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La Tribuna del País Vasco
Martes, 23 de Julio de 2019 Tiempo de lectura:

Miserables en el Parlamento

[Img #16082]Mirando estos días al Parlamento, resulta tremendo constatar el proceso de aculturización y de degeneración que se vive actualmente en España. Las infinitas barbaridades ideológicas y políticas que han sido validadas (cuando no directamente promovidas) por las instituciones, la semiaceptación general de que la utilización de la violencia (tanto física como verbal) es solamente "otra manera" de decir las cosas y la falta de una postura firme por parte de las autoridades democráticas ante los innumerables desprecios a la dignidad humana, al ordenamiento constitucional y a nuestros fundamentos civilizadores que se producen en nuestro país, son factores que están contribuyendo sobremanera al surgimiento de un territorio moral desértico, volteado, fantasmal y decadente en el que las relaciones entre los ciudadanos, las organizaciones y las administraciones no están marcadas por la cooperación o la búsqueda de acuerdos entre diferentes, sino por la sospecha, la desconfianza, el rápido recurso al insulto y la descalificación, y la amenaza permanente a la utilización de la fuerza.

 

Miren al Parlamento y entenderán las razones por las que la caída en esta espiral de despropósitos y de licuación ética de la que hablamos resulta fácil de comprender. Si bienes supremos como la libertad individual o la justicia son cómodamente quebrados por criminales de toda índole que posteriormente son premiados y alabados públicamente, si los medios de comununicación del sistema promueven impunemente los señalamientos, los insultos continuos y las falsedades reiteradas, si las escuelas se convierten en plataformas privililegiadas para los adoctrinamientos políticos más rastreros, si las universidades son nidos de miserables, corruptelas y de radicalidad ideológica y si, en general y repetidamente, la estabilidad política y social se ve atacada por especímenes irracionales que en escasísimas ocasiones padecen su sanción, resulta lógico que, a fuerza de insistir en la ignominia, al final se hayan impuesto la vulgaridad más abyecta, la ignorancia más dramática, el desconocimiento más zafio y la intimidación, el chantaje y la corrupción como las opciones más rápidas para conseguir lo que se desea a cualquier precio. Y lo que se desea, siempre, es poder para manejar presupuestos públicos y poder para diseminar caducas ideologías totalitarias de izquierda.

 

La familia y la escuela son los responsables primeros de que la educación sea realmente un baño de civilización que la mayoría de los individuos adquirimos para evitar los muchos roces, colisiones y conflictos que pueden surgir en sociedades complejas como en las que hoy convivimos los hombres y mujeres occidentales. Pero cuando esta pátina de seguridad se resquebraja tolerando lo inadmisible y justificando lo injustificable se entra en una dramática caída hacia el envilecimiento que luego siempre resulta muy difícil, cuando no imposible, detener. Si nos fijamos bien, en España especialmente, pero también en demasiados lugares de Europa y Estados Unidos, ya hemos traspasado numerosos niveles de seguridad en este camino que nos lleva inevitablemente a las más altas cotas de la estulticia y de la miseria.

 

Cada vez que un profesor coacciona a un alumno, en cada ocasión en la que un adolescente perfectamente adoctrinado desprecia a sus mayores insultándoles en la calle, en el momento en el que se atacan iglesias que representan las legítimas creencias de numerosos ciudadanos, cuando se desecha toda la civilidad que guarda un museo, cuando las fiestas populares se convierten en bacanales indecentes o cuando se profanan tumbas, se destrozan servicios públicos o se manipulan libros de texto, se están cometiendo actos delictivos (o casi) que deben ser sancionados penalmente, pero, además, se está inyectando en el cuerpo social un acervo de comportamientos caóticos, desaprensivos e indecentes que, en poco tiempo, siempre acaban por contaminar en mayor o menor medida todas las relaciones que vertebran y definen a una determinada comunidad. Y, por supuesto, emponzoñan, especialmente, las instituciones. Basta con mirar hoy cómo la oclocracia desborda el Parlamento.

 

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