Presente y pasado con la misma anomalía
Relacionado con la naturaleza de España y su intrínseca esencia nacional, indivisible, nadie ha definido de forma más certera y científica como el filósofo Gustavo Bueno lo que es y lo que no ha de dejar de ser España.
Para empezar, no tiene sentido que hable nadie, y menos los nacionalistas de ancestrales orígenes, de sus pretendidas naciones inventadas. El término nación en el sentido moderno nace de la Ilustración francesa, superando unas monarquías absolutas del Antiguo Régimen que detentaban la soberanía del reino, siendo los habitantes de esos reinos súbditos y no ciudadanos.
En España, el concepto de nación en el sentido que actualmente deposita, nace —valga la redundancia— de la declaración de igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. No tiene sentido que nos remontemos a los viejos reinos peninsulares, a los visigodos o a la etapa feudal. No son tiempos homologables ni tienen carácter originario en ese contexto histórico. En consecuencia, esa visión de las fuentes que justifiquen su concepción nacionalista es acientífica, mitológica e interesadamente falsa.
Ni los vascones en la época romana se situaban en las actuales provincias vascongadas (vasconizadas) ni el Reino de Navarra vigente hasta 1839 era la Vasconia original. Es decir, es absurda cualquier pretensión de remontarse a los romanos para justificar 'Euskal Herria', entre otras cosas porque ni existía, ni el ámbito de pertenencia de aquella Vasconia coincidía con el actual País Vasco, ni la situación histórico-política se correspondía. Lo mismo podríamos decir de la marca Hispánica, actual Cataluña, que era un condado dependiente del reino carolingio y después parte del reino de Aragón. Por tanto, deberíamos desvelar la falacia creada por los nacionalistas para justificar su pretensión, así como el intento de homologar los antiguos reinos de Aragón y de Valencia a unos supuestos países catalanes. Es totalmente ahistórico y falsificado todo lo que concierne a esta visión antropocéntrica farsante. Y se está adoctrinando a los niños con mentiras.
Contra las arremetidas nacionalistas y de una izquierda huérfana de principios y de moralidad, voraz en su ambición de poder y de control social, sin otro objetivo que no sea el de convertir el territorio en feudo, nada se ha hecho en el ámbito de la definición doctrinal ni en el del enfoque que debería ser consustancial a los principios y las ideas de lo que es España. Ni tampoco de lo que ha de ser en el futuro sin abandonar la senda del legado de nuestros mayores. La derecha ni ha estado ni se le espera en el combate ideológico y doctrinal —salvo, ahora, con limitaciones, VOX—. Alguien, además de los pocos intelectuales que actúan en este aspecto más académico que doctrinal, debería intervenir para la creación de una pedagogía social y una alternativa al caos presente en el que está sumida la nación en todos los órdenes; pero, lo que es más importante, para la formación de las nuevas generaciones en el sentido de pertenencia antropológica y cultural a su marco de referencia; a la historia común que nos debería unir a todos los españoles si actuáramos con normalidad y la Constitución se cumpliera en su espíritu.
Gustavo Bueno, que desafortunadamente falleció recientemente—precisamente cuando más le necesitábamos— definió claramente la necesidad de recuperar la idea de unidad de la nación española y su pertenencia a la civilización producida por el Imperio creador del mundo Iberoamericano. A éste, decía, es al que debemos estar ligados por interés cultural, antropológico y económico mientras que, absurdamente, nos sometemos a la hegemonía del mundo anglosajón de una parte, y al del centro de Europa por otro, que solamente nos crea inseguridad jurídica, inestabilidad y sumisión.
Alemania es el rector principal de los intereses europeos, pocas veces coincidentes con nuestras propias necesidades. El profesor Bueno nos recordaba que España es Europa, configuró Europa. Es Europa pues, quien nos debe su civilización, que forma parte de la nuestra. El Imperio fue el germen de lo que hoy es Europa. Y debemos estar orgullosos de la herencia de los Reyes Católicos que unificaron los reinos hispanos y nos trajeron un nuevo mundo ajeno a la visión islámica que se contraponía a la herencia romana y visigoda. Sánchez Albornoz coincide con este enfoque.
En su libro “España frente a Europa” el profesor Bueno fija claramente los elementos claves para subrayar la identidad española, y, por tanto, el orgullo de pertenencia a una nación de raíces históricas, entroncada intensamente con el concepto de Europa y su origen antropológico grecolatino y judeocristiano.
Mantenía una posición crítica respeto a los bloques de poder creados tras la Segunda Guerra Mundial, que trataban de mutilar de forma consustancial el ser y vivir característicos de lo hispano en su relación con la lengua y cultura transatlántica que forma una naturaleza específica de ser y de sentir.
La equidistancia de nuevo cuño respeto al Islam y el protestantismo identifica la esencia del ser hispánico frente a las relativizaciones que tratan de diluirla en una estrategia nada ingenua ni benefactora.
El principio de disolución que supuso la España autonómica bajo el manto y mantra del llamado Estado de Derecho, justificador del cualquier borrón y cuenta nueva, fue la ruina política y espiritual. España es un oximorón en sí misma, si la calificamos como nación de naciones, pues en su definición radica la contradicción. España es una nación unitaria de la misma manera que un burro no puede ser un pollo.
La Constitución española tiene graves contradicciones en su articulado que ha permitido el momento presente de desconcierto e indecisión, por no decir indeterminación. El artículo 14 es radicalmente contradictorio con el Título VIII que ha dado paso a la actual disgregación jurídica e institucional. Y la indefinición autonómica nos lleva por caminos de ruptura, no de cohesión.
En 1874, Macías Picavea definía su regeneracionismo de forma muy crítica con la Restauración, que como se sabe generó un sistema de turnismo político que se basaba en un caciquismo vinculado con unas oligarquías de poder. Se refería con estos términos a la situación: “Los partidos políticos al uso son tan antinacionales como la monarquía. Todos ellos son una entelequia, una formalidad sin enraizar en la nación, o un organismo que sólo quiere y consigue extender sus tentáculos en la administración… La Constitución vigente es una mera ficción… Las cortes son otro embuste…” Como se puede comprobar, poco ha cambiado la situación presente respecto a aquel tiempo, hace siglo y medio.
Gumersindo Azcárate, en su libro “El régimen parlamentario en la práctica” (1885) calificaba al caciquismo como “feudalismo de nuevo género, cien veces más repugnante que el feudalismo de la Edad Media, y por virtud del cual se esconde bajo el ropaje del Gobierno representativo una oligarquía mezquina, hipócrita y bastarda”. De la misma manera que Costa, que ligaba el concepto oligarquía con el de caciquismo. Aspectos perfectamente aplicables al momento presente. La herencia del siglo XIX pesa aún demasiado.
Relacionado con la naturaleza de España y su intrínseca esencia nacional, indivisible, nadie ha definido de forma más certera y científica como el filósofo Gustavo Bueno lo que es y lo que no ha de dejar de ser España.
Para empezar, no tiene sentido que hable nadie, y menos los nacionalistas de ancestrales orígenes, de sus pretendidas naciones inventadas. El término nación en el sentido moderno nace de la Ilustración francesa, superando unas monarquías absolutas del Antiguo Régimen que detentaban la soberanía del reino, siendo los habitantes de esos reinos súbditos y no ciudadanos.
En España, el concepto de nación en el sentido que actualmente deposita, nace —valga la redundancia— de la declaración de igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. No tiene sentido que nos remontemos a los viejos reinos peninsulares, a los visigodos o a la etapa feudal. No son tiempos homologables ni tienen carácter originario en ese contexto histórico. En consecuencia, esa visión de las fuentes que justifiquen su concepción nacionalista es acientífica, mitológica e interesadamente falsa.
Ni los vascones en la época romana se situaban en las actuales provincias vascongadas (vasconizadas) ni el Reino de Navarra vigente hasta 1839 era la Vasconia original. Es decir, es absurda cualquier pretensión de remontarse a los romanos para justificar 'Euskal Herria', entre otras cosas porque ni existía, ni el ámbito de pertenencia de aquella Vasconia coincidía con el actual País Vasco, ni la situación histórico-política se correspondía. Lo mismo podríamos decir de la marca Hispánica, actual Cataluña, que era un condado dependiente del reino carolingio y después parte del reino de Aragón. Por tanto, deberíamos desvelar la falacia creada por los nacionalistas para justificar su pretensión, así como el intento de homologar los antiguos reinos de Aragón y de Valencia a unos supuestos países catalanes. Es totalmente ahistórico y falsificado todo lo que concierne a esta visión antropocéntrica farsante. Y se está adoctrinando a los niños con mentiras.
Contra las arremetidas nacionalistas y de una izquierda huérfana de principios y de moralidad, voraz en su ambición de poder y de control social, sin otro objetivo que no sea el de convertir el territorio en feudo, nada se ha hecho en el ámbito de la definición doctrinal ni en el del enfoque que debería ser consustancial a los principios y las ideas de lo que es España. Ni tampoco de lo que ha de ser en el futuro sin abandonar la senda del legado de nuestros mayores. La derecha ni ha estado ni se le espera en el combate ideológico y doctrinal —salvo, ahora, con limitaciones, VOX—. Alguien, además de los pocos intelectuales que actúan en este aspecto más académico que doctrinal, debería intervenir para la creación de una pedagogía social y una alternativa al caos presente en el que está sumida la nación en todos los órdenes; pero, lo que es más importante, para la formación de las nuevas generaciones en el sentido de pertenencia antropológica y cultural a su marco de referencia; a la historia común que nos debería unir a todos los españoles si actuáramos con normalidad y la Constitución se cumpliera en su espíritu.
Gustavo Bueno, que desafortunadamente falleció recientemente—precisamente cuando más le necesitábamos— definió claramente la necesidad de recuperar la idea de unidad de la nación española y su pertenencia a la civilización producida por el Imperio creador del mundo Iberoamericano. A éste, decía, es al que debemos estar ligados por interés cultural, antropológico y económico mientras que, absurdamente, nos sometemos a la hegemonía del mundo anglosajón de una parte, y al del centro de Europa por otro, que solamente nos crea inseguridad jurídica, inestabilidad y sumisión.
Alemania es el rector principal de los intereses europeos, pocas veces coincidentes con nuestras propias necesidades. El profesor Bueno nos recordaba que España es Europa, configuró Europa. Es Europa pues, quien nos debe su civilización, que forma parte de la nuestra. El Imperio fue el germen de lo que hoy es Europa. Y debemos estar orgullosos de la herencia de los Reyes Católicos que unificaron los reinos hispanos y nos trajeron un nuevo mundo ajeno a la visión islámica que se contraponía a la herencia romana y visigoda. Sánchez Albornoz coincide con este enfoque.
En su libro “España frente a Europa” el profesor Bueno fija claramente los elementos claves para subrayar la identidad española, y, por tanto, el orgullo de pertenencia a una nación de raíces históricas, entroncada intensamente con el concepto de Europa y su origen antropológico grecolatino y judeocristiano.
Mantenía una posición crítica respeto a los bloques de poder creados tras la Segunda Guerra Mundial, que trataban de mutilar de forma consustancial el ser y vivir característicos de lo hispano en su relación con la lengua y cultura transatlántica que forma una naturaleza específica de ser y de sentir.
La equidistancia de nuevo cuño respeto al Islam y el protestantismo identifica la esencia del ser hispánico frente a las relativizaciones que tratan de diluirla en una estrategia nada ingenua ni benefactora.
El principio de disolución que supuso la España autonómica bajo el manto y mantra del llamado Estado de Derecho, justificador del cualquier borrón y cuenta nueva, fue la ruina política y espiritual. España es un oximorón en sí misma, si la calificamos como nación de naciones, pues en su definición radica la contradicción. España es una nación unitaria de la misma manera que un burro no puede ser un pollo.
La Constitución española tiene graves contradicciones en su articulado que ha permitido el momento presente de desconcierto e indecisión, por no decir indeterminación. El artículo 14 es radicalmente contradictorio con el Título VIII que ha dado paso a la actual disgregación jurídica e institucional. Y la indefinición autonómica nos lleva por caminos de ruptura, no de cohesión.
En 1874, Macías Picavea definía su regeneracionismo de forma muy crítica con la Restauración, que como se sabe generó un sistema de turnismo político que se basaba en un caciquismo vinculado con unas oligarquías de poder. Se refería con estos términos a la situación: “Los partidos políticos al uso son tan antinacionales como la monarquía. Todos ellos son una entelequia, una formalidad sin enraizar en la nación, o un organismo que sólo quiere y consigue extender sus tentáculos en la administración… La Constitución vigente es una mera ficción… Las cortes son otro embuste…” Como se puede comprobar, poco ha cambiado la situación presente respecto a aquel tiempo, hace siglo y medio.
Gumersindo Azcárate, en su libro “El régimen parlamentario en la práctica” (1885) calificaba al caciquismo como “feudalismo de nuevo género, cien veces más repugnante que el feudalismo de la Edad Media, y por virtud del cual se esconde bajo el ropaje del Gobierno representativo una oligarquía mezquina, hipócrita y bastarda”. De la misma manera que Costa, que ligaba el concepto oligarquía con el de caciquismo. Aspectos perfectamente aplicables al momento presente. La herencia del siglo XIX pesa aún demasiado.