LA TRIBUNA DEL DIRECTOR
Hombres buenos en una tierra quemada
Conozco personas que se han negado ya a vivir este presente, que habitan fuera del tiempo y que se han instalado en una burbuja tan sólida como discreta que, resguardada por efectivos guardas de seguridad, sofisticadas alarmas y elevados alambres de espino, protege con mimo las esencias de un mundo ido para siempre. Son mujeres y hombres circunspectos y moralmente intachables que han decidido aislarse de las tormentas de detritos que se suceden un día sí y otro también escuchando el trisar de las golondrinas, cultivando pequeños tomates carnosos, bañándose en el mar cuando el día todavía no ha estallado y contemplando, con la lentitud de quienes saben que están admirando un pequeño milagro, el crecer de unos hijos que sin tardar demasiado habrán de abandonar el búnquer del hogar para habitar el nuevo mundo infame que las élites económicas, la partitocracia socialdemócrata, los nuevos comunistas, los intelectuales sumisos y la necedad y cobardía del pensamiento políticamente correcto ha alumbrado para ellos. Una tierra quemada donde los ordenamientos democráticos nada valen, donde la oclocracia se ha adueñado de las instituciones, donde el pensamiento y las ideas se han travestido en tuits apenas balbuceados y en patéticas pancartas adolescentes y en la que el sentido común, el bien colectivo, el patriotismo, el idioma en el que nos susurraba nuestra madre, los valores de nuestros padres y el legado de nuestras estirpes se han arrumbado al rincón oscuro y apestado de la ultraderecha, de los “fachas” y de los “peligrosos populismos”.
Sí, cada vez hay más gente que, a escondidas de la chusma, lee a Proust, saborea con timidez una copa de champagne y escucha a Mozart mientras abraza la realidad en la brasas vibrantes que doran unas verduras recién recogidas de un pequeño huerto. Estos seres anónimos, que todavía son pocos pero que acabarán convirtiéndose en un movimiento de reconquista, saben mejor que nadie que nuestro presente es un territorio infame, ideológicamente incendiario, culturalmente arrasado y económicamente arruinado, azotado, cada más frecuentemente, por una espesa lluvia totalitaria que nos empapa la existencia con leyes inescrutables, con órdenes duras que se transmiten como si fueran consejos blandos y con impuestos exponenciales que sufragan los caprichos de nuestras élites y las necesidades de las minorías privilegiadas que las sostienen en el poder. Aunque apenas los veamos a nuestro alrededor, nuestras calles comienzan a ser tomadas por ciudadanos anónimos, ayer invisibilizados y hoy convertidos en orgullos fantasmas, que al igual que los monjes medievales protegieron los saberes ancestrales de la llegada de los bárbaros, se dedican laboriosamente y en secreto a dinamitar las reescrituras manipuladoras de nuestra historia y a boicotear las constantes promesas de un nuevo orden futuro que recuerda demasiado al horror abisal del Partido NacionalSocialista alemán y al terror arrasador del comunismo estalinista.
Mientras escribo esto, Cataluña arde arrasada por miserables, sediciosos y golpistas a los que durante décadas Gobiernos no menos miserables, por complicidad o cobardía, han alumbrado, alimentado y agasajado. Mientras escribo esto, los principales territorios de la Unión Europea, de Suecia a Francia, y de Londres a Bruselas, se ven atacados por un aumento exponencial, aunque siempre sin nombre, de la violencia, de la delincuencia y del terrorismo. Mientras escribo esto, Gran Bretaña busca confundida cómo seguir siendo una isla frente al hombre del castillo continental. Mientras escribo esto, mis amigos de Barcelona sienten que la ciudad que un día amaron, en la que crecieron, se casaron y dieron luz a sus hijos, ya no es la urbe que les vio nacer sino un pozo sin final de estulticia, fanatismo e ignorancia. Mientra escribo esto, recibo informes pasmosos de cómo la educación de nuestros jóvenes se ha convertido en puro y duro adoctrinamiento infantil, escucho llamadas a la ¿calma? y veo centenares de policías mal pagados, mal pertrechados, mal atendidos y siempre ninguneados a los que ahora se exige “defender el orden constitucional” ante un monstruo crecido por la estupidez de unos pocos, el interés geoestratégico de bastantes y el fanatismo integrista de muchos.
Mientras escribo esto, comprendo que los tiempos han cambiado, que no lo han hecho para mejor y que no pocos comienzan, comenzamos, a entender que es hora de regresar a casa. A nuestra casa, a nuestra familia, a nuestra burbuja, allí donde, en medio de la tierra quemada, todavía se siente el auténtico valor de las cosas pequeñas, la pasión por lo hermoso hecho cotidiano y el encanto de los objetos simplemente bellos.
Hoy entiendo mejor que nunca las razones por las que para los nuevos nómadas que han surgido como fruto de este comienzo desquiciante del milenio, nada hay importante que no se encuentre en el arco de lo que alcanzan sus brazos. Abrasados por lo que saben, perdidos en un tiempo que ya no es el suyo, carentes de agarraderas ideológicas en las que sujetarse, reacios a trepar por encima de todo y de todos y agotados de ver desmoronarse el mundo que un día quisieron hacer mejor, estos pequeños príncipes se han encerrado en su propio jardín de memorias, mitos y fetiches. Y en su aséptico espacio, alejados del ruido blanco de los mentirosos y de los manipuladores y de los aullidos de los integristas y de los ignorantes, leen a los clásicos, acarician libros viejos, admiran láminas de antiguas catedrales y museos, y se envuelven en una manta mientras acarician sus cuadernos cargados de recuerdos del ayer.
Sí, llega el invierno. Otra vez.
Conozco personas que se han negado ya a vivir este presente, que habitan fuera del tiempo y que se han instalado en una burbuja tan sólida como discreta que, resguardada por efectivos guardas de seguridad, sofisticadas alarmas y elevados alambres de espino, protege con mimo las esencias de un mundo ido para siempre. Son mujeres y hombres circunspectos y moralmente intachables que han decidido aislarse de las tormentas de detritos que se suceden un día sí y otro también escuchando el trisar de las golondrinas, cultivando pequeños tomates carnosos, bañándose en el mar cuando el día todavía no ha estallado y contemplando, con la lentitud de quienes saben que están admirando un pequeño milagro, el crecer de unos hijos que sin tardar demasiado habrán de abandonar el búnquer del hogar para habitar el nuevo mundo infame que las élites económicas, la partitocracia socialdemócrata, los nuevos comunistas, los intelectuales sumisos y la necedad y cobardía del pensamiento políticamente correcto ha alumbrado para ellos. Una tierra quemada donde los ordenamientos democráticos nada valen, donde la oclocracia se ha adueñado de las instituciones, donde el pensamiento y las ideas se han travestido en tuits apenas balbuceados y en patéticas pancartas adolescentes y en la que el sentido común, el bien colectivo, el patriotismo, el idioma en el que nos susurraba nuestra madre, los valores de nuestros padres y el legado de nuestras estirpes se han arrumbado al rincón oscuro y apestado de la ultraderecha, de los “fachas” y de los “peligrosos populismos”.
Sí, cada vez hay más gente que, a escondidas de la chusma, lee a Proust, saborea con timidez una copa de champagne y escucha a Mozart mientras abraza la realidad en la brasas vibrantes que doran unas verduras recién recogidas de un pequeño huerto. Estos seres anónimos, que todavía son pocos pero que acabarán convirtiéndose en un movimiento de reconquista, saben mejor que nadie que nuestro presente es un territorio infame, ideológicamente incendiario, culturalmente arrasado y económicamente arruinado, azotado, cada más frecuentemente, por una espesa lluvia totalitaria que nos empapa la existencia con leyes inescrutables, con órdenes duras que se transmiten como si fueran consejos blandos y con impuestos exponenciales que sufragan los caprichos de nuestras élites y las necesidades de las minorías privilegiadas que las sostienen en el poder. Aunque apenas los veamos a nuestro alrededor, nuestras calles comienzan a ser tomadas por ciudadanos anónimos, ayer invisibilizados y hoy convertidos en orgullos fantasmas, que al igual que los monjes medievales protegieron los saberes ancestrales de la llegada de los bárbaros, se dedican laboriosamente y en secreto a dinamitar las reescrituras manipuladoras de nuestra historia y a boicotear las constantes promesas de un nuevo orden futuro que recuerda demasiado al horror abisal del Partido NacionalSocialista alemán y al terror arrasador del comunismo estalinista.
Mientras escribo esto, Cataluña arde arrasada por miserables, sediciosos y golpistas a los que durante décadas Gobiernos no menos miserables, por complicidad o cobardía, han alumbrado, alimentado y agasajado. Mientras escribo esto, los principales territorios de la Unión Europea, de Suecia a Francia, y de Londres a Bruselas, se ven atacados por un aumento exponencial, aunque siempre sin nombre, de la violencia, de la delincuencia y del terrorismo. Mientras escribo esto, Gran Bretaña busca confundida cómo seguir siendo una isla frente al hombre del castillo continental. Mientras escribo esto, mis amigos de Barcelona sienten que la ciudad que un día amaron, en la que crecieron, se casaron y dieron luz a sus hijos, ya no es la urbe que les vio nacer sino un pozo sin final de estulticia, fanatismo e ignorancia. Mientra escribo esto, recibo informes pasmosos de cómo la educación de nuestros jóvenes se ha convertido en puro y duro adoctrinamiento infantil, escucho llamadas a la ¿calma? y veo centenares de policías mal pagados, mal pertrechados, mal atendidos y siempre ninguneados a los que ahora se exige “defender el orden constitucional” ante un monstruo crecido por la estupidez de unos pocos, el interés geoestratégico de bastantes y el fanatismo integrista de muchos.
Mientras escribo esto, comprendo que los tiempos han cambiado, que no lo han hecho para mejor y que no pocos comienzan, comenzamos, a entender que es hora de regresar a casa. A nuestra casa, a nuestra familia, a nuestra burbuja, allí donde, en medio de la tierra quemada, todavía se siente el auténtico valor de las cosas pequeñas, la pasión por lo hermoso hecho cotidiano y el encanto de los objetos simplemente bellos.
Hoy entiendo mejor que nunca las razones por las que para los nuevos nómadas que han surgido como fruto de este comienzo desquiciante del milenio, nada hay importante que no se encuentre en el arco de lo que alcanzan sus brazos. Abrasados por lo que saben, perdidos en un tiempo que ya no es el suyo, carentes de agarraderas ideológicas en las que sujetarse, reacios a trepar por encima de todo y de todos y agotados de ver desmoronarse el mundo que un día quisieron hacer mejor, estos pequeños príncipes se han encerrado en su propio jardín de memorias, mitos y fetiches. Y en su aséptico espacio, alejados del ruido blanco de los mentirosos y de los manipuladores y de los aullidos de los integristas y de los ignorantes, leen a los clásicos, acarician libros viejos, admiran láminas de antiguas catedrales y museos, y se envuelven en una manta mientras acarician sus cuadernos cargados de recuerdos del ayer.
Sí, llega el invierno. Otra vez.