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Antonio Ríos Rojas
Martes, 01 de Octubre de 2019 Tiempo de lectura:

Tristán e Isolda: Muerte de amor / Jessye Norman. Karajan

Ayer fallecía a los setenta y cuatro años de edad la soprano estadounidense Jessye Norman. La noticia de la muerte de una de las más grandes sopranos de los 80 y buena parte de los 90 merece algo más que una nota necrológica recogida por periodistas que buscan información en Wikipedia sobre la vida del último famoso fallecido. Convertidos en buitres, huelen la carroña y meten su pico en la carne ya sin vida. Así, cuando la nota necrológica es sobre alguien perteneciente al mundo del gran arte, el resultado de la mayoría de esas reseñas no es más que muerte sobre muerte, porque para muchos de esos cultifilisteos, Jessye Norman estuvo muerta en vida, y enterados ahora de su muerte, acuden a la carroña para extender el hedor a carne muerta, y lo que es peor, a espíritu muerto. Renuncio a comentar aspectos de la vida de la gran cantante estadounidense, para tan solo compartir con ustedes una pieza de su extenso repertorio. Que sirvan estas líneas y el fragmento musical adjunto al final del artículo para elevar nuestro espíritu y crecer amando más la vida junto al arte maravilloso de Jessye Norman.

 

Norman poseía una voz de gran volumen. Era una voz lírica plena que la convertía en una idónea cantante del lied alemán, de Schubert, de Brahms, de Richard Strauss o de Schumann. Fue también una gran cantante lírica wagneriana, una sensacional Elsa en Lohengrinn o una magnífica Sieglinde en La Walkiria, pero Norman podía hacer también incursiones en papeles para voces dramáticas, debido no sólo a la gran maleabilidad de su instrumento vocal sino también a su timbre oscuro y potente. Fue de hecho una gran Kundry en Parsifal.

 

Les he guiado hacia Wagner porque es una pieza de este compositor la que quiero compartir con ustedes en homenaje a Norman. Descubrí esta interpretación concreta hace ya años y me tuvo sobrecogido durante días. Se trata del final -aquí en versión de concierto- de las cuatro horas largas que dura el Tristán e Isolda. Es la “Muerte de amor de Isolda”, que acontece en  acordes infinitos que se extienden para abrazar a la vez profundidades y cumbres. Dirige un inspiradísimo Herbert von Karajan, que pocas veces dejaba entrever sus emociones en el pódium. A diferencia del gran Leonard Bernstein, Karajan era un gran director de cantantes en escena. Karajan transportaba a las voces, sabía ver la más mínima dificultad en un pasaje de una soprano o de un tenor y el temido director austriaco guiaba a los cantantes con autoridad y ternura sin dejar ni un instante a la orquesta.

 

Como un ser transfigurado, que aunque respira aún en este mundo, ya no pertenece a él, la Isolda de Norman penetra gozosa en la muerte como luz, la muerte de amor por un Tristán que en la escena anterior de la ópera ya ha dejado el mundo de los vivos. La noche romántica del segundo acto de la ópera, noche de la que no quieren despertar los dos amantes, queda ahora en el final del tercer acto y  en los umbrales de la muerte, transfigurada en día, en derroche de luz, en fusión amorosa de un todo universal. El alma de Isolda se libera de todo peso, de todo deseo impuro, se funde ya no sólo con Tristán en el amor enfermizo del segundo acto, sino en un amor superior que les lleva a respirar palpitantes con todo el Universo, en luz, más luz, en muerte-luz, en redención de amor. No es puñal ni una enfermedad lo que causa la muerte de Isolda, es un amor incontenible. Quizás ayer, poco antes de dejar de respirar, Norman se acordara de las últimas palabras de Isolda: “En el pálpito infinito del alma universal, perderse, sumergirse, desvanecerse, sin conciencia, ¡supremo placer!

 

Descanse en paz.

 

 

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