En pos de un nuevo "Leviathan" feminista
Leviathan del pensador inglés Thomas Hobbes es una de las obras fundacionales del pensamiento político moderno. En ella se postula la constitución de una nueva teoría del Estado que supere la ingenua visión de la sociabilidad natural del hombre, presente en el pensamiento antiguo y medieval, en favor de una antropología política fundamentalmente pesimista en la que la constitución de la comunidad política obedezca más bien a las limitaciones de la sociabilidad humana. En el famoso Libro 1 capítulo VIII de la obra del pensador inglés se nos describe un hipotético estado de naturaleza, anterior a la constitución de la comunidad política, caracterizado por una condición de permanente guerra de unos hombres en contra de los otros. En tal situación de caos, el género humano no puede dedicarse a ninguna industria, porque el fruto del trabajo es siempre inseguro. No hay arte, ni letras ni civilidad alguna. Sólo existe un estado de permanente miedo a sufrir algún mal, fundamentalmente la muerte a manos de otro ser humano más poderoso.
La vida en este “infierno pre-político” que nos describe crudamente Hobbes supone para el hombre “una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. Para salir de este estado menesteroso y aterrador es menester, como muy bien indica Hobbes en el Libro II, capítulo XVI, constituir, a través de un “pacto de cada hombre con cada hombre”, una “nueva persona” en favor de la cual, cada uno de los individuos del estado prepolítico cedan su particular derecho a gobernarse a sí mismo, a cambio de que todos los demás hagan exactamente lo mismo. Esta nueva persona, recibe el nombre bíblico de Leviathan, un nuevo Deus mortalis, al que todos deben adorar a fin de poder procurarse “paz y defensa”.
El feminismo culturalista siempre ha visto en la constitución del Estado moderno, cuyo precursor teórico es el Estado absoluto preconizado por Hobbes, una forma de ordenación política esencialmente patriarcal, donde la mujer queda al margen del disfrute de los derechos políticos, propios de la esfera pública y confinada al ámbito del privado, en tareas de reproducción y cuidado. Frente a esta forma de Estado patriarcal y esencialmente anti-femenino, cuyos precedentes teóricos las feministas sitúan en la obra de pensadores como Hobbes, Locke, Kant, Rousseau o Hegel, las feministas radicales, como la autora norteamericana, Catharine MacKinnon, han postulado la constitución de una nueva teoría del Estado no binaria, en la que la mujer no tenga vedado un lugar en la esfera pública de decisión.
Poco importa que todos los Estados democráticos modernos reconozcan plenos derechos civiles y políticos a todas y cada una de las mujeres que los habitan. Las feministas culturales insisten en que este Estado, formalmente igualitario, sigue obedeciendo a una lógica hobbesiana del miedo donde sólo el varón es verdaderamente ciudadano. Es por lo tanto menester constituir una nueva forma de asociación política basada en un nuevo pacto no sexista. Curiosamente este feminismo no abandona la lógica hobbesiana del miedo como motor que promueve la constitución de lo político. En este nuevo estado de naturaleza en la que las feministas radicales nos sitúan, el miedo sigue existiendo, pero sólo afecta a la mitad de la población. En este caso a las mujeres.
El miedo se convierte en el instrumento de movilización feminista en su vertiente culturalista, fundamentalmente a través de la difusión, académica y en los medios de comunicación de masas, de dos ideas directrices.
La primera es que vivimos en una sociedad completamente hostil hacia la mujer. No tanto una sociedad con actitudes machistas, cuanto una sociedad que esencialmente criminaliza, discrimina y que ejerce una violencia contra la mujer. Ya sea esta física, a través de la permisividad de conductas atentatorias contra la dignidad y la libertad de las mujeres (cultura de la violación), simbólica (ocultando sus logros y su protagonismo en la historia) y estructural (discriminando a la mujer por el hecho de serlo en las esferas públicas, entre ellas la económica).
La segunda idea directriz, influida por el pensamiento de autores como Foucault o Henri Lefebvre, afirma que el espacio urbano se configura de manera esencialmente desequilibrada. Fundamentalmente, pensando en términos masculinos. Mientras que el hombre trabaja en la ciudad, la mujer queda recluida, según esta disparatada y anacrónica visión de la diferenciación de géneros. De forma que ésta simplemente habita la ciudad, quedando confinada ella y sus necesidades, al espacio puramente doméstico. La mujer, como dicen las feministas culturalistas, se convierte por lo tanto en un dócil ángel del hogar. Incluso sus necesidades de seguridad son preteridas en el moderno urbanismo en aras de la mayor funcionalidad de las grandes urbes. Según esta visión, las mujeres, que son en un 99% las únicas víctimas de las agresiones sexuales, no tienen espacios seguros en las ciudades, cuyo urbanismo configura auténticas zonas del miedo, donde las mujeres no pueden transitar en libertad y paz, sin temor a ser asaltadas por cualquier depravado sexual de turno. Esta nueva moda del feminismo culturalista, que necesita nuevas coartadas que justifiquen su asalto a los fundamentos teóricos del Estado liberal de derecho, ha conseguido que multitud de ayuntamientos de toda la geografía nacional dediquen ingentes cantidades de recursos públicos a cartografiar los llamados espacios del miedo.
Zonas de las grandes ciudades donde mujeres, de diversas clases sociales, experimentan ansiedad o miedo al transitar por ellas. Generalmente estos informes, encargados a alguna asociación feminista de turno, no incluyen información estadística veraz que justifique esa alarma social que dichos informes pretenden propagar. No se trata tanto de prevenir la delincuencia sexual cuanto de generar un clima de alarma, de temor generalizado en las propias mujeres que justifique la necesidad de abogar por un nuevo pacto social, que sustituya el Estado liberal de derecho por una suerte de nuevo Deus mortalis feminista. De ahí la necesidad de defender a ultranza reformas legales que acaben con la presunción de inocencia en los llamados delitos de género o que establezcan asimetrías penales incompatibles con el principio constitucional de la igualdad ante la ley. El feminismo persigue con este tipo de estudios socavar los fundamentos políticos liberales para sustituirlos por una nueva ordenación política donde el feminismo más radical sea de obligatorio cumplimiento. Este nuevo Leviathan, como en el que antaño defendiera Hobbes, también tendría “la misión de juzgar cuales son las opiniones y las doctrinas adversas... así como determinar en qué ocasiones, hasta dónde y sobre qué se permitirá hablar a los hombres”.
La irresponsabilidad moral de multitud de periodistas y políticos que están dando cobertura a este enésimo disparate feminista, que cuesta mucho dinero al contribuyente, es inmensa. Se está trasladando a la opinión pública la impresión de que España es una especie de paraíso para los violadores. La realidad es bien distinta, como muestran los índices de criminalidad sexual, que en España son mucho más bajos que en los países de nuestro entorno, situándose en el 2,7 por cada mil habitantes en el año 2015, muy por debajo de las 56,9 de Suecia o las 25,5 de Bélgica. Frente a la realidad de las estadísticas, las feministas supremacistas se amparan en dos recursos argumentativos.
Por un lado, afirmar que buena parte de las agresiones sexuales no se denuncian, por la desconfianza de muchas mujeres hacia una administración judicial que perciben como patriarcal. Por otro lado, intentar ampliar la definición penal de la violación para incluir relaciones sexuales en las que no ha mediado ni violencia ni intimidación pero respecto de las cuales no se ha dado un consentimiento expreso por parte de la mujer. Respecto de lo primero hay que afirmar que desde el punto de vista lógico se trata de un argumento claramente falaz, pues incurre en lo que se llama una falacia de afirmación del consecuente. Esta falacia es una inversión de la regla de inferencia del Modus Ponens en Lógica. La falacia de la afirmación del consecuente supone una inversión de este razonamiento.
Dicha falacia lógica traducida al argumento feminista sería la siguiente. “Si se denuncia poco, la administración de justicia no funciona, como la administración de justicia no ampara todas y cada de las agresiones o supuestas agresiones sexuales, se tiene que colegir que se denuncia poco”. El argumento feminista de ser válido sólo podría permitirnos deducir, caso de que realmente se denunciara poco (cosa que desconocemos), que la administración de justicia no funciona, pero no que del hecho de que la administración de justicia no funcione, según las pretensiones feministas, se puede deducir que se denuncien poco estos delitos.
Respecto a la pretensión de extender desorbitadamente la definición de violación, sólo cabe decir que se trata de un disparate jurídico de primer orden que desconoce un principio básico del Estado liberal de derecho como es el principio de intervención mínima del derecho penal, que en un estado democrático basado en el pluralismo ideológico, y sin una moral sexual impuesta desde el poder político, debe quedar limitado a la protección de la autodeterminación sexual de los individuos, jamás debe orientarse hacia la protección de una manera ortodoxa o moralmente aceptable de tener relaciones sexuales. A la pretensión feminista de entrometerse en las relaciones íntimas de la ciudadanía sólo cabe catalogarla de ocurrencia kafkiana de quien pretende arrogarse una paternalismo moral, intolerable en una sociedad abierta y plural.
Leviathan del pensador inglés Thomas Hobbes es una de las obras fundacionales del pensamiento político moderno. En ella se postula la constitución de una nueva teoría del Estado que supere la ingenua visión de la sociabilidad natural del hombre, presente en el pensamiento antiguo y medieval, en favor de una antropología política fundamentalmente pesimista en la que la constitución de la comunidad política obedezca más bien a las limitaciones de la sociabilidad humana. En el famoso Libro 1 capítulo VIII de la obra del pensador inglés se nos describe un hipotético estado de naturaleza, anterior a la constitución de la comunidad política, caracterizado por una condición de permanente guerra de unos hombres en contra de los otros. En tal situación de caos, el género humano no puede dedicarse a ninguna industria, porque el fruto del trabajo es siempre inseguro. No hay arte, ni letras ni civilidad alguna. Sólo existe un estado de permanente miedo a sufrir algún mal, fundamentalmente la muerte a manos de otro ser humano más poderoso.
La vida en este “infierno pre-político” que nos describe crudamente Hobbes supone para el hombre “una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. Para salir de este estado menesteroso y aterrador es menester, como muy bien indica Hobbes en el Libro II, capítulo XVI, constituir, a través de un “pacto de cada hombre con cada hombre”, una “nueva persona” en favor de la cual, cada uno de los individuos del estado prepolítico cedan su particular derecho a gobernarse a sí mismo, a cambio de que todos los demás hagan exactamente lo mismo. Esta nueva persona, recibe el nombre bíblico de Leviathan, un nuevo Deus mortalis, al que todos deben adorar a fin de poder procurarse “paz y defensa”.
El feminismo culturalista siempre ha visto en la constitución del Estado moderno, cuyo precursor teórico es el Estado absoluto preconizado por Hobbes, una forma de ordenación política esencialmente patriarcal, donde la mujer queda al margen del disfrute de los derechos políticos, propios de la esfera pública y confinada al ámbito del privado, en tareas de reproducción y cuidado. Frente a esta forma de Estado patriarcal y esencialmente anti-femenino, cuyos precedentes teóricos las feministas sitúan en la obra de pensadores como Hobbes, Locke, Kant, Rousseau o Hegel, las feministas radicales, como la autora norteamericana, Catharine MacKinnon, han postulado la constitución de una nueva teoría del Estado no binaria, en la que la mujer no tenga vedado un lugar en la esfera pública de decisión.
Poco importa que todos los Estados democráticos modernos reconozcan plenos derechos civiles y políticos a todas y cada una de las mujeres que los habitan. Las feministas culturales insisten en que este Estado, formalmente igualitario, sigue obedeciendo a una lógica hobbesiana del miedo donde sólo el varón es verdaderamente ciudadano. Es por lo tanto menester constituir una nueva forma de asociación política basada en un nuevo pacto no sexista. Curiosamente este feminismo no abandona la lógica hobbesiana del miedo como motor que promueve la constitución de lo político. En este nuevo estado de naturaleza en la que las feministas radicales nos sitúan, el miedo sigue existiendo, pero sólo afecta a la mitad de la población. En este caso a las mujeres.
El miedo se convierte en el instrumento de movilización feminista en su vertiente culturalista, fundamentalmente a través de la difusión, académica y en los medios de comunicación de masas, de dos ideas directrices.
La primera es que vivimos en una sociedad completamente hostil hacia la mujer. No tanto una sociedad con actitudes machistas, cuanto una sociedad que esencialmente criminaliza, discrimina y que ejerce una violencia contra la mujer. Ya sea esta física, a través de la permisividad de conductas atentatorias contra la dignidad y la libertad de las mujeres (cultura de la violación), simbólica (ocultando sus logros y su protagonismo en la historia) y estructural (discriminando a la mujer por el hecho de serlo en las esferas públicas, entre ellas la económica).
La segunda idea directriz, influida por el pensamiento de autores como Foucault o Henri Lefebvre, afirma que el espacio urbano se configura de manera esencialmente desequilibrada. Fundamentalmente, pensando en términos masculinos. Mientras que el hombre trabaja en la ciudad, la mujer queda recluida, según esta disparatada y anacrónica visión de la diferenciación de géneros. De forma que ésta simplemente habita la ciudad, quedando confinada ella y sus necesidades, al espacio puramente doméstico. La mujer, como dicen las feministas culturalistas, se convierte por lo tanto en un dócil ángel del hogar. Incluso sus necesidades de seguridad son preteridas en el moderno urbanismo en aras de la mayor funcionalidad de las grandes urbes. Según esta visión, las mujeres, que son en un 99% las únicas víctimas de las agresiones sexuales, no tienen espacios seguros en las ciudades, cuyo urbanismo configura auténticas zonas del miedo, donde las mujeres no pueden transitar en libertad y paz, sin temor a ser asaltadas por cualquier depravado sexual de turno. Esta nueva moda del feminismo culturalista, que necesita nuevas coartadas que justifiquen su asalto a los fundamentos teóricos del Estado liberal de derecho, ha conseguido que multitud de ayuntamientos de toda la geografía nacional dediquen ingentes cantidades de recursos públicos a cartografiar los llamados espacios del miedo.
Zonas de las grandes ciudades donde mujeres, de diversas clases sociales, experimentan ansiedad o miedo al transitar por ellas. Generalmente estos informes, encargados a alguna asociación feminista de turno, no incluyen información estadística veraz que justifique esa alarma social que dichos informes pretenden propagar. No se trata tanto de prevenir la delincuencia sexual cuanto de generar un clima de alarma, de temor generalizado en las propias mujeres que justifique la necesidad de abogar por un nuevo pacto social, que sustituya el Estado liberal de derecho por una suerte de nuevo Deus mortalis feminista. De ahí la necesidad de defender a ultranza reformas legales que acaben con la presunción de inocencia en los llamados delitos de género o que establezcan asimetrías penales incompatibles con el principio constitucional de la igualdad ante la ley. El feminismo persigue con este tipo de estudios socavar los fundamentos políticos liberales para sustituirlos por una nueva ordenación política donde el feminismo más radical sea de obligatorio cumplimiento. Este nuevo Leviathan, como en el que antaño defendiera Hobbes, también tendría “la misión de juzgar cuales son las opiniones y las doctrinas adversas... así como determinar en qué ocasiones, hasta dónde y sobre qué se permitirá hablar a los hombres”.
La irresponsabilidad moral de multitud de periodistas y políticos que están dando cobertura a este enésimo disparate feminista, que cuesta mucho dinero al contribuyente, es inmensa. Se está trasladando a la opinión pública la impresión de que España es una especie de paraíso para los violadores. La realidad es bien distinta, como muestran los índices de criminalidad sexual, que en España son mucho más bajos que en los países de nuestro entorno, situándose en el 2,7 por cada mil habitantes en el año 2015, muy por debajo de las 56,9 de Suecia o las 25,5 de Bélgica. Frente a la realidad de las estadísticas, las feministas supremacistas se amparan en dos recursos argumentativos.
Por un lado, afirmar que buena parte de las agresiones sexuales no se denuncian, por la desconfianza de muchas mujeres hacia una administración judicial que perciben como patriarcal. Por otro lado, intentar ampliar la definición penal de la violación para incluir relaciones sexuales en las que no ha mediado ni violencia ni intimidación pero respecto de las cuales no se ha dado un consentimiento expreso por parte de la mujer. Respecto de lo primero hay que afirmar que desde el punto de vista lógico se trata de un argumento claramente falaz, pues incurre en lo que se llama una falacia de afirmación del consecuente. Esta falacia es una inversión de la regla de inferencia del Modus Ponens en Lógica. La falacia de la afirmación del consecuente supone una inversión de este razonamiento.
Dicha falacia lógica traducida al argumento feminista sería la siguiente. “Si se denuncia poco, la administración de justicia no funciona, como la administración de justicia no ampara todas y cada de las agresiones o supuestas agresiones sexuales, se tiene que colegir que se denuncia poco”. El argumento feminista de ser válido sólo podría permitirnos deducir, caso de que realmente se denunciara poco (cosa que desconocemos), que la administración de justicia no funciona, pero no que del hecho de que la administración de justicia no funcione, según las pretensiones feministas, se puede deducir que se denuncien poco estos delitos.
Respecto a la pretensión de extender desorbitadamente la definición de violación, sólo cabe decir que se trata de un disparate jurídico de primer orden que desconoce un principio básico del Estado liberal de derecho como es el principio de intervención mínima del derecho penal, que en un estado democrático basado en el pluralismo ideológico, y sin una moral sexual impuesta desde el poder político, debe quedar limitado a la protección de la autodeterminación sexual de los individuos, jamás debe orientarse hacia la protección de una manera ortodoxa o moralmente aceptable de tener relaciones sexuales. A la pretensión feminista de entrometerse en las relaciones íntimas de la ciudadanía sólo cabe catalogarla de ocurrencia kafkiana de quien pretende arrogarse una paternalismo moral, intolerable en una sociedad abierta y plural.