España es deporte nacional.
Legislar, en un Estado social y democrático de derecho, debería ser garantizar derechos y libertades. Juzgar debería ser aplicar la legislación correctamente para garantizar esos derechos y libertades. Gobernar debería ser planificar, administrar y ejecutar políticas que conduzcan al país con tal inteligencia y eficacia que a penas necesitemos legislar ni juzgar.
¿Alguien duda que legislamos mucho, juzgamos mucho y gobernamos poco y mal? Así nos va.
La llamada Ley del Tabaco es un ejemplo que viene al caso porque ilustra muy bien el fracaso de esta manera de gobernar que es endémica y se clona constantemente. Implicó medidas destinadas a acabar o disminuir al máximo el problema del tabaquismo y sus consecuencias para la salud y las arcas del Estado derivadas de los gastos médicos que esa enfermedad provoca.
Para empezar partíamos de una contradicción básica: el Estado es el principal beneficiario de la venta de tabaco a través de sus impuestos. Por lo que podemos considerar al tabaco una droga legal, como el alcohol o algunos medicamentos.
Es cierto que se prohibió su publicidad directa, la venta a menores de edad, fumar en espacios públicos, se obligó a advertir severamente en cada producto de las serias consecuencias para la salud e incluso se rozó el ridículo obligando a colocar unas espantosas fotos en cada producto a modo de espantapájaros. Además de eso se subió el precio y se mataron dos pájaros de un tiro: añadir otro freno al consumo pero equilibrar las pérdidas que eso iba a suponer en la recaudación de impuestos. Genial.
Hubo un descenso en las ventas, lógicamente, y se pensó que el trabajo estaba hecho.
Sin embargo, recientemente ha habido un repunte en el consumo de tabaco, sobre todo entre la gente joven, lo cual es una pésima noticia para los que pensaron que el tabaquismo iba a desaparecer. Cada vez los jóvenes fuman más y cada vez se inician antes en el consumo. ¡Toma eficacia!
De todo ello podemos aprender una lección: el problema del tabaquismo tiene que ver mucho más con un tipo de educación informal que sigue fomentando hábitos insanos sumado a un desencanto y frustración generalizado de la gente joven por lo chungo que lo tienen en el futuro, que con la labor legislativa y punitiva del estado. Es decir, que tiene que ver con la salud mental y no con legislar o castigar.
Algo similar sucede con los accidentes mortales de coche. Mira que se ha gastado esfuerzo y dinero en campañas de concienciación y en persecución punitiva de infracciones al volante, pero seguimos registrando los mismos o parecidos siniestros. La gente sigue cogiendo el coche después de beber, sigue usando el móvil, sigue sin respetar los límites de velocidad, sigue sin ponerse el cinturón, etc.
No se trata ya ni siquiera de mejorar la red de carreteras, eliminar puntos negros y e implementar la seguridad de los propios vehículos. La solución pasa por concienciar directamente a la población de que dejen de usar el coche y usen el transporte público, mucho más seguro, barato y menos contaminante. Claro, para eso hay que tener un excelente servicio de transportes públicos.
Pero volvemos a encontrar la misma contradicción que con el tabaco: la industria automovilística genera muchos ingresos al Estado y muchos puestos de trabajo.
Volvamos a la violencia contra las mujeres.
Todo el mundo habla de acabar con ella pero nadie se pone de acuerdo en cómo. Menos aún se escucha hablar de por qué se produce. Los movimientos feministas lo achacan al patriarcado machista, es decir, a valores heredados desde el origen de los tiempos que contradicen toda política de igualdad y que siguen perpetuando esquemas sociales donde la mujer sigue siendo ciudadana de segunda clase. Valores, no hay que olvidar, que también los transmiten las mujeres, porque las madres transmiten a sus hijos e hijas la mitad, sino más, de los valores que van adquiriendo en su infancia. No es un problema de sexos.
Siempre se habla del “empoderamiento” de las mujeres como otra de las causas que provoca este cáncer. El hombre se siente desplazado y reacciona violentamente. Lo que ocurre es que cuando hablamos de “empoderamiento” de las mujeres hablamos en abstracto idealizando mucho a “la mujer” cuando en realidad ellas, como ellos, forman parte de un cuerpo social que de ideal tiene poco.
Las hipotecas son tremendamente igualitarias y le cuestan lo mismo pagarlas a ellas y a ellos. El paro dicen que se ceba en ellas, pero puede ser que lo que se cebe sean sólo las estadísticas maquilladas ya que si tuviéramos en cuenta la precariedad laboral a lo mejor acortamos distancias con ellos. Luego otro tema manido es la brecha salarial o los asuntos de conciliación. Podemos pasarnos el día haciendo distinciones y proponiendo políticas de discriminación positiva como la paridad en puestos de dirección. Como dirían los ingleses ¡bullshit!
Podemos darle la vuelta y entender qué provoca que un hombre enloquezca y agreda a una mujer. Castigarle una vez lo haya hecho no soluciona el problema, como la pena de muerte no evita los asesinatos. Además no son unos cuantos locos que andan sueltos, es una locura que se expande como la gripe y que, como el tabaco, está calando en los más jóvenes. No es un problema exclusivamente de machos y valores patriarcales, es el síntoma de una enfermedad social gravísima.
La Ley de Violencia de Género, ahora protagonista involuntaria del debate político, no va a conseguir acabar con el maltrato y asesinato de mujeres. Su modificación, como propone la derecha, no va garantizar los derechos de los hombres ni proteger a las familias.
Una sociedad que está empeñada en destruir la familia, que nunca ha de ser patrimonio político o religioso de ninguna corriente, es una sociedad suicida que se conduce hacia el abismo. La violencia en la pareja, en el hogar, con menores, con ancianos, la violencia sexual, la violencia entre menores, el acoso escolar, la violencia económica, el progresivo deterioro de las condiciones de vida que afecta específicamente a las familias, son síntomas del desastre.
¿Somos realmente la sociedad avanzada y culta que decimos ser en comparación con las que nos precedieron?
La legislación especial es siempre fuente de recorte de derechos y libertades. La Ley de Violencia de Género lo es. Pero insistimos: castigar a los hombres recortando sus derechos y libertades sólo va a acorralarlos más de lo que ya lo están, así que provocará más violencia. La protección de las víctimas quedará completamente comprometida.
El pasado mes de agosto, el Ejecutivo de Pedro Sánchez ha rizado el rizo dando poder a los ayuntamientos y a los funcionarios de servicios sociales para intervenir familias enteras con meras “sospechas” de violencia de género. Ni siquiera será preciso que haya una denuncia, por lo que se puede dar la circunstancia -de hecho ya se ha dado- que la administración rompa una familia incluso en contra del criterio de las propias madres y sus hijos, supuestamente las víctimas a proteger. “¡Os estamos protegiendo, tontas!”.
Como no sabemos prevenir, sólo podremos lamentar. ¡Acabemos con los herejes, a la hoguera con las brujas!... Pero nadie va a ser más católico ni mejor persona por eso.
No se asusten, que no se trata de comparar “el tocino con la velocidad”. Recientemente, el Gobierno de Sánchez aprobó una serie de medidas para acabar con la lacra social de la violencia que se ejerce contra las mujeres a mano de sus parejas o exparejas y que un número insoportable de veces acaba con su vida.
Ya no sabemos si llamarla “violencia de género”, “violencia machista”, “violencia doméstica”, o “terrorismo feminicida”, porque cuando a la violencia se le añade un adjetivo empiezas a justificar legislaciones especiales que son siempre restrictivas de derechos individuales y colectivos, amen de que se presta a un debate político que sirve a otros intereses distintos a los de la defensa de las víctimas. Esto lo sabemos por otros tipos de violencia como el terrorismo o la violencia que pudo o no producirse -según quién haga el relato- en Cataluña, relacionada con el “Proces” de independencia.
Gobernar no es legislar. Aunque en España es deporte nacional.
Legislar, en un Estado social y democrático de derecho, debería ser garantizar derechos y libertades. Juzgar debería ser aplicar la legislación correctamente para garantizar esos derechos y libertades. Gobernar debería ser planificar, administrar y ejecutar políticas que conduzcan al país con tal inteligencia y eficacia que a penas necesitemos legislar ni juzgar.
¿Alguien duda que legislamos mucho, juzgamos mucho y gobernamos poco y mal? Así nos va.
La llamada Ley del Tabaco es un ejemplo que viene al caso porque ilustra muy bien el fracaso de esta manera de gobernar que es endémica y se clona constantemente. Implicó medidas destinadas a acabar o disminuir al máximo el problema del tabaquismo y sus consecuencias para la salud y las arcas del Estado derivadas de los gastos médicos que esa enfermedad provoca.
Para empezar partíamos de una contradicción básica: el Estado es el principal beneficiario de la venta de tabaco a través de sus impuestos. Por lo que podemos considerar al tabaco una droga legal, como el alcohol o algunos medicamentos.
Es cierto que se prohibió su publicidad directa, la venta a menores de edad, fumar en espacios públicos, se obligó a advertir severamente en cada producto de las serias consecuencias para la salud e incluso se rozó el ridículo obligando a colocar unas espantosas fotos en cada producto a modo de espantapájaros. Además de eso se subió el precio y se mataron dos pájaros de un tiro: añadir otro freno al consumo pero equilibrar las pérdidas que eso iba a suponer en la recaudación de impuestos. Genial.
Hubo un descenso en las ventas, lógicamente, y se pensó que el trabajo estaba hecho.
Sin embargo, recientemente ha habido un repunte en el consumo de tabaco, sobre todo entre la gente joven, lo cual es una pésima noticia para los que pensaron que el tabaquismo iba a desaparecer. Cada vez los jóvenes fuman más y cada vez se inician antes en el consumo. ¡Toma eficacia!
De todo ello podemos aprender una lección: el problema del tabaquismo tiene que ver mucho más con un tipo de educación informal que sigue fomentando hábitos insanos sumado a un desencanto y frustración generalizado de la gente joven por lo chungo que lo tienen en el futuro, que con la labor legislativa y punitiva del estado. Es decir, que tiene que ver con la salud mental y no con legislar o castigar.
Algo similar sucede con los accidentes mortales de coche. Mira que se ha gastado esfuerzo y dinero en campañas de concienciación y en persecución punitiva de infracciones al volante, pero seguimos registrando los mismos o parecidos siniestros. La gente sigue cogiendo el coche después de beber, sigue usando el móvil, sigue sin respetar los límites de velocidad, sigue sin ponerse el cinturón, etc.
No se trata ya ni siquiera de mejorar la red de carreteras, eliminar puntos negros y e implementar la seguridad de los propios vehículos. La solución pasa por concienciar directamente a la población de que dejen de usar el coche y usen el transporte público, mucho más seguro, barato y menos contaminante. Claro, para eso hay que tener un excelente servicio de transportes públicos.
Pero volvemos a encontrar la misma contradicción que con el tabaco: la industria automovilística genera muchos ingresos al Estado y muchos puestos de trabajo.
Volvamos a la violencia contra las mujeres.
Todo el mundo habla de acabar con ella pero nadie se pone de acuerdo en cómo. Menos aún se escucha hablar de por qué se produce. Los movimientos feministas lo achacan al patriarcado machista, es decir, a valores heredados desde el origen de los tiempos que contradicen toda política de igualdad y que siguen perpetuando esquemas sociales donde la mujer sigue siendo ciudadana de segunda clase. Valores, no hay que olvidar, que también los transmiten las mujeres, porque las madres transmiten a sus hijos e hijas la mitad, sino más, de los valores que van adquiriendo en su infancia. No es un problema de sexos.
Siempre se habla del “empoderamiento” de las mujeres como otra de las causas que provoca este cáncer. El hombre se siente desplazado y reacciona violentamente. Lo que ocurre es que cuando hablamos de “empoderamiento” de las mujeres hablamos en abstracto idealizando mucho a “la mujer” cuando en realidad ellas, como ellos, forman parte de un cuerpo social que de ideal tiene poco.
Las hipotecas son tremendamente igualitarias y le cuestan lo mismo pagarlas a ellas y a ellos. El paro dicen que se ceba en ellas, pero puede ser que lo que se cebe sean sólo las estadísticas maquilladas ya que si tuviéramos en cuenta la precariedad laboral a lo mejor acortamos distancias con ellos. Luego otro tema manido es la brecha salarial o los asuntos de conciliación. Podemos pasarnos el día haciendo distinciones y proponiendo políticas de discriminación positiva como la paridad en puestos de dirección. Como dirían los ingleses ¡bullshit!
Podemos darle la vuelta y entender qué provoca que un hombre enloquezca y agreda a una mujer. Castigarle una vez lo haya hecho no soluciona el problema, como la pena de muerte no evita los asesinatos. Además no son unos cuantos locos que andan sueltos, es una locura que se expande como la gripe y que, como el tabaco, está calando en los más jóvenes. No es un problema exclusivamente de machos y valores patriarcales, es el síntoma de una enfermedad social gravísima.
La Ley de Violencia de Género, ahora protagonista involuntaria del debate político, no va a conseguir acabar con el maltrato y asesinato de mujeres. Su modificación, como propone la derecha, no va garantizar los derechos de los hombres ni proteger a las familias.
Una sociedad que está empeñada en destruir la familia, que nunca ha de ser patrimonio político o religioso de ninguna corriente, es una sociedad suicida que se conduce hacia el abismo. La violencia en la pareja, en el hogar, con menores, con ancianos, la violencia sexual, la violencia entre menores, el acoso escolar, la violencia económica, el progresivo deterioro de las condiciones de vida que afecta específicamente a las familias, son síntomas del desastre.
¿Somos realmente la sociedad avanzada y culta que decimos ser en comparación con las que nos precedieron?
La legislación especial es siempre fuente de recorte de derechos y libertades. La Ley de Violencia de Género lo es. Pero insistimos: castigar a los hombres recortando sus derechos y libertades sólo va a acorralarlos más de lo que ya lo están, así que provocará más violencia. La protección de las víctimas quedará completamente comprometida.
El pasado mes de agosto, el Ejecutivo de Pedro Sánchez ha rizado el rizo dando poder a los ayuntamientos y a los funcionarios de servicios sociales para intervenir familias enteras con meras “sospechas” de violencia de género. Ni siquiera será preciso que haya una denuncia, por lo que se puede dar la circunstancia -de hecho ya se ha dado- que la administración rompa una familia incluso en contra del criterio de las propias madres y sus hijos, supuestamente las víctimas a proteger. “¡Os estamos protegiendo, tontas!”.
Como no sabemos prevenir, sólo podremos lamentar. ¡Acabemos con los herejes, a la hoguera con las brujas!... Pero nadie va a ser más católico ni mejor persona por eso.