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Antonio Ríos Rojas
Domingo, 28 de Abril de 2019 Tiempo de lectura:

La caballería espiritual de Carlos X. Blanco

[Img #15594]Reseñamos una obra fascinante. El lector no ha de esperar que este libro le haga recorrer un largo camino como el que recorren los caballeros andantes. Este libro nos invita más bien a ponernos en camino. Nos abre sólo las puertas de nuestras casas, que a cada hora, a cada minuto, se ven asediadas por un enemigo mortal: la infelicidad, la enfermedad interior. Los proyectiles nos llegan en forma de una información estresante, verdades a medias, noticias falsas, mentes vacías que se introducen en nuestra sangre, y que acaban llevándonos de la mano por una vida plana e insustancial, sólo multiforme en la carcasa. Guías ciegos. Pero más ciego es quien se deja guiar por un ciego.

 

Este libro le hace sentir al lector que su casa, sus paredes, su mismo yo, son en realidad un castillo del que ha de salir en busca del Grial, del Grial de nuestra alma, ofuscada, casi difuminada y derretida por la prisa y por el incesante progreso que nos esclaviza. De esta puesta en marcha trata este libro. No nos hace recorrer como Don Quijote largas extensiones y ricas aventuras; se detiene más bien en la salida. Congela ese instante del capítulo segundo de la obra de Cervantes en la que el hidalgo manchego se pone en marcha en busca de aventuras por primera vez. Aventuras en apariencia de otra índole, pero en realidad muy similares a las que promete la obra de Blanco. Como preparación para el viaje en el camino de la vida, el autor hace hablar a un Maestro Viajero –trasunto probablemente de su yo más hondo- que le cuenta las maravillas del viaje que le espera en busca de dos objetivos, repetidos como una constante en el libro: crecimiento y sanación. El viaje quedará completado cuando se retorne al hogar, pues como concluye el libro, “lo más lejano es volver al punto de partida”.

 

Decía Deleuze que la profundidad coincide con la superficie. Daba así a entender que lo que se ha llamado profundidad, hondura, alma, es una quimera. La superficie no sólo coincidía con la hondura, sino que la hondura quedaba reducida a la superficie, como quedaban reducidas las cabezas de los enemigos muertos de algunos pueblos indígenas, conservadas por estos como trofeos y talismanes.

 

Desde una superficie plana un móvil es arrastrado con más facilidad. Ese móvil es el cuerpo sin alma del ser humano. Es arrastrado hasta alcanzar una velocidad que se hace insoportable. La superficie plana se convierte pronto en caída en el vacío. Contra esto, nos dice Carlos X. Blanco: “Hay otro mundo oculto a la vista, lleno de criaturas, con sus cordilleras, valles, planicies, simas. Bosques de algas y praderas sumergidas, muchedumbres de peces, toda una explosión de vida. Deberías ser buzo de ti mismo, explorador del inmenso océano que siempre llevas en tu interior. No sabes cuánta energía cabe en cada pequeña fibra de tu ser. Si supieras canalizarla podrías mover montañas” (p.142). 

 

Hay un camino más apasionante que ese camino lineal del que se sirven la modernidad y el progreso, un camino hacia lo hondo, cuyo recorrido hemos de hacer cada uno de nosotros. Por eso el libro sólo nos sitúa en la salida, porque nos invita, nos interpela a cada uno de nosotros a recorrer nuestro propio camino de crecimiento y sanación. Por eso, aunque en el libro se habla repetidas veces de inconsciente colectivo como ese océano inmenso, no deshace al individuo en un todo, sino que dentro del individuo está el todo. Los peligros de la disolución en el todo, de caer en delirios místicos son tenidos en cuenta por Carlos X. Blanco, gran conocedor de Lovecraft. “Hay un océano psíquico desde el que venimos y hacia donde vamos, pero del que, sin embargo, nos dintinguimos”. Como Parsifal, se ha de recorrer el bello y sublime mundo inconsciente, pero se ha de vencer también la parte amenazante del inconsciente, tal es la tarea de Parsifal en el segundo acto al vencer al malévolo mago Klingsor. Parsifal se sanará a sí mismo, y sanará al enfermo rey Amfortas. Los caballeros espirituales formarán una orden de sanación mutua.

 

Desde el comienzo de esta profunda obra se reivindica la fuerza, la energía cósmica que habita en cada ser humano. El individuo ha de ser autárquico, pues como microcosmos que es, posee la fuerza suficiente para ser feliz. Esa autarquía de la que habla Blanco, no debe confundirse con una “autodeterminación”, palabra hoy en boca de tantos necios. La autodeterminación implica un “terminis”, un final, una conclusión, y en este libro se huye de un final, pues estamos entrelazados con el todo. La vuelta al hogar que completa el viaje, es en realidad un comenzar de nuevo, eterno. Hasta se nos hace creer en la fuerza de nuestro interior para hablar con los que ya se fueron, con los muertos.  La autarquía indica ante todo un autoconocimiento, un regirse a sí mismo, pero inspirado por principios cósmicos y sagrados que cuidan de nosotros. Y es que la autarquía no es algo que se restrinja al individuo consciente, sino que abarca también lo inconsciente en nosotros y en el universo.

 

El libro está repleto de ideas muy profundas, de frases a no olvidar, en las que uno percibe las hondas raíces de donde proceden y hacen que el lector se sienta en una atmósfera mágica desde la que puede sanar, crecer. Una de las más fascinantes ideas me parece el desarrollo que Blanco hace de la cita de Píndaro: “aprende a ser lo que eres”. Y que humildemente yo también me atrevo a interpretar. Y es que esta sabia exhortación no nos habla como los libros de autoayuda al uso, que suelen decir: ámate tal como eres, queriendo decir en el fondo: confórmate con lo que eres”. La frase de Píndaro es sabia, pues como bien sabe Blanco, “aprender a ser lo que somos” es precisamente la tarea de búsqueda de nuestro Grial, de nuestra alma perdida, confundida y acallada en el tumultuoso reino de los mediocres. Lo que somos no es algo para conformarse, porque somos el universo entero. Nuestras energías adormecidas han de afanarse por ensancharse, dilatarse, crecer. El “conócete a ti mismo” del templo de Delfos nos pone ante el mismo misterio. La visión lineal de la historia y del desarrollo humano sólo nos hace ver lo que está delante. Nos hemos vuelto ciego para el “abajo”, para nuestras raíces, y para el “atrás”, para nuestro  pasado.

 

Muy interesante es el desarrollo que Blanco hace del término “teosis”  (proceso por el cual hemos de convertirnos en dioses). No en los dioses ideados por las religiones monoteístas, ni en esa especie de Dios ya cansino que es el superhombre nietzscheano, sino en, como dice más adelante: “Una redirección de nuestro potencial que podría sanar órganos, reestablecer tejidos, y alargar la fecha de nuestra muerte”. Una teosis que tiene como fundamento y condición la vuelta a la sencillez. Maravillosas palabras las que dedica a la vida campestre.

 

Mi intención al ir leyendo este libro era hacer una extensa recensión a modo de un imaginario diálogo con el autor –con las necesarias disensiones-, pero creo que ello hubiera servido de pobre sustitución a la lectura de este libro que les recomiendo encarecidamente.

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