La Verdad es el Todo
¿Qué determina nuestras acciones? Una mirada crítica a los principios políticos actuales.
"Quid est veritas" - "¿Qué es la verdad?" - En esta expresión bíblica, puesta por el evangelista Juan en boca de Poncio Pilato, reside todo el problema que queremos tratar hoy con ocasión de nuestra discusión sobre la relación mutua entre "la verdad y la política", cuestión que sigue hoy en día en toda su agudeza. En este contexto, no quiero entrar en toda la extensión de los paralelismos políticos, sociales, culturales y económicos entre la República Romana tardía y el Imperio primitivo, por un lado, y el envejecimiento del mundo occidental, por otro, y sólo puedo referirme en vez de ello a mi libro En Camino hacia el Imperio (Berlín 2014). Pero permítanme mencionar una cosa: la declaración de Pilato, sobre cuya historicidad no se ha dicho la última palabra en mucho tiempo, cubre todo el espectro que también nos ocupa hoy y que a menudo nos hace desesperar. La frase “¿Qué es la Verdad?”, ¿se carga de significado de una manera socrática e irónica?, ¿o quizá escéptica?, ¿o incluso cínica?, ¿expresa la desesperación de aquellos que se han enfrentado a tantas doctrinas filosóficas que ya han perdido el concepto de "verdad" en sí mismo?, ¿o representa más bien el puro pensamiento utilitario de un mero hombre de poder, para quien la "verdad" ha degenerado en un juego puramente retórico o, para usar una palabra moderna, en un acto "performativo"?
Hoy en día, la cuestión de la verdad también se nos plantea a cada paso, quizás incluso más intensamente que en otros tiempos de la historia, más estáticos en lo técnico, debido al desarrollo específico de la modernidad occidental. El enorme flujo de datos de la "aldea global", la cocina de rumores que son las redes sociales, el acceso directo a la información y a la desinformación, apenas restringido por obstáculo alguno, todo eso enfrenta al hombre moderno en todas las situaciones de su vida con opciones y visiones del mundo contradictorias, todas ellas aparentemente igualmente cubiertas por "hechos" duros o incluso "números" más duros aún. No es de extrañar, por tanto, que algunas personas estén completamente absortas en la cínica sabiduría de los chistes falsamente atribuidos a Churchill: "Nunca confíes en una estadística que tú no te hayas forjado para ti mismo", y que -cada vez más- ya no vea la maraña de opiniones como un reto, una ocasión para compararlas rigurosamente y cribarlas moralmente, sino más bien como una excusa barata para elegir las que parezcan más adecuadas para su actual propósito egoísta.
Por supuesto, esto es especialmente cierto en el ámbito de las relaciones interpersonales y, por lo tanto, sobre todo en el de la política, lo que nos lleva de nuevo al tema que nos ocupa. Ahora me gustaría examinar la cuestión desde dos perspectivas: en primer lugar, el lugar de UNA verdad [dem Stellenwert VON Wahrheit ] -con un artículo indefinido- en la política, y en segundo lugar, el lugar de LA verdad [dem Stellenwert DER Wahrheit ] -con un artículo definido- en la política.
En cuanto al primer punto, todos hemos crecido, nos guste o no, con una comprensión profundamente vulgarizada de la política. La política nos parece, como a la mayoría de nuestros conciudadanos, un asunto profundamente sucio, ya que a casi todos los políticos y partidos se les atribuye por igual al hambre de poder y corrupción; no es de extrañar, dado un sistema democrático que es tan complejo y efímero y en el que -de todos modos- no existe un marco institucional para la aplicación de las principales medidas de reforma. Por tanto, en él la política está atrayendo cada vez más a los que se aprovechan a corto plazo en lugar de atraer a los que se aprovechan de las grandes reformas. La relación de los políticos contemporáneos con la verdad de sus declaraciones es, por lo tanto, en el mejor de los casos, dudosa; y los resultados electorales, como los cambios de gobierno, por lo general, no se logran sobre la base positiva de una mayor confianza en los nuevos políticos o partidos, sino más bien por el deseo de "castigar" a las mayorías desacreditadas –factual o moralmente- y de llevar, en apariencia, el mal menor al poder, haciéndolo en contraste con su oponente político -hasta las próximas elecciones-... No es de extrañar que este círculo vicioso de pérdida de confianza desde abajo y explotación desde arriba haya llevado a la democracia liberal al borde del colapso al que ahora nos enfrentamos en todo Occidente a principios del siglo XXI.
Y, sin embargo, sería un error desesperarse: la propia crisis de la política moderna, la enorme frustración de las grandes masas con respecto a sus políticos, el mismo declive actual de los partidos del sistema en toda Europa demuestra de manera impresionante, como casi ningún otro desarrollo histórico, el hecho de que la verdad y la veracidad siguen siendo (y quizás más que nunca) necesidades humanas centrales; que la proliferación de puntos de vista subjetivos, las estadísticas cotejadas, el pensamiento en perspectivas a corto plazo y las argumentaciones relativistas no han conducido (o no en todas partes) a un retroceso hacia lo privado y egocéntrico, sino que más bien están en el proceso de agudizar el sentido de que todas estas posiciones, con el fin de que realmente perduren, necesitan la referencia a un tercero, a un absoluto. En otras palabras, cuanto más obvia se ha vuelto la multitud de mentiras, más dialécticamente crece la necesidad de la verdad, que es siempre una y simple, y que gradualmente emergerá como el último criterio por el cual la nada del presente será medida - y rechazada -.
Sólo la defensa de los valores puede ayudar
Esto nos lleva al segundo punto de nuestra argumentación: el lugar de LA verdad [dem Stellenwert DER Wahrheit] en la política. Elegí deliberadamente el término "maquiavélico vulgar" al principio del primer punto, porque la lectura actual del maquiavelismo no hace justicia al hecho de que ni siquiera el "príncipe" ideal del maquiavelismo está totalmente anclado en el reino amoral de la pura política de poder, sino que debe justificar la naturaleza a menudo criminal de sus acciones persiguiendo un bien supremo: la unificación política de la península italiana desgarrada en el siglo XV y la restauración del Imperio Romano.
Esto demuestra que incluso para el supuesto padre fundador del maquiavelismo la política representa ciertamente el "arte de lo posible", pero de ninguna manera una apología de la mera codicia por el poder, y menos aún una defensa de lo que nosotros en el Imperio Austro-Húngaro del siglo XIX y en la UE del siglo XXI podemos llamar un "embrollo" sin rumbo, es decir, la reacción casi vegetal a los estímulos externos, en gran medida sin objetivo, sin dar a la propia condición de Estado un significado genuino e interior. Sólo en el ámbito de la política partidista encontramos ocasionalmente formulaciones, al menos en el manifiesto fundacional, que apuntan a ese sentido, pero resulta evidente que ese sentido suele ser cualquier cosa menos lo deseable para la sociedad en su conjunto, o algo que sea filosófica y moralmente bienvenido. Ya sea la "dictadura del proletariado", que se basa en el exterminio no sólo de la burguesía, sino también de cualquier idealismo y espiritualismo; el "liberalismo", que en última instancia representa una "victoria del más fuerte”; el "nacionalismo", que representa la inferioridad de los demás pueblos, igualmente materialista, sólo socialmente invertida, o incluso el "internacionalismo", que apunta a la disolución de la riqueza cultural de los pueblos individuales en favor de un crisol multicultural… Todos, absolutamente todos ellos, basan su visión del mundo no sólo en meros extractos, a menudo muy selectivos, de la realidad, sino que también quieren transformar fundamentalmente esa realidad en su propio sentido, destruyendo al oponente respectivo. Es obvio que ni el totalitarismo, es decir, la victoria de una de estas opciones, puede aportar la solución a nuestras cuestiones de la época, ni tampoco la continuación de su eliminación mutua, realizada a través del estancamiento permanente y estéril propio del parlamentarismo moderno, pueden hacerlo.
Sólo el retorno al concepto de una verdad única, indivisa y global, LA verdad [DER Wahrheit], tal como nos confronta aquí en Occidente filosóficamente en el idealismo, y religiosamente en el cristianismo, podría contribuir a consolidar de nuevo nuestra comunidad fluctuante y a superar el relativismo de las cosmovisiones subjetivas. Según la obra de Hegel, "La verdad es el todo”, no deben ser los intereses parciales de la sociedad de clases los que estén en el centro de la atención política, sino la armonía de la sociedad en su conjunto; no la transformación brutal de la naturaleza viviente en una máquina de suministro biológico manipulada técnicamente, sino la integración pacífica del hombre en el equilibrio existente de su medio ambiente; no la igualación mecanicista de las demandas de todas las minorías autoproclamadas con los intereses de los que llevan la parte abrumadora del funcionamiento de una sociedad, sino la clara ponderación entre la excepción y la regla, la cultura dirigente y el grupo marginal protegido; no la separación artificial del individuo de su condición natural a través de la edad, la discapacidad o el género, sino el descubrimiento de la riqueza interior de estas etapas y formas de vida y la protección de la vida misma; no el debilitamiento sistemático de todos los pilares espirituales, artísticos o morales de nuestra sociedad históricamente desarrollada por un cinismo y escepticismo crónicos, sino su cuidado cuidadoso y su desarrollo posterior positivo.
Sólo el compromiso con un conservadurismo orientado al futuro, verdaderamente "revolucionario", que no se ocupe de la restauración de las condiciones de supervivencia del pasado reciente o de la mera y estéril negación de la modernidad, sino de la defensa de todos aquellos valores que durante siglos han constituido el poder de la sociedad occidental, puede permitir rehabilitar el estatus de "verdad" en la política, en su sentido más amplio, como la unidad trascendente última sin la cual todo lo demás se desintegra en partes individuales. Y cuando veo en mi mente las imágenes de esos ciudadanos polacos que expresan pacífica e íntimamente su posición política cantando la hermosa canción "My chcemy Boga" ("Queremos a Dios"), sólo puedo estar totalmente de acuerdo con ella desde la perspectiva del idealismo filosófico, y espero que este ejemplo pronto siente un precedente en otras partes de Occidente, donde todavía no sea demasiado tarde para tal reflexión.
(*) Este texto fue concebido como una contribución a la 8ª edición de la conferencia "Polska - Wielki Project" y fue presentado el 19 de mayo de 2018 como parte de la sección "Verdad y política" en Varsovia.
"Quid est veritas" - "¿Qué es la verdad?" - En esta expresión bíblica, puesta por el evangelista Juan en boca de Poncio Pilato, reside todo el problema que queremos tratar hoy con ocasión de nuestra discusión sobre la relación mutua entre "la verdad y la política", cuestión que sigue hoy en día en toda su agudeza. En este contexto, no quiero entrar en toda la extensión de los paralelismos políticos, sociales, culturales y económicos entre la República Romana tardía y el Imperio primitivo, por un lado, y el envejecimiento del mundo occidental, por otro, y sólo puedo referirme en vez de ello a mi libro En Camino hacia el Imperio (Berlín 2014). Pero permítanme mencionar una cosa: la declaración de Pilato, sobre cuya historicidad no se ha dicho la última palabra en mucho tiempo, cubre todo el espectro que también nos ocupa hoy y que a menudo nos hace desesperar. La frase “¿Qué es la Verdad?”, ¿se carga de significado de una manera socrática e irónica?, ¿o quizá escéptica?, ¿o incluso cínica?, ¿expresa la desesperación de aquellos que se han enfrentado a tantas doctrinas filosóficas que ya han perdido el concepto de "verdad" en sí mismo?, ¿o representa más bien el puro pensamiento utilitario de un mero hombre de poder, para quien la "verdad" ha degenerado en un juego puramente retórico o, para usar una palabra moderna, en un acto "performativo"?
Hoy en día, la cuestión de la verdad también se nos plantea a cada paso, quizás incluso más intensamente que en otros tiempos de la historia, más estáticos en lo técnico, debido al desarrollo específico de la modernidad occidental. El enorme flujo de datos de la "aldea global", la cocina de rumores que son las redes sociales, el acceso directo a la información y a la desinformación, apenas restringido por obstáculo alguno, todo eso enfrenta al hombre moderno en todas las situaciones de su vida con opciones y visiones del mundo contradictorias, todas ellas aparentemente igualmente cubiertas por "hechos" duros o incluso "números" más duros aún. No es de extrañar, por tanto, que algunas personas estén completamente absortas en la cínica sabiduría de los chistes falsamente atribuidos a Churchill: "Nunca confíes en una estadística que tú no te hayas forjado para ti mismo", y que -cada vez más- ya no vea la maraña de opiniones como un reto, una ocasión para compararlas rigurosamente y cribarlas moralmente, sino más bien como una excusa barata para elegir las que parezcan más adecuadas para su actual propósito egoísta.
Por supuesto, esto es especialmente cierto en el ámbito de las relaciones interpersonales y, por lo tanto, sobre todo en el de la política, lo que nos lleva de nuevo al tema que nos ocupa. Ahora me gustaría examinar la cuestión desde dos perspectivas: en primer lugar, el lugar de UNA verdad [dem Stellenwert VON Wahrheit ] -con un artículo indefinido- en la política, y en segundo lugar, el lugar de LA verdad [dem Stellenwert DER Wahrheit ] -con un artículo definido- en la política.
En cuanto al primer punto, todos hemos crecido, nos guste o no, con una comprensión profundamente vulgarizada de la política. La política nos parece, como a la mayoría de nuestros conciudadanos, un asunto profundamente sucio, ya que a casi todos los políticos y partidos se les atribuye por igual al hambre de poder y corrupción; no es de extrañar, dado un sistema democrático que es tan complejo y efímero y en el que -de todos modos- no existe un marco institucional para la aplicación de las principales medidas de reforma. Por tanto, en él la política está atrayendo cada vez más a los que se aprovechan a corto plazo en lugar de atraer a los que se aprovechan de las grandes reformas. La relación de los políticos contemporáneos con la verdad de sus declaraciones es, por lo tanto, en el mejor de los casos, dudosa; y los resultados electorales, como los cambios de gobierno, por lo general, no se logran sobre la base positiva de una mayor confianza en los nuevos políticos o partidos, sino más bien por el deseo de "castigar" a las mayorías desacreditadas –factual o moralmente- y de llevar, en apariencia, el mal menor al poder, haciéndolo en contraste con su oponente político -hasta las próximas elecciones-... No es de extrañar que este círculo vicioso de pérdida de confianza desde abajo y explotación desde arriba haya llevado a la democracia liberal al borde del colapso al que ahora nos enfrentamos en todo Occidente a principios del siglo XXI.
Y, sin embargo, sería un error desesperarse: la propia crisis de la política moderna, la enorme frustración de las grandes masas con respecto a sus políticos, el mismo declive actual de los partidos del sistema en toda Europa demuestra de manera impresionante, como casi ningún otro desarrollo histórico, el hecho de que la verdad y la veracidad siguen siendo (y quizás más que nunca) necesidades humanas centrales; que la proliferación de puntos de vista subjetivos, las estadísticas cotejadas, el pensamiento en perspectivas a corto plazo y las argumentaciones relativistas no han conducido (o no en todas partes) a un retroceso hacia lo privado y egocéntrico, sino que más bien están en el proceso de agudizar el sentido de que todas estas posiciones, con el fin de que realmente perduren, necesitan la referencia a un tercero, a un absoluto. En otras palabras, cuanto más obvia se ha vuelto la multitud de mentiras, más dialécticamente crece la necesidad de la verdad, que es siempre una y simple, y que gradualmente emergerá como el último criterio por el cual la nada del presente será medida - y rechazada -.
Sólo la defensa de los valores puede ayudar
Esto nos lleva al segundo punto de nuestra argumentación: el lugar de LA verdad [dem Stellenwert DER Wahrheit] en la política. Elegí deliberadamente el término "maquiavélico vulgar" al principio del primer punto, porque la lectura actual del maquiavelismo no hace justicia al hecho de que ni siquiera el "príncipe" ideal del maquiavelismo está totalmente anclado en el reino amoral de la pura política de poder, sino que debe justificar la naturaleza a menudo criminal de sus acciones persiguiendo un bien supremo: la unificación política de la península italiana desgarrada en el siglo XV y la restauración del Imperio Romano.
Esto demuestra que incluso para el supuesto padre fundador del maquiavelismo la política representa ciertamente el "arte de lo posible", pero de ninguna manera una apología de la mera codicia por el poder, y menos aún una defensa de lo que nosotros en el Imperio Austro-Húngaro del siglo XIX y en la UE del siglo XXI podemos llamar un "embrollo" sin rumbo, es decir, la reacción casi vegetal a los estímulos externos, en gran medida sin objetivo, sin dar a la propia condición de Estado un significado genuino e interior. Sólo en el ámbito de la política partidista encontramos ocasionalmente formulaciones, al menos en el manifiesto fundacional, que apuntan a ese sentido, pero resulta evidente que ese sentido suele ser cualquier cosa menos lo deseable para la sociedad en su conjunto, o algo que sea filosófica y moralmente bienvenido. Ya sea la "dictadura del proletariado", que se basa en el exterminio no sólo de la burguesía, sino también de cualquier idealismo y espiritualismo; el "liberalismo", que en última instancia representa una "victoria del más fuerte”; el "nacionalismo", que representa la inferioridad de los demás pueblos, igualmente materialista, sólo socialmente invertida, o incluso el "internacionalismo", que apunta a la disolución de la riqueza cultural de los pueblos individuales en favor de un crisol multicultural… Todos, absolutamente todos ellos, basan su visión del mundo no sólo en meros extractos, a menudo muy selectivos, de la realidad, sino que también quieren transformar fundamentalmente esa realidad en su propio sentido, destruyendo al oponente respectivo. Es obvio que ni el totalitarismo, es decir, la victoria de una de estas opciones, puede aportar la solución a nuestras cuestiones de la época, ni tampoco la continuación de su eliminación mutua, realizada a través del estancamiento permanente y estéril propio del parlamentarismo moderno, pueden hacerlo.
Sólo el retorno al concepto de una verdad única, indivisa y global, LA verdad [DER Wahrheit], tal como nos confronta aquí en Occidente filosóficamente en el idealismo, y religiosamente en el cristianismo, podría contribuir a consolidar de nuevo nuestra comunidad fluctuante y a superar el relativismo de las cosmovisiones subjetivas. Según la obra de Hegel, "La verdad es el todo”, no deben ser los intereses parciales de la sociedad de clases los que estén en el centro de la atención política, sino la armonía de la sociedad en su conjunto; no la transformación brutal de la naturaleza viviente en una máquina de suministro biológico manipulada técnicamente, sino la integración pacífica del hombre en el equilibrio existente de su medio ambiente; no la igualación mecanicista de las demandas de todas las minorías autoproclamadas con los intereses de los que llevan la parte abrumadora del funcionamiento de una sociedad, sino la clara ponderación entre la excepción y la regla, la cultura dirigente y el grupo marginal protegido; no la separación artificial del individuo de su condición natural a través de la edad, la discapacidad o el género, sino el descubrimiento de la riqueza interior de estas etapas y formas de vida y la protección de la vida misma; no el debilitamiento sistemático de todos los pilares espirituales, artísticos o morales de nuestra sociedad históricamente desarrollada por un cinismo y escepticismo crónicos, sino su cuidado cuidadoso y su desarrollo posterior positivo.
Sólo el compromiso con un conservadurismo orientado al futuro, verdaderamente "revolucionario", que no se ocupe de la restauración de las condiciones de supervivencia del pasado reciente o de la mera y estéril negación de la modernidad, sino de la defensa de todos aquellos valores que durante siglos han constituido el poder de la sociedad occidental, puede permitir rehabilitar el estatus de "verdad" en la política, en su sentido más amplio, como la unidad trascendente última sin la cual todo lo demás se desintegra en partes individuales. Y cuando veo en mi mente las imágenes de esos ciudadanos polacos que expresan pacífica e íntimamente su posición política cantando la hermosa canción "My chcemy Boga" ("Queremos a Dios"), sólo puedo estar totalmente de acuerdo con ella desde la perspectiva del idealismo filosófico, y espero que este ejemplo pronto siente un precedente en otras partes de Occidente, donde todavía no sea demasiado tarde para tal reflexión.
(*) Este texto fue concebido como una contribución a la 8ª edición de la conferencia "Polska - Wielki Project" y fue presentado el 19 de mayo de 2018 como parte de la sección "Verdad y política" en Varsovia.