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Ernesto Ladrón de Guevara
Sábado, 18 de Mayo de 2019 Tiempo de lectura:

Crónicas marcianas

Llevo bastante tiempo preguntándome qué es lo que ha ocurrido en esta España que ha dado un vuelco tan espectacular y copernicano a sus valores colectivos, hasta hacerse irreconocible.

 

Tengo 68 años. El tiempo suficiente para poder evaluar el cambio profundo de mentalidad, de esquema axiológico, de principios vitales, hasta el punto de que si hoy mis padres tuvieran la desdicha de resucitar no serían capaces de reconocer a ese país por el que lloraron y lucharon para preservar su legado histórico y cultural. Y se preguntarían para qué tuvieron que pasar por el trance de una Guerra Civil, si su descendencia no había aprendido nada de aquella terrible situación fraticida.  Y yo afirmo, con rotundidad y sin ninguna duda que eso es letal, que es peor que malo.

    

Estos días, con la calma que me proporciona el haber tenido un periodo de relativo asueto, me he dedicado a ver u oír el juicio del proceso catalán independentista en el Tribunal Supremo. Con la magistral actuación del juez Marchena.

 

Ha pasado por el banquillo de los testigos un regimiento —si me permiten la hipérbole— de policías y algunos guardias civiles, que relataban el trato vejatorio de la turba que intentaba impedir el mandamiento judicial para paralizar un referéndum ilegal. Estos agentes de la autoridad recibieron agresiones, con resultados diversos de lesiones y contusiones. Es el trato que recibían por cumplir su deber de policía judicial apoyada por servicios de protección y orden. Todos ellos han dejado al descubierto, con su testimonio, la trama perfectamente organizada, diseñada en tácticas de resistencia convenida y planificada, y una inequívoca acción combinada de imagen pacifista de brazos en alto y la expresión “somos gente de paz” mientras desde el suelo propinaban patadas con saña a los sacrificados policías. Es decir, que todo estaba perfectamente organizado, diseñado y pautado hasta el mínimo detalle en actuaciones de guerrilla urbana. Es lo que yo he deducido del testimonio directo de los interrogados por la fiscalía, la abogacía del Estado, la acción popular y la defensa de los acusados.

 

No cabe ninguna duda de que la defensa de los imputados por presuntos delitos de sedición o rebelión cumple su papel, y debemos ser respetuosos con su función, pero resulta difícil de asumir que mientras los policías relataban el suplicio que supuso su actuación, tragando bilis mientras se les insultaba con toda vileza y sin el más mínimo respeto a la autoridad legítima que les viene otorgada en el ejercicio de su función; recibiendo todo tipo de agresiones físicas; la defensa les preguntara si habían utilizado sus defensas y si habían producido daños a esos ciudadanos que agredían a la autoridad.  O, en el caso concreto de uno de los sublevados que había padecido una situación de infarto, y un policía, a pesar del contexto violento, abandonó su propia protección para atenderle administrándole en el suelo el auxilio necesario, el resto de los sublevados contra la autoridad persistía en su actitud agresiva sin considerar que había uno de los suyos en situación límite atendido por aquellos a los que se insultaba gravemente. Varios testimonios abundaron en este relato.  Los abogados en lugar de aceptar la actitud humanitaria del policía preguntaban si se había llamado a los servicios de emergencia, cuando difícilmente podían, los policías, asegurar su propia integridad física personal por un acoso deshumanizado.

    

Muy mal estamos en este país, que produce consternación a los ciudadanos de bien, si hay un sector de la sociedad que considera asesina a policía que en el cumplimiento de sus deberes al servicio de la ley y el orden no solamente no responde con legítima violencia a las agresiones, y a una situación de subversión hasta el grado de violentar gravemente el Estado constitucional, sino que pacientemente, recibiendo todo tipo de invectivas, insultos e injurias, y, lo que es peor, agresiones, prefiere retirarse antes de actuar, para no dar pábulo a los sedicentes a que puedan poner en juicio la democracia de sus instituciones constitucionales.

    

Muy mal estamos si un sector de la sociedad, llevado por falsas proclamas, inducidos por tácticas de modificación cognitiva y de organización de masas, degradando a los individuos a la condición de elementos inconscientes e irreflexivos, es incapaz de analizar la realidad de las cosas y de aceptar que ese camino no va a ninguna parte, salvo a la destrucción y a la degradación de la condición humana más extrema. Mal estamos, pese a que podamos ser muy críticos —y yo lo soy— respecto a la perversión de la condición de la política como instrumento para lograr la felicidad de las gentes, encaminada hacia la corrupción sistemática, si no somos capaces de darnos cuenta de que destruyendo aún más lo que nos legaron nuestros padres y abuelos, y descomponiendo el patrimonio cultural y los lazos de convivencia, nada facilita el progreso, la paz y un contexto adecuado para dar una vida digna a nuestros hijos y nietos. Mal estamos si algunos conciudadanos no son capaces de pensar por sí mismos y se convierten en masa, en definitiva.

 

Y mientras esto sucedía, como si de una imagen en blanco y negro se tratara, la otra policía, la que sigue dictados políticos y no judiciales, permitía que unas turbas, de esas que funcionan como los camisas pardas en los regímenes del nacional-socialismo o del fascismo, acosaran a opciones legítimas en plena campaña electoral en Cataluña y País Vasco, sin que esa fuerza que sigue los dictados de las autoridades que han sido conniventes en tiempos pasados con la extorsión y el crimen, intervinieran para prevenirlo. Y que el pluralismo político pudiera, por fin, tras décadas de nacionalismo obligatorio, expresarse sin limitaciones y coacciones. Y estos son los que vienen a darnos lecciones de democracia.

 

Pero ya se sabe… los que provocamos somos los demás.

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