El reto de deconstruir el discurso islamista radical
A principios del mes de junio de 2014, yihadistas del entonces incipiente Estado Islámico para Irak y Siria (ISIS en sus siglas de inglés) anunciaban en su cuenta de Twitter la ejecución de 1.700 soldados del ejército iraquí durante su embestida contra las ciudades de Mosul y Tikrit. Unos días más tarde, las imágenes de otros cerca de 200 enemigos asesinados con un tiro en la nuca, maniatados y boca abajo en el interior de una fosa común, darían la vuelta al mundo.
Acostumbrados a las escenas de violencia cotidiana retransmitidas por los informativos de todo el mundo a la hora de comer, el shock a escala internacional no se produciría en las opiniones públicas del mundo civilizado hasta que la decapitación en directo del periodista norteamericano James Foley, el 19 de agosto, puso en evidencia la vulnerabilidad de unas sociedades abiertas para las que la tolerancia, el respeto a la diversidad y el propio concepto de compasión son recibidos con desprecio y como signo de debilidad por aquellos mismos sujetos que han nacido, crecido y vivido bajo el amparo de unos códigos sociales y una libertad que ahora cuestionan y cercenan. Europa descubría estupefacta que 2.500 de aquellos cerca de 30.000 salvajes que por aquel entonces ya componían las filas de esta organización terrorista con aspiraciones de Estado eran ciudadanos oriundos del Viejo Continente.
Cinco años después del comienzo de una feroz campaña mediática sin precedentes en la que la incitación al odio, el genocidio, la limpieza étnica, las ejecuciones sumarias, decapitaciones, crucifixiones, castigos corporales, conversiones forzosas, mercados de esclavas y todo tipo de atrocidades inimaginables forman parte de una estudiada estrategia diseñada para aterrorizar al enemigo y atraer a los musulmanes de todo el mundo a participar en la creación y extensión de un delirante califato islámico con pretensiones universales, las sociedades europeas siguen en alerta y sin respuesta ante la potencial amenaza que suponen los más de 6.000 retornados – incluidos las mujeres y los niños –, los yihadistas infiltrados entre las oleadas de refugiados que vagan sin control y la creciente radicalización de sus comunidades musulmanas, adoctrinadas en el rigorismo salafista y wahabita gracias a la laxa legislación en materia de libertades civiles y de libertad de expresión y de reunión, principios todos ellos rectores de los códigos jurídicos de nuestras sociedades democráticas, libres y abiertas.
Alepo, Falluyah, Ramadi, Tal Afar, Mosul, Raqqa, Deir Ezzor, Al Mayadin… son los últimos bastiones físicos de esta organización perfectamente organizada, estructurada y disciplinada que intentó crear una nación a partir de una utopía islámica presente en el ideario salafista yihadista. La intensificación de las campañas militares para derrotarlos y la pérdida de territorio y del control de su población no implica, sin embargo, la desaparición de una fuerza ideológica en expansión gracias a la legitimación de un discurso religioso que cala en los individuos con motivaciones religiosas, y no sólo en las personalidades más violentas.
Negar la naturaleza islámica de la ideología que sustenta la recuperación y creación de un califato universal es un error de percepción, pero también de interpretación, que nos impide establecer estrategias viables para prevenir y desactivar los procesos de radicalización de los individuos comprometidos con devolver a la civilización a un entorno legal del siglo VII. No se derrota lo que no se comprende, y la teología medieval, que emula el comportamiento de un Profeta que en su mitología es perfecto y crea normas perfectas, hoy es fuente generadora de problemas. No consuela que los expertos en jurisprudencia islámica nos recuerden que sólo es una minoría dentro del islam la que hace una interpretación particular de los textos y se radicaliza hasta el punto de utilizar la violencia y el terrorismo como forma de expresión.
Deconstruir el discurso islamista radical es el reto al que nos enfrentamos en las sociedades occidentales con fuerte presencia de comunidades musulmanas de segunda o ya tercera generación si queremos prevenir el comportamiento futuro de un individuo ya radicalizado que no ha combatido en el extranjero. El crecimiento de la población musulmana en Europa va en aumento, y podríamos pasar de los 28,8 millones en la actualidad a 70 millones en 2050. Tanto en el judaísmo como en el cristianismo, las interpretaciones moderan los textos originales, asignatura pendiente en el seno del islam. Por tanto, el problema no está tanto en el número como en la capacidad de influencia política futura que tengan, y en el compromiso que adquieran en contribuir y mantener el sistema de libertad y tolerancia propio de nuestras democracias, o, por el contrario, modificarlo para adoptarlo a su particular cosmovisión de una sharía (ley islámica) en clara y abierta contradicción con nuestros valores más elementales.
A principios del mes de junio de 2014, yihadistas del entonces incipiente Estado Islámico para Irak y Siria (ISIS en sus siglas de inglés) anunciaban en su cuenta de Twitter la ejecución de 1.700 soldados del ejército iraquí durante su embestida contra las ciudades de Mosul y Tikrit. Unos días más tarde, las imágenes de otros cerca de 200 enemigos asesinados con un tiro en la nuca, maniatados y boca abajo en el interior de una fosa común, darían la vuelta al mundo.
Acostumbrados a las escenas de violencia cotidiana retransmitidas por los informativos de todo el mundo a la hora de comer, el shock a escala internacional no se produciría en las opiniones públicas del mundo civilizado hasta que la decapitación en directo del periodista norteamericano James Foley, el 19 de agosto, puso en evidencia la vulnerabilidad de unas sociedades abiertas para las que la tolerancia, el respeto a la diversidad y el propio concepto de compasión son recibidos con desprecio y como signo de debilidad por aquellos mismos sujetos que han nacido, crecido y vivido bajo el amparo de unos códigos sociales y una libertad que ahora cuestionan y cercenan. Europa descubría estupefacta que 2.500 de aquellos cerca de 30.000 salvajes que por aquel entonces ya componían las filas de esta organización terrorista con aspiraciones de Estado eran ciudadanos oriundos del Viejo Continente.
Cinco años después del comienzo de una feroz campaña mediática sin precedentes en la que la incitación al odio, el genocidio, la limpieza étnica, las ejecuciones sumarias, decapitaciones, crucifixiones, castigos corporales, conversiones forzosas, mercados de esclavas y todo tipo de atrocidades inimaginables forman parte de una estudiada estrategia diseñada para aterrorizar al enemigo y atraer a los musulmanes de todo el mundo a participar en la creación y extensión de un delirante califato islámico con pretensiones universales, las sociedades europeas siguen en alerta y sin respuesta ante la potencial amenaza que suponen los más de 6.000 retornados – incluidos las mujeres y los niños –, los yihadistas infiltrados entre las oleadas de refugiados que vagan sin control y la creciente radicalización de sus comunidades musulmanas, adoctrinadas en el rigorismo salafista y wahabita gracias a la laxa legislación en materia de libertades civiles y de libertad de expresión y de reunión, principios todos ellos rectores de los códigos jurídicos de nuestras sociedades democráticas, libres y abiertas.
Alepo, Falluyah, Ramadi, Tal Afar, Mosul, Raqqa, Deir Ezzor, Al Mayadin… son los últimos bastiones físicos de esta organización perfectamente organizada, estructurada y disciplinada que intentó crear una nación a partir de una utopía islámica presente en el ideario salafista yihadista. La intensificación de las campañas militares para derrotarlos y la pérdida de territorio y del control de su población no implica, sin embargo, la desaparición de una fuerza ideológica en expansión gracias a la legitimación de un discurso religioso que cala en los individuos con motivaciones religiosas, y no sólo en las personalidades más violentas.
Negar la naturaleza islámica de la ideología que sustenta la recuperación y creación de un califato universal es un error de percepción, pero también de interpretación, que nos impide establecer estrategias viables para prevenir y desactivar los procesos de radicalización de los individuos comprometidos con devolver a la civilización a un entorno legal del siglo VII. No se derrota lo que no se comprende, y la teología medieval, que emula el comportamiento de un Profeta que en su mitología es perfecto y crea normas perfectas, hoy es fuente generadora de problemas. No consuela que los expertos en jurisprudencia islámica nos recuerden que sólo es una minoría dentro del islam la que hace una interpretación particular de los textos y se radicaliza hasta el punto de utilizar la violencia y el terrorismo como forma de expresión.
Deconstruir el discurso islamista radical es el reto al que nos enfrentamos en las sociedades occidentales con fuerte presencia de comunidades musulmanas de segunda o ya tercera generación si queremos prevenir el comportamiento futuro de un individuo ya radicalizado que no ha combatido en el extranjero. El crecimiento de la población musulmana en Europa va en aumento, y podríamos pasar de los 28,8 millones en la actualidad a 70 millones en 2050. Tanto en el judaísmo como en el cristianismo, las interpretaciones moderan los textos originales, asignatura pendiente en el seno del islam. Por tanto, el problema no está tanto en el número como en la capacidad de influencia política futura que tengan, y en el compromiso que adquieran en contribuir y mantener el sistema de libertad y tolerancia propio de nuestras democracias, o, por el contrario, modificarlo para adoptarlo a su particular cosmovisión de una sharía (ley islámica) en clara y abierta contradicción con nuestros valores más elementales.