Ensayo
La dictadura de las buenas intenciones
(...) Perdidos entre la obsolescencia del pasado y el descrédito de la modernidad, es probable que la parálisis de la UE y de los Estados nacionales y el crecimiento de los factores de crisis aumenten hasta el punto de que la implosión ya no pueda evitarse. La inseguridad jurídica, los disturbios violentos, el declive económico, el empobrecimiento y la inseguridad política estarán entonces probablemente a la orden del día hasta que sólo la violencia pueda restaurar la paz y el orden. Tal vez Occidente necesite, tal vez quiera, una cura así de drástica para darse cuenta una vez más de que no todo es negociable después de todo: que más allá de las frases bonitas y los compromisos perezosos hay verdades que no se pueden ignorar, como la familia, los amigos, la lealtad, la valentía, la confianza, el deber, la responsabilidad (...)
En medio de la crisis más profunda de la República Romana, Cicerón escribió: "Por nuestros errores, no por ninguna desgracia, conservamos la palabra Estado, pero hace tiempo que perdimos su sustancia" . Esta cita siempre me ha conmovido profundamente, porque refleja nuestra sensación contemporánea. De hecho, el mundo europeo está atravesando su peor crisis desde la Segunda Guerra Mundial, y el hecho de que el Tratado de Roma celebrara su LX aniversario en 2017 debería ser más motivo que nunca para hacer un balance crítico de la unificación europea y de las fuerzas espirituales que la sustentan. Como belga multilingüe que creció a la sombra de la antigua ciudad imperial de Aquisgrán, no puedo dejar de confesar mi europeísmo sin restricciones y acoger con alegría la unificación europea como un proceso históricamente esperado. Sin embargo, por esta misma razón, siento una obligación especial de abordar abiertamente la profunda preocupación con la que veo la evolución actual. La crisis de Europa no se basa en el desempleo masivo, los refugiados, la deuda nacional, la reducción de la población, la globalización, la miseria de la educación, la tecnocracia o la obsolescencia, como puede leerse según las preferencias políticas de los partidos; se trata, en estos casos, de fenómenos puramente superficiales. La crisis de Europa se basa en una actitud espiritual que ha reinterpretado, erosionado y desacreditado los valores de nuestro continente con el pretexto de llevarlos a la victoria en todo el mundo. La unificación europea no frenó este desarrollo, sino que lo aceleró al no definirse a sí misma como la guardiana de la unidad de Occidente como una comunidad espiritual y cultural del destino, sino al desacreditarla a largo plazo reduciéndola a intereses puramente económicos y tecnocráticos. Para decirlo sin rodeos: la UE ha unido a Europa, pero ha abolido Occidente.
Hoy cosechamos los frutos de este proceso: la nueva Europa también está en su fin; un fin que, sin embargo, no tiene los rasgos de un trágico hundimiento en el fuego y la muerte, sino más bien de un declive democrático promovido por el Estado: un abandono mental acelerado por la política educativa, una crisis permanente firmemente establecida por nuestro sistema económico y un empobrecimiento espiritual inducido por el materialismo y la arrogancia. Deterioran la voluntad y la indignación hasta un punto tal en que es demasiado tarde para evitar el colapso interior. La falsa complacencia del "último hombre", como Nietzsche lo describió con asco, y Fukuyama con admiración, puede ir seguida de una rebelión final. Sus primeros síntomas aparecen en todas partes en forma de "populismo", no muy diferente éste al de la caída de la República Romana en el siglo I a.C. Pero al mismo tiempo que la mentalidad actual, también el último remanente de democracia que queda, también caerá. Si uno pregunta a un europeo contemporáneo qué logros asocia mentalmente con la UE, probablemente se referirá a la paz, la prosperidad y la movilidad; tres valores que se convirtieron en los principales pilares del proceso de unificación europea con el Tratado de Roma en 1957 y la fundación de las Comunidades Europeas. No se debe negar que estos son componentes importantes de todo orden social, pero una mirada más atenta revela una imagen bastante cuestionable de esta supuesta historia de éxito.
En cuanto al cumplimiento de la exigencia "Nunca más guerra", esto parece comprensible después de dos guerras mundiales, pero como cemento de la unificación europea es harto pobre en la medida en que el rechazo colectivo de la violencia es sólo una variable negativa, no positiva. Todavía está muy lejos de una voluntad compartida para crecer juntos, y es muy cuestionable hasta qué punto la Europa "pacífica" del siglo XXI está mental y culturalmente más unida que la Europa belicosa del siglo XVIII. También esto requiere un considerable olvido histórico para responsabilizar a las instituciones europeas de setenta años de paz: la paz de Europa vino menos de la voluntad libre de los destrozados Estados-nación de "renunciar" a la guerra que de la Guerra Fría de cincuenta años entre la OTAN y el Pacto de Varsovia con su potencial de escalada nuclear. Incluso después de la caída del Muro de Berlín, la UE seguía careciendo de pruebas de su capacidad en materia de política exterior: ni la guerra en Yugoslavia ni la guerra civil ucraniana, ni el colapso de los estados vecinos islámicos pudieron ser controlados.
En cuanto a la prosperidad de Europa, también surgen dudas sobre si la actual primacía de la economía sobre el espíritu es realmente deseable y hasta qué punto setenta años de prosperidad fueron realmente el resultado de una planificación inteligente. Ni la gestión del potencial de reconstrucción de la posguerra ni la reaparición del desempleo con la saturación de la demanda se convirtieron en el punto de partida para una reflexión fundamental sobre la distribución de la vasta riqueza creada por el progreso tecnológico. La polarización entre ricos y pobres se enmascaraba simplemente por el aumento del gasto social financiado por la deuda, mientras que la existencia del socialismo obligaba a mantener la "economía social de mercado". Después de 1995, esta fachada ya no era necesaria, y de repente surgió la petición de medidas de austeridad, de una mayor movilidad del capital, de una relajación de los acuerdos salariales, con el resultado de que el desempleo en Europa alcanzó niveles récord, la política presupuestaria ya no protegió a los ciudadanos, sino que transfirió la propiedad general a las manos de las grandes empresas, y ya era sólo cuestión de tiempo antes de que la próxima crisis financiera destructiva golpeara a Europa.
Por último, en lo que respecta a la movilidad, se perdieron más oportunidades de las que se aprovecharon. La posibilidad de reunir a personas con economías de bajos ingresos y generadoras de ingresos a través de la movilidad laboral habría brindado oportunidades sin precedentes no solo para proporcionar un equilibrio material, sino también para tomar conciencia de la diversidad cultural y la solidaridad de Occidente. Pero el trasfondo de estas medidas no era el interés de Europa, sino sólo de las élites. La "globalización" multicultural de la externalización de la industria a Asia y la importación -materialmente justificada- de refugiados económicos de los países islámicos próximos demostraron que la "movilidad" no trataba de reforzar la idea europea, sino que se trataba más bien de la mayor explotación posible de los derechos laborales y de votos. Es precisamente esta remodelación cultural del continente, que se ha producido en un tiempo relativamente corto, lo que ha llevado al actual cuestionamiento fatal de nuestro sistema político y de sus valores fundamentales, más aún que la pobreza y la guerra permanente.
Por lo tanto, la paz, la prosperidad y la movilidad no están en su mejor momento. Pero incluso si no fuera así, no dirían nada sobre la naturaleza moral, política o espiritual de la UE en términos puramente materialistas: la dictadura militar romana también garantizó la paz interna; el despótico imperio mongol también hizo posible una gran movilidad interna; la China comunista también se esfuerza por aumentar la prosperidad de sus habitantes. Pero, ¿no puede la disposición a la guerra y al abandono en favor de los valores ideológicos ser moralmente superior a la cobardía de mirar hacia otro lado en favor de la "paz mundial"? ¿No puede la paz social de un Estado pobre pero solidario ser más duradera que la envidia omnipresente de la sociedad de consumo desaforada? ¿No puede ser que el habitante nómada de la metrópolis sólo encuentre la soledad, mientras que muchos aldeanos llevan una vida en la que se realizan de forma segura?
La verdadera identidad de una comunidad no deriva de sus objetivos materiales, sino más bien, como ya reconoció Montesquieu, del espíritu que la mueve. Este espíritu parece haberse vuelto cuestionable hoy porque se ha alejado de sus raíces culturales y espirituales. Culturalmente, porque los tiempos en que los europeos se veían a sí mismos en una continuidad ininterrumpida con las tradiciones centenarias de Occidente ya han pasado. En el mejor de los casos, la historia se percibe como una carga anticuada que sólo los "perdedores de la modernización" reaccionarios pueden invocar. En el peor de los casos, se trata de un conjunto de atrocidades por las cuales no hay disculpa suficiente, incluso después de tres generaciones. De la identidad colectiva que una vez estuvo garantizada por la historia, sólo queda la culpa colectiva. Por ello, la UE se define a sí misma sólo como un Estado universal culturalmente independiente y puramente geográfico. La alienación espiritual proviene del hecho de que la extinción del cristianismo y la reducción de cualquier forma de espiritualidad a un asunto privado en nombre del secularismo, en última instancia, reemplazan todo valor absoluto con la relatividad de la negociación permanente. Esto sólo aparentemente garantiza una configuración libre e imparcial de la sociedad. En realidad, degrada cualquier valor moral a un vacío semántico. ¿Qué significa el imperativo kantiano tan a menudo invocado por la UE, según el cual sólo esas máximas deberían convertirse en directrices individuales que, al mismo tiempo, podrían convertirse en ley general, si las minorías autoproclamadas imponen su voluntad a la mayoría y muchos ciudadanos ya no son capaces de ver a través de la presión social y de los medios de comunicación cuando el supuesto interés general viola realmente su dignidad? Así, en las últimas décadas hemos tenido que experimentar un confuso y dramático vaciamiento del significado de todos los conceptos en los que se ha basado nuestra sociedad: las fronteras entre la izquierda y la derecha se han desdibujado por un compromiso con el orden mundial liberal dictado por la supuesta "coerción" [angeblichen «Sachzwang»]. Allí, el debate político entre el centro y el extremismo ha degenerado en un rompecabezas de significados ambiguos, donde fundamentalistas de todo tipo se estilizan como garantes de la tolerancia, la igualdad y la democracia. Al mismo tiempo, se acusa a las fuerzas del "medio" -no siempre sin justificación- de establecer una dictadura de buenas intenciones.
En vista de esta renovada confirmación de la "dialéctica de la ilustración", ¿qué significa el comienzo de la fase álgida del Tratado de Lisboa: "Los valores en los que se basa la Unión son el respeto de la dignidad humana, la libertad, la democracia, la igualdad, el Estado de Derecho y el respeto de los derechos humanos...] en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres"? El fanatismo de todo tipo se reinterpreta en Europa como un acto de tolerancia a prueba; el declive del sistema educativo se convierte en un triunfo de la igualdad social; la autoridad aceptada de las formas patriarcales de opresión deviene autodeterminación feminista; el enriquecimiento intolerable del mundo financiero está para estimular adecuadamente a los "emprendedores"; la vigilancia electrónica se entiende como un muro de protección contra el terrorismo; y esto mismo suele convertirse en un caso particularmente lamentable; la democracia, en cuanto va más allá de los meros actos de aclamación, se convierte en un "peligro" populista; la provocación en el arte y la educación se asimila al elitismo; los procesos de apoteosis del Estado de derecho se prolongan durante décadas; el vandalismo se asimila a la crítica legítima del presunto Estado policial; los controles fronterizos se entiende que están para atentar contra la dignidad humana; los pobres y los desempleados van entenderse como los perdedores de la globalización; el declive de la población se debe a pagos por culpabilidad histórica; la evasión de impuestos se entiende que es para fomentar el desmantelamiento del Estado de bienestar; y la creación de guetos se entiende como un canto al pluralismo y la cultura de la acogida. Los partidos nacionalistas hablan de Occidente, los partidos cristianos ponen a los musulmanes profesantes en sus listas, los partidos socialistas fortalecen el orden mundial ultraliberal y los partidos comunistas hablan en contra de la alienación. Pero todos se insultan entre sí llamándose fascistas y mentirosos. ¿Qué le queda al ciudadano más que el cínicamente resignado "Qué es la verdad" de un Poncio Pilatos? Esta situación no puede ser permanente. En este momento, el deseo de puntos fijos de pensamiento firmes y universalmente válidos busca una primera expresión en la peligrosa exuberancia del extremismo, el fundamentalismo, el populismo, Brexit, crisis del euro, inmigración masiva. Elecciones en Francia y Alemania - el choque entre el mundo político, que se avecina en 2017 [N. del T.: el artículo original en alemán es de 2017] será duro y permanecerá indeciso durante muchos años. Así como el sistema actual es insostenible, el mundo supuestamente ideal, en el que Europa y el cristianismo eran sinónimos, ha pasado a ser irrepetible. Perdidos entre la obsolescencia del pasado y el descrédito de la modernidad, es probable que la parálisis de la UE y de los Estados nacionales y el crecimiento de los factores de crisis aumenten hasta el punto de que la implosión ya no pueda evitarse. La inseguridad jurídica, los disturbios violentos, el declive económico, el empobrecimiento y la inseguridad política estarán entonces probablemente a la orden del día hasta que sólo la violencia pueda restaurar la paz y el orden. Tal vez Occidente necesite, tal vez quiera, una cura así de drástica para darse cuenta una vez más de que no todo es negociable después de todo: que más allá de las frases bonitas y los compromisos perezosos hay verdades que no se pueden ignorar, como la familia, los amigos, la lealtad, la valentía, la confianza, el deber, la responsabilidad.
Pero la sociedad que emerge de esos tiempos de crisis tendrá poca semejanza con nuestro mundo de hoy. Si la UE se desintegrará primero y luego se reconstituirá como el "núcleo de la UE" alrededor de Alemania y sus estados vecinos subordinados, o si continuará su actual cambio de poder de Bruselas a Berlín con algunas pérdidas como Gran Bretaña o Grecia, es en última instancia tan irrelevante como la cuestión de si los populistas llegarán a un acuerdo con las élites o si las élites serán populistas. A pesar de contar una constitución libre y democrática mantenida externamente, nuestro orden de Estados pronto será cosa del pasado. Será sustituido por un Estado autoritario paneuropeo. Uno puede (y lo hará sin duda) lamentar esto. Pero para hablar con Tito Livio, cuya relevancia sólo puede ser apreciada hoy en día, vivimos en un tiempo en el que "no podemos soportar ni nuestros vicios ni los remedios".
Publicado originalmente en alemán en Weltwoche Nr.14.17
![[Img #16321]](https://latribunadelpaisvasco.com/upload/images/09_2019/842_captura-de-pantalla-2019-09-13-a-las-165832.png)
En medio de la crisis más profunda de la República Romana, Cicerón escribió: "Por nuestros errores, no por ninguna desgracia, conservamos la palabra Estado, pero hace tiempo que perdimos su sustancia" . Esta cita siempre me ha conmovido profundamente, porque refleja nuestra sensación contemporánea. De hecho, el mundo europeo está atravesando su peor crisis desde la Segunda Guerra Mundial, y el hecho de que el Tratado de Roma celebrara su LX aniversario en 2017 debería ser más motivo que nunca para hacer un balance crítico de la unificación europea y de las fuerzas espirituales que la sustentan. Como belga multilingüe que creció a la sombra de la antigua ciudad imperial de Aquisgrán, no puedo dejar de confesar mi europeísmo sin restricciones y acoger con alegría la unificación europea como un proceso históricamente esperado. Sin embargo, por esta misma razón, siento una obligación especial de abordar abiertamente la profunda preocupación con la que veo la evolución actual. La crisis de Europa no se basa en el desempleo masivo, los refugiados, la deuda nacional, la reducción de la población, la globalización, la miseria de la educación, la tecnocracia o la obsolescencia, como puede leerse según las preferencias políticas de los partidos; se trata, en estos casos, de fenómenos puramente superficiales. La crisis de Europa se basa en una actitud espiritual que ha reinterpretado, erosionado y desacreditado los valores de nuestro continente con el pretexto de llevarlos a la victoria en todo el mundo. La unificación europea no frenó este desarrollo, sino que lo aceleró al no definirse a sí misma como la guardiana de la unidad de Occidente como una comunidad espiritual y cultural del destino, sino al desacreditarla a largo plazo reduciéndola a intereses puramente económicos y tecnocráticos. Para decirlo sin rodeos: la UE ha unido a Europa, pero ha abolido Occidente.
Hoy cosechamos los frutos de este proceso: la nueva Europa también está en su fin; un fin que, sin embargo, no tiene los rasgos de un trágico hundimiento en el fuego y la muerte, sino más bien de un declive democrático promovido por el Estado: un abandono mental acelerado por la política educativa, una crisis permanente firmemente establecida por nuestro sistema económico y un empobrecimiento espiritual inducido por el materialismo y la arrogancia. Deterioran la voluntad y la indignación hasta un punto tal en que es demasiado tarde para evitar el colapso interior. La falsa complacencia del "último hombre", como Nietzsche lo describió con asco, y Fukuyama con admiración, puede ir seguida de una rebelión final. Sus primeros síntomas aparecen en todas partes en forma de "populismo", no muy diferente éste al de la caída de la República Romana en el siglo I a.C. Pero al mismo tiempo que la mentalidad actual, también el último remanente de democracia que queda, también caerá. Si uno pregunta a un europeo contemporáneo qué logros asocia mentalmente con la UE, probablemente se referirá a la paz, la prosperidad y la movilidad; tres valores que se convirtieron en los principales pilares del proceso de unificación europea con el Tratado de Roma en 1957 y la fundación de las Comunidades Europeas. No se debe negar que estos son componentes importantes de todo orden social, pero una mirada más atenta revela una imagen bastante cuestionable de esta supuesta historia de éxito.
En cuanto al cumplimiento de la exigencia "Nunca más guerra", esto parece comprensible después de dos guerras mundiales, pero como cemento de la unificación europea es harto pobre en la medida en que el rechazo colectivo de la violencia es sólo una variable negativa, no positiva. Todavía está muy lejos de una voluntad compartida para crecer juntos, y es muy cuestionable hasta qué punto la Europa "pacífica" del siglo XXI está mental y culturalmente más unida que la Europa belicosa del siglo XVIII. También esto requiere un considerable olvido histórico para responsabilizar a las instituciones europeas de setenta años de paz: la paz de Europa vino menos de la voluntad libre de los destrozados Estados-nación de "renunciar" a la guerra que de la Guerra Fría de cincuenta años entre la OTAN y el Pacto de Varsovia con su potencial de escalada nuclear. Incluso después de la caída del Muro de Berlín, la UE seguía careciendo de pruebas de su capacidad en materia de política exterior: ni la guerra en Yugoslavia ni la guerra civil ucraniana, ni el colapso de los estados vecinos islámicos pudieron ser controlados.
En cuanto a la prosperidad de Europa, también surgen dudas sobre si la actual primacía de la economía sobre el espíritu es realmente deseable y hasta qué punto setenta años de prosperidad fueron realmente el resultado de una planificación inteligente. Ni la gestión del potencial de reconstrucción de la posguerra ni la reaparición del desempleo con la saturación de la demanda se convirtieron en el punto de partida para una reflexión fundamental sobre la distribución de la vasta riqueza creada por el progreso tecnológico. La polarización entre ricos y pobres se enmascaraba simplemente por el aumento del gasto social financiado por la deuda, mientras que la existencia del socialismo obligaba a mantener la "economía social de mercado". Después de 1995, esta fachada ya no era necesaria, y de repente surgió la petición de medidas de austeridad, de una mayor movilidad del capital, de una relajación de los acuerdos salariales, con el resultado de que el desempleo en Europa alcanzó niveles récord, la política presupuestaria ya no protegió a los ciudadanos, sino que transfirió la propiedad general a las manos de las grandes empresas, y ya era sólo cuestión de tiempo antes de que la próxima crisis financiera destructiva golpeara a Europa.
Por último, en lo que respecta a la movilidad, se perdieron más oportunidades de las que se aprovecharon. La posibilidad de reunir a personas con economías de bajos ingresos y generadoras de ingresos a través de la movilidad laboral habría brindado oportunidades sin precedentes no solo para proporcionar un equilibrio material, sino también para tomar conciencia de la diversidad cultural y la solidaridad de Occidente. Pero el trasfondo de estas medidas no era el interés de Europa, sino sólo de las élites. La "globalización" multicultural de la externalización de la industria a Asia y la importación -materialmente justificada- de refugiados económicos de los países islámicos próximos demostraron que la "movilidad" no trataba de reforzar la idea europea, sino que se trataba más bien de la mayor explotación posible de los derechos laborales y de votos. Es precisamente esta remodelación cultural del continente, que se ha producido en un tiempo relativamente corto, lo que ha llevado al actual cuestionamiento fatal de nuestro sistema político y de sus valores fundamentales, más aún que la pobreza y la guerra permanente.
Por lo tanto, la paz, la prosperidad y la movilidad no están en su mejor momento. Pero incluso si no fuera así, no dirían nada sobre la naturaleza moral, política o espiritual de la UE en términos puramente materialistas: la dictadura militar romana también garantizó la paz interna; el despótico imperio mongol también hizo posible una gran movilidad interna; la China comunista también se esfuerza por aumentar la prosperidad de sus habitantes. Pero, ¿no puede la disposición a la guerra y al abandono en favor de los valores ideológicos ser moralmente superior a la cobardía de mirar hacia otro lado en favor de la "paz mundial"? ¿No puede la paz social de un Estado pobre pero solidario ser más duradera que la envidia omnipresente de la sociedad de consumo desaforada? ¿No puede ser que el habitante nómada de la metrópolis sólo encuentre la soledad, mientras que muchos aldeanos llevan una vida en la que se realizan de forma segura?
La verdadera identidad de una comunidad no deriva de sus objetivos materiales, sino más bien, como ya reconoció Montesquieu, del espíritu que la mueve. Este espíritu parece haberse vuelto cuestionable hoy porque se ha alejado de sus raíces culturales y espirituales. Culturalmente, porque los tiempos en que los europeos se veían a sí mismos en una continuidad ininterrumpida con las tradiciones centenarias de Occidente ya han pasado. En el mejor de los casos, la historia se percibe como una carga anticuada que sólo los "perdedores de la modernización" reaccionarios pueden invocar. En el peor de los casos, se trata de un conjunto de atrocidades por las cuales no hay disculpa suficiente, incluso después de tres generaciones. De la identidad colectiva que una vez estuvo garantizada por la historia, sólo queda la culpa colectiva. Por ello, la UE se define a sí misma sólo como un Estado universal culturalmente independiente y puramente geográfico. La alienación espiritual proviene del hecho de que la extinción del cristianismo y la reducción de cualquier forma de espiritualidad a un asunto privado en nombre del secularismo, en última instancia, reemplazan todo valor absoluto con la relatividad de la negociación permanente. Esto sólo aparentemente garantiza una configuración libre e imparcial de la sociedad. En realidad, degrada cualquier valor moral a un vacío semántico. ¿Qué significa el imperativo kantiano tan a menudo invocado por la UE, según el cual sólo esas máximas deberían convertirse en directrices individuales que, al mismo tiempo, podrían convertirse en ley general, si las minorías autoproclamadas imponen su voluntad a la mayoría y muchos ciudadanos ya no son capaces de ver a través de la presión social y de los medios de comunicación cuando el supuesto interés general viola realmente su dignidad? Así, en las últimas décadas hemos tenido que experimentar un confuso y dramático vaciamiento del significado de todos los conceptos en los que se ha basado nuestra sociedad: las fronteras entre la izquierda y la derecha se han desdibujado por un compromiso con el orden mundial liberal dictado por la supuesta "coerción" [angeblichen «Sachzwang»]. Allí, el debate político entre el centro y el extremismo ha degenerado en un rompecabezas de significados ambiguos, donde fundamentalistas de todo tipo se estilizan como garantes de la tolerancia, la igualdad y la democracia. Al mismo tiempo, se acusa a las fuerzas del "medio" -no siempre sin justificación- de establecer una dictadura de buenas intenciones.
En vista de esta renovada confirmación de la "dialéctica de la ilustración", ¿qué significa el comienzo de la fase álgida del Tratado de Lisboa: "Los valores en los que se basa la Unión son el respeto de la dignidad humana, la libertad, la democracia, la igualdad, el Estado de Derecho y el respeto de los derechos humanos...] en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres"? El fanatismo de todo tipo se reinterpreta en Europa como un acto de tolerancia a prueba; el declive del sistema educativo se convierte en un triunfo de la igualdad social; la autoridad aceptada de las formas patriarcales de opresión deviene autodeterminación feminista; el enriquecimiento intolerable del mundo financiero está para estimular adecuadamente a los "emprendedores"; la vigilancia electrónica se entiende como un muro de protección contra el terrorismo; y esto mismo suele convertirse en un caso particularmente lamentable; la democracia, en cuanto va más allá de los meros actos de aclamación, se convierte en un "peligro" populista; la provocación en el arte y la educación se asimila al elitismo; los procesos de apoteosis del Estado de derecho se prolongan durante décadas; el vandalismo se asimila a la crítica legítima del presunto Estado policial; los controles fronterizos se entiende que están para atentar contra la dignidad humana; los pobres y los desempleados van entenderse como los perdedores de la globalización; el declive de la población se debe a pagos por culpabilidad histórica; la evasión de impuestos se entiende que es para fomentar el desmantelamiento del Estado de bienestar; y la creación de guetos se entiende como un canto al pluralismo y la cultura de la acogida. Los partidos nacionalistas hablan de Occidente, los partidos cristianos ponen a los musulmanes profesantes en sus listas, los partidos socialistas fortalecen el orden mundial ultraliberal y los partidos comunistas hablan en contra de la alienación. Pero todos se insultan entre sí llamándose fascistas y mentirosos. ¿Qué le queda al ciudadano más que el cínicamente resignado "Qué es la verdad" de un Poncio Pilatos? Esta situación no puede ser permanente. En este momento, el deseo de puntos fijos de pensamiento firmes y universalmente válidos busca una primera expresión en la peligrosa exuberancia del extremismo, el fundamentalismo, el populismo, Brexit, crisis del euro, inmigración masiva. Elecciones en Francia y Alemania - el choque entre el mundo político, que se avecina en 2017 [N. del T.: el artículo original en alemán es de 2017] será duro y permanecerá indeciso durante muchos años. Así como el sistema actual es insostenible, el mundo supuestamente ideal, en el que Europa y el cristianismo eran sinónimos, ha pasado a ser irrepetible. Perdidos entre la obsolescencia del pasado y el descrédito de la modernidad, es probable que la parálisis de la UE y de los Estados nacionales y el crecimiento de los factores de crisis aumenten hasta el punto de que la implosión ya no pueda evitarse. La inseguridad jurídica, los disturbios violentos, el declive económico, el empobrecimiento y la inseguridad política estarán entonces probablemente a la orden del día hasta que sólo la violencia pueda restaurar la paz y el orden. Tal vez Occidente necesite, tal vez quiera, una cura así de drástica para darse cuenta una vez más de que no todo es negociable después de todo: que más allá de las frases bonitas y los compromisos perezosos hay verdades que no se pueden ignorar, como la familia, los amigos, la lealtad, la valentía, la confianza, el deber, la responsabilidad.
Pero la sociedad que emerge de esos tiempos de crisis tendrá poca semejanza con nuestro mundo de hoy. Si la UE se desintegrará primero y luego se reconstituirá como el "núcleo de la UE" alrededor de Alemania y sus estados vecinos subordinados, o si continuará su actual cambio de poder de Bruselas a Berlín con algunas pérdidas como Gran Bretaña o Grecia, es en última instancia tan irrelevante como la cuestión de si los populistas llegarán a un acuerdo con las élites o si las élites serán populistas. A pesar de contar una constitución libre y democrática mantenida externamente, nuestro orden de Estados pronto será cosa del pasado. Será sustituido por un Estado autoritario paneuropeo. Uno puede (y lo hará sin duda) lamentar esto. Pero para hablar con Tito Livio, cuya relevancia sólo puede ser apreciada hoy en día, vivimos en un tiempo en el que "no podemos soportar ni nuestros vicios ni los remedios".
Publicado originalmente en alemán en Weltwoche Nr.14.17