La catedral de Notre-Dame: De la catástrofe a la tragedia
Las cenizas de Notre-Dame aún no se han enfriado cuando ya se habla de reconstruir la aguja que coronaba el edificio sin tener por qué reproducir necesariamente la original, apuntando a la posibilidad, e incluso la necesidad, de hacer algo "nuevo y moderno". El mismo Macron lo anunciaba sin rodeos cuando, con el incendio todavía activo a sus espaldas, declaraba ante las cámaras: "Reconstruiremos Notre-Dame, y será incluso más hermosa que antes". O sea, la idea de hacer algo distinto al original ya estaba tomada desde ese mismo instante. Sorprende esa capacidad de decisión y esa convicción en esos momentos, sin haberse abierto ningún debate sobre el tema y sin consultar la opinión de los expertos ni la del público en general.
La polémica está servida y el tema dará qué hablar en los próximos tiempos. En todo caso, esta polémica permite esquivar las preguntas aún sin respuesta acerca de las causas y circunstancias del incendio. Recordemos que las autoridades francesas se apresuraron de manera llamativa (antes incluso de que los bomberos accedieran al interior de la catedral) a afirmar que el incendio se debía a causas fortuitas: un accidente como ocurren tantos a diario. Es curioso que día sí y día también sea incendiada, saqueada o vandalizada una iglesia en Francia, y los días previos fueron un crescendo imparable de ataques y profanaciones anticatólicas, y lo de Notre-Dame resulta ser un desgraciado concurso de circunstancias totalmente inocentes y desprovistas de intencionalidad. Ya veremos.
Pero dejemos esta cuestión de lado, por ahora.
Se plantea, pues, la cuestión de reconstruir Notre-Dame. Por supuesto, ¿pero de qué manera? El debate está abierto. El Gobierno francés, por boca de su Primer ministro, ha anunciado, sin esperar al balance definitivo de los daños, con unas prisas ciertamente curiosas, por no decir sospechosas, un concurso para concebir una nueva aguja "adaptada a los desafíos de nuestra época". Al oír estas palabras, un escalofrío nos recorre el espinazo. Podemos echarnos a temblar.
Pensamos por un instante, que con el final del incendio, lo peor había pasado. ¡Inocentes de nosotros! En realidad sobre las cenizas de la catedral han aparecido nuevos y mayores peligros. El futuro de la catedral se ha convertido en pocos días en una disputa que irá creciendo a medida que pase el tiempo. Estamos ante algo más que de una disputa entre los adeptos de la tradición y los apóstoles de la modernidad. Es la memoria de Francia (y de Europa) lo que algunos quisieran incinerar. Es la historia de un país y una civilización que se quiere reescribir bajo la coartada de los "nuevos tiempos" y "las nuevas realidades" al gusto imperante.
Se presentarán proyectos a cual más feo y grotesco. El mayor adefesio será elegido. Sin duda, algún diseño de uno de esos arquitectos que paren bodrios de cemento, acero y plástico que son celebrados como los Jardines Colgantes de Babilonia o el Taj Mahal. Me temo que elegirán la bazofia más políticamente correcta, integradora y multicultural que puedan. Teníamos una obra de arte sublime, tendremos una una performance aberrante.
La catástrofe del incendio de la catedral bien pudiera ser superado por la tragedia de su restauración. Podemos empezar a preocuparnos y a temer lo peor. Creo que incluso podemos llegar a lamentar que Notre-Dame no se haya esfumado hasta no dejar ni las cenizas. Se ha anunciado un concurso dirigido a los arquitectos del planeta para reconstruir la aguja en clave de "integración de la modernidad", para actualizarla de acuerdo "a los valores actuales", dándole "una expresión contemporánea". Traducción simultánea: vamos a ver la desfiguración total, monstruosa y grotesca de ese maravilloso edificio, que podemos estar seguro que nunca volveremos a admirar como era antes.
Alguien ha propuesto cambiar la oscura techumbre hecha cenizas por un invernadero que sería un "espacio laico y transparente". Ni más ni menos. Eso sí, también sería una solución ecológica, ya que no habría tala de árboles para la nueva estructura del techo. A la catedral de Notre-Dame, aprovechando su restauración, se le exigirá con toda probabilidad que la nueva cubierta sea generad ora de energía renovable y reciclable. ¡Además de tolerante, inclusiva y me temo que feminista! ¡Ya puestos! En definitiva: "aggiornar" este rancio monumento heteropatriarcal e intolerante, como algunos lo califican, al gusto actual. Como si lo viera. Dónde teníamos una obra de arte imponente y majestuosa, tendremos una ocurrencia ridícula: un escandaloso símbolo de mediocridad y decadencia, una impostura al servicio de los amos del momento.
Algunos han sacado a relucir con júbilo y sin complejos sus obsesiones, odios y repugnancias más íntimas hacia el cristianismo y la civilización occidental que tiene en éste un pilar fundamental y fundacional. "Para algunas personas en Francia, Notre-Dame ha servido de símbolo profundo de resentimiento, de monumento a una institución profundamente defectuosa y a una Francia cristiana idealizada que nunca ha existido realmente. El edifico estaba tan cargado de sentido que su destrucción parece un acto de liberación. Para otros, la catedral es considerada como un recuerdo indigesto e insufrible de la "vieja ciudad", la encarnación de la piedra y la fe, así como la Torre Eiffel encarna el Paris de la modernidad y la alegría de vivir. La reconstrucción no debe ser el reflejo de la "vieja Francia" o de una Francia que nunca ha existido, una Francia europea, blanca y cristiana, sino el reflejo de la Francia actual, una Francia que se está construyendo. El futuro edificio debe ser una expresión de lo que es Francia hoy." (1)
Hay pocas dudas de que se está gestando el proyecto de rematar el derrumbe material de Notre-Dame con su hundimiento espiritual.
Corremos el riesgo de que este siglo de vulgaridad y desvarío nos arrebate la catedral de Notre-Dame. Estamos ante una empresa perniciosa que pretende aprovechar la necesaria restauración del edificio para esterilizar y neutralizar este símbolo molesto de una época que se quiere olvidar, cuando no difamar y condenar. No pocos ven aquí la ocasión soñada para hacer progresar su agenda destructiva transformando el testigo de un pasado odiado en una celebración del nuevo orden.
Otra obsesión contemporánea es la la celebración permanente del progresismo, presentado como el desenlace feliz de la historia moral después de milenios de extravíos y desatinos. Los fanáticos e intolerantes modernos nos conminan a renegar de nuestras antiguas pasiones, de esos absurdos fervores que llevaron a gentes que vivieron hace ocho siglos a edificar esas naves de piedra, ya pasadas de moda. En realidad no se trata de un combate de cristianos contra otras religiones, de creyentes contra no creyentes, sino del enfrentamiento entre los que reconocen la importancia, y sobre todo la existencia, de nuestras raíces y los apóstoles de la nueva fe igualitaria. Según esta última, el orden antiguo debe ser objeto de una condena metódica de la memoria para sustituirlo por el rostro riente de una modernidad inclusiva, solidaria, tolerante y festiva.
Querer "actualizar" Notre-Dame sería volverla vacía, sin sentido, una fachada sin contenido, una cáscara sin sustancia, un decorado sin alma. No debemos hacerla portadora de otro mensaje que el que sus constructores quisieron transmitir. Respetemos el testimonio de fervor y de valor que nos envían a través de los siglos y dejemos nuestra época a las puertas de la catedral. A las heridas de sus viejas piedras no sumemos el ultraje de la desnaturalización de lo que representan . No podemos aceptar que se desfigure la imagen de la catedral y que se pervierta su esencia, convirtiéndola en una carcasa huérfana de todo contenido trascendente, ni permanecer impasibles ante la declarada voluntad de trocar su gloria intemporal en el vulgar reclamo publicitario de una época terminal. No convirtamos un pasajero infortunio en un sabotaje definitivo. A la catástrofe de un accidente reparable no le añadamos la tragedia de una deformación irremediable.
Las cenizas de Notre-Dame aún no se han enfriado cuando ya se habla de reconstruir la aguja que coronaba el edificio sin tener por qué reproducir necesariamente la original, apuntando a la posibilidad, e incluso la necesidad, de hacer algo "nuevo y moderno". El mismo Macron lo anunciaba sin rodeos cuando, con el incendio todavía activo a sus espaldas, declaraba ante las cámaras: "Reconstruiremos Notre-Dame, y será incluso más hermosa que antes". O sea, la idea de hacer algo distinto al original ya estaba tomada desde ese mismo instante. Sorprende esa capacidad de decisión y esa convicción en esos momentos, sin haberse abierto ningún debate sobre el tema y sin consultar la opinión de los expertos ni la del público en general.
La polémica está servida y el tema dará qué hablar en los próximos tiempos. En todo caso, esta polémica permite esquivar las preguntas aún sin respuesta acerca de las causas y circunstancias del incendio. Recordemos que las autoridades francesas se apresuraron de manera llamativa (antes incluso de que los bomberos accedieran al interior de la catedral) a afirmar que el incendio se debía a causas fortuitas: un accidente como ocurren tantos a diario. Es curioso que día sí y día también sea incendiada, saqueada o vandalizada una iglesia en Francia, y los días previos fueron un crescendo imparable de ataques y profanaciones anticatólicas, y lo de Notre-Dame resulta ser un desgraciado concurso de circunstancias totalmente inocentes y desprovistas de intencionalidad. Ya veremos.
Pero dejemos esta cuestión de lado, por ahora.
Se plantea, pues, la cuestión de reconstruir Notre-Dame. Por supuesto, ¿pero de qué manera? El debate está abierto. El Gobierno francés, por boca de su Primer ministro, ha anunciado, sin esperar al balance definitivo de los daños, con unas prisas ciertamente curiosas, por no decir sospechosas, un concurso para concebir una nueva aguja "adaptada a los desafíos de nuestra época". Al oír estas palabras, un escalofrío nos recorre el espinazo. Podemos echarnos a temblar.
Pensamos por un instante, que con el final del incendio, lo peor había pasado. ¡Inocentes de nosotros! En realidad sobre las cenizas de la catedral han aparecido nuevos y mayores peligros. El futuro de la catedral se ha convertido en pocos días en una disputa que irá creciendo a medida que pase el tiempo. Estamos ante algo más que de una disputa entre los adeptos de la tradición y los apóstoles de la modernidad. Es la memoria de Francia (y de Europa) lo que algunos quisieran incinerar. Es la historia de un país y una civilización que se quiere reescribir bajo la coartada de los "nuevos tiempos" y "las nuevas realidades" al gusto imperante.
Se presentarán proyectos a cual más feo y grotesco. El mayor adefesio será elegido. Sin duda, algún diseño de uno de esos arquitectos que paren bodrios de cemento, acero y plástico que son celebrados como los Jardines Colgantes de Babilonia o el Taj Mahal. Me temo que elegirán la bazofia más políticamente correcta, integradora y multicultural que puedan. Teníamos una obra de arte sublime, tendremos una una performance aberrante.
La catástrofe del incendio de la catedral bien pudiera ser superado por la tragedia de su restauración. Podemos empezar a preocuparnos y a temer lo peor. Creo que incluso podemos llegar a lamentar que Notre-Dame no se haya esfumado hasta no dejar ni las cenizas. Se ha anunciado un concurso dirigido a los arquitectos del planeta para reconstruir la aguja en clave de "integración de la modernidad", para actualizarla de acuerdo "a los valores actuales", dándole "una expresión contemporánea". Traducción simultánea: vamos a ver la desfiguración total, monstruosa y grotesca de ese maravilloso edificio, que podemos estar seguro que nunca volveremos a admirar como era antes.
Alguien ha propuesto cambiar la oscura techumbre hecha cenizas por un invernadero que sería un "espacio laico y transparente". Ni más ni menos. Eso sí, también sería una solución ecológica, ya que no habría tala de árboles para la nueva estructura del techo. A la catedral de Notre-Dame, aprovechando su restauración, se le exigirá con toda probabilidad que la nueva cubierta sea generad ora de energía renovable y reciclable. ¡Además de tolerante, inclusiva y me temo que feminista! ¡Ya puestos! En definitiva: "aggiornar" este rancio monumento heteropatriarcal e intolerante, como algunos lo califican, al gusto actual. Como si lo viera. Dónde teníamos una obra de arte imponente y majestuosa, tendremos una ocurrencia ridícula: un escandaloso símbolo de mediocridad y decadencia, una impostura al servicio de los amos del momento.
Algunos han sacado a relucir con júbilo y sin complejos sus obsesiones, odios y repugnancias más íntimas hacia el cristianismo y la civilización occidental que tiene en éste un pilar fundamental y fundacional. "Para algunas personas en Francia, Notre-Dame ha servido de símbolo profundo de resentimiento, de monumento a una institución profundamente defectuosa y a una Francia cristiana idealizada que nunca ha existido realmente. El edifico estaba tan cargado de sentido que su destrucción parece un acto de liberación. Para otros, la catedral es considerada como un recuerdo indigesto e insufrible de la "vieja ciudad", la encarnación de la piedra y la fe, así como la Torre Eiffel encarna el Paris de la modernidad y la alegría de vivir. La reconstrucción no debe ser el reflejo de la "vieja Francia" o de una Francia que nunca ha existido, una Francia europea, blanca y cristiana, sino el reflejo de la Francia actual, una Francia que se está construyendo. El futuro edificio debe ser una expresión de lo que es Francia hoy." (1)
Hay pocas dudas de que se está gestando el proyecto de rematar el derrumbe material de Notre-Dame con su hundimiento espiritual.
Corremos el riesgo de que este siglo de vulgaridad y desvarío nos arrebate la catedral de Notre-Dame. Estamos ante una empresa perniciosa que pretende aprovechar la necesaria restauración del edificio para esterilizar y neutralizar este símbolo molesto de una época que se quiere olvidar, cuando no difamar y condenar. No pocos ven aquí la ocasión soñada para hacer progresar su agenda destructiva transformando el testigo de un pasado odiado en una celebración del nuevo orden.
Otra obsesión contemporánea es la la celebración permanente del progresismo, presentado como el desenlace feliz de la historia moral después de milenios de extravíos y desatinos. Los fanáticos e intolerantes modernos nos conminan a renegar de nuestras antiguas pasiones, de esos absurdos fervores que llevaron a gentes que vivieron hace ocho siglos a edificar esas naves de piedra, ya pasadas de moda. En realidad no se trata de un combate de cristianos contra otras religiones, de creyentes contra no creyentes, sino del enfrentamiento entre los que reconocen la importancia, y sobre todo la existencia, de nuestras raíces y los apóstoles de la nueva fe igualitaria. Según esta última, el orden antiguo debe ser objeto de una condena metódica de la memoria para sustituirlo por el rostro riente de una modernidad inclusiva, solidaria, tolerante y festiva.
Querer "actualizar" Notre-Dame sería volverla vacía, sin sentido, una fachada sin contenido, una cáscara sin sustancia, un decorado sin alma. No debemos hacerla portadora de otro mensaje que el que sus constructores quisieron transmitir. Respetemos el testimonio de fervor y de valor que nos envían a través de los siglos y dejemos nuestra época a las puertas de la catedral. A las heridas de sus viejas piedras no sumemos el ultraje de la desnaturalización de lo que representan . No podemos aceptar que se desfigure la imagen de la catedral y que se pervierta su esencia, convirtiéndola en una carcasa huérfana de todo contenido trascendente, ni permanecer impasibles ante la declarada voluntad de trocar su gloria intemporal en el vulgar reclamo publicitario de una época terminal. No convirtamos un pasajero infortunio en un sabotaje definitivo. A la catástrofe de un accidente reparable no le añadamos la tragedia de una deformación irremediable.