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Lunes, 06 de Mayo de 2019 Tiempo de lectura:

Los fundamentos ideológicos de la llamada ideología de género

[Img #15633]Uno de los grandes triunfos del feminismo es haber logrado el tan anhelado objetivo de la llamada transversalidad. El feminismo, se nos dice estos días, tiene como loable objetivo la consecución de la igualdad entre los sexos. Una igualdad que se encuentra, dicen sus defensoras, socavada por multitud de leyes, instituciones, prácticas culturales y discursos que preconizan una supremacía del varón sobre la mujer por el mero hecho de la diferenciación sexual (dimorfismo de la especie).

 

Según las feministas, nuestros Estados son esencialmente patriarcales. Como pone de manifiesto Carol Pateman, el llamado contrato social que está en la base de la moderna teoría del Estado liberal es básicamente un pacto entre varones heterosexuales cuya único objetivo es el establecimiento de un sistema que excluya a la mitad de la población del disfrute real y efectivo de sus derechos. Esta tesis, tan disparata, ha logrado una amplia aceptación social. En los medios se nos dice que no ser feminista es sinónimo de ser machista y de no aceptar la igualdad entre sexos. Independientemente de que el concepto de igualdad plantea muchos problemas cuando se aplica al ámbito de las ciencias sociales, pues se trata de un concepto muy problemático sacado de las ciencias formales, la realidad es que desde un punto de vista argumentativo es muy potente: ¿quién puede estar en contra de tan loable objetivo?, ¿quién puede pretender en pleno siglo XXI defender que las mujeres no pueden tener idénticos derechos a los varones?.

 

La realidad es que ni el feminismo es uno, hay múltiples variantes del mismo, ni la consecución de la igualdad es su verdadero objetivo. El feminismo supremacista, que es el que se impone en los medios de comunicación y en los ambientes intelectuales, lo que persigue en realidad es una nueva inculturación del ser humano y la constitución de un nuevo orden político y social de corte colectivista y totalitario. En la línea “hobbesiana”, apela al miedo que supuestamente sufren millones de mujeres en el mundo para pedir un nuevo orden social y político donde el género, y no el individuo, determine la asignación de derechos y deberes en la sociedad.

 

Una de las grandes conquistas del feminismo ha consistido en la imposición de la llamada ideología de género. Dicha forma de pensamiento totalitaria  procede de dos tradiciones antagónicas dentro del feminismo: el llamado feminismo de la diferencia y el llamado “movimiento queer”.

 

La lógica política del feminismo de la diferencia está asociada con la revalorización de lo femenino frente a una cultura, la occidental, moldeada sobre la base de lo masculino. Este feminismo parte de la premisa de que existen dos “culturas” bien diferenciadas. Por un lado la llamada cultura masculina o patriarcal, cuyos caracteres serían los de la agresividad, la competitividad, el autoritarismo, el individualismo y la racionalidad teleológica. Por el contrario, la feminidad se caracterizaría por la empatía, el espíritu colaborativo, el sentimentalismo y la racionalidad comunicativa. Para el feminismo de la diferencia el mundo capitalista está enfermo de “patriarcado”, una cultura opresora para la mujer que le impone roles de sumisión (maternidad, matrimonio, precariedad laboral, violencia machista...).

 

La verdadera “liberación” de la mujer no consiste en la consecución de más derechos o en la eliminación de barreras legales, sino en la eliminación de esa cultura patriarcal primeramente del ámbito de la esfera pública y en un segundo momento de las relaciones privadas y familiares. Para el feminismo de la diferencia cualquier manifestación cultural está colonizada por el patriarcado y es susceptible de deconstrucción feminista. La familia, el lenguaje o la educación son ámbitos especialmente propicios para la “catequización” del feminismo de la diferencia, de ahí que éste promueva políticas de discriminación positiva que penalicen manifestaciones de esa cultura patriarcal en la sociedad.

 

Junto a este feminismo de la diferencia que eleva lo femenino a una categoría ontológica superior frente a la bárbara masculinidad, hay otra forma variante de feminismo que ataca lo femenino y postula una nueva organización de la diferencia sexual dentro de la especie del Homo Sapiens, la llamada teoría “queer”, para la que la mera asignación binaria de sexos es una forma de opresión cultural.

 

Las defensoras de esta forma de feminismo son en realidad anti-feministas pues lo que acaban haciendo es negar la propia conceptualización de la feminidad, ya sea por condicionamientos biológicos, culturales o políticos. Estas autoras parten de concepciones profundamente anti-humanistas, en la medida en que parten de la asunción de que la categoría ontológica del sujeto es una creación discursiva, debajo de la cual subyacen relaciones de poder y narrativas que buscan normalizar una forma determinada de entender la feminidad.

 

El género, para Judith Butler, una de las principales impulsoras de este movimiento, es un estabilizador normativo de la propia sexualidad. Según dicha autora cabrían nuevas significaciones y formas de entender la propia sexualidad, de forma que se prive a la cultura hegemónica masculina de la prerrogativa de dar explicaciones esencialistas sobre uno mismo. El sexo es una identidad constituida a partir de la ejecución de una serie de roles culturalmente preestablecidos. Para sostener su tesis acude a las teorías pragmáticas de la filosofía del lenguaje de autores como John Langshaw Austin, para quien el lenguaje tiene no sólo una función descriptiva de la realidad sino también performativa. No sólo decimos cosas a cerca del mundo con el lenguaje, sino que podemos construir la realidad. Él pone el ejemplo de las fórmulas rituales de ciertas instituciones sociales, como el matrimonio, en que el sacerdote o el funcionario crean el vínculo conyugal siguiendo un lenguaje de naturaleza ritual. Algo parecido afirma Butler cuando dice que construimos la identidad sexual por medio del uso de expresiones que normativizan lo que somos. Así por ejemplo afirma que los juegos infantiles, por ejemplo con muñecas, no son inocentes sino que encubren rituales de aceptación inconsciente de roles de género. Los sexos no son más que meras etiquetas que nos clasifican y crean en nosotros expectativas de comportamiento.

 

Estas dos maneras de entender la llamada ideología de género han tenido devastadoras consecuencias para nuestra cultura  que ha dado lugar a multitud de cambios legales. Medidas como la supresión de la mención a los sexos en documentos oficiales (progenitor A / B, en España en los expedientes de adopción), el reconocimiento legal de formas alternativas de familia (Holanda) que superan tanto la heterosexualidad como la propia homosexualidad, la posibilidad legal de reconocerse como no adscrito a un género “Agender movement” que ha permitido que la ley en Australia permita “definirse“ como X en vez de hombre o mujer. La posibilidad de cambiar la mención del sexo con la propia voluntad (Irlanda) o la promoción de nuevos géneros, muchas veces sacados de las mitologías de tribus ignotas descubiertas por alguna “antropóloga” cercana al movimiento “queer” (géneros Bissu o Calabai de la tribu Bigus de Indonesia) son algunos de estos cambios culturales. Al igual que la ideología de género, la teoría “queer” pretende “normalizar” el lenguaje para dar cabida a la “visibilidad” femenina, incluyendo en él formas de entender la sexualidad no binaria, como los llamados asexuales o los géneros fluidos.

 

Se da la paradoja de que en aras de la tolerancia, desde la llamada ideología de género se postula la intolerancia a través de reformas legales que penalicen la disidencia e impongan el pensamiento único. Es menester recuperar las raíces culturales de la civilización occidental, con un feminismo de la complementariedad, que en la línea defendida por la disidente Carmille Paglia reivindique el dimorfismo cultural de lo humano, representado por la dialéctica constitutivo de lo masculino y lo femenino.

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