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Marta González Isidoro
Jueves, 05 de Diciembre de 2019 Tiempo de lectura:

Con nuestro consentimiento

Hace unos días me llegaba al TL de mis redes sociales una noticia con una fotografía impactante: una horda enardecida quemando viva a una persona por la llamada técnica del necklacing. La noticia, antigua (2016), explicaba que en el Estado de Bauchi, uno de los 36 que forman Nigeria, la homosexualidad no sólo es ilegal y está perseguida y castigada con penas que van desde los catorce años de prisión a la pena de muerte, dependiendo de los Estados, sino que, además, son los propios vecinos los que, extrajudicialmente, someten al acusado por este delito a la pena capital mediante la atroz técnica de envolverlos en un neumático, rociarles de gasolina y quemarlos vivos. Lógicamente, esa noticia debía ser contrastada, así que, además de verificarla por medio del rastreo de la fotografía y el vídeo, publicado en su momento por el medio periodistadigital.com, busqué informes de Amnistía Internacional y otras agencias internacionales sobre el Estado y la evolución de los derechos humanos de las personas LGBTI en el mundo.

 

Los datos, en frío, más allá del drama personal que implica para las personas afectadas y su entorno, son escalofriantes. En un número no despreciable de países y territorios, la orientación sexual o la identidad de género no convencional es ilegal y, por tanto, motivo de sanciones, penalización y/o criminalización en distintos grados, desde la pena de cárcel o los castigos físicos (72), a la pena de muerte (14), pasando por la vulneración del derecho a la expresión, reunión y atención sanitaria, a las detenciones arbitrarias, los castigos corporales o los crímenes de odio.

 

Tabú social fuera de nuestra área de confort, etiquetado como una conducta inmoral que lleva al rechazo, a nadie se le escapa que la discriminación y la violencia por motivos sexuales no tiene cabida en un mundo global donde la dignidad de la persona está reconocida por el Derecho Internacional y las convenciones internacionales. Es cierto que el origen de los cambios legislativos se encuentra en el marco general de lucha por las libertades civiles que se producen en Occidente en la década de los años setenta del siglo XX, y que la mayoría de los países que no han pasado por esa transición necesaria han adaptado sus legislaciones para aceptar formalmente y por imposición un reconocimiento que sus códigos sociales y culturales aún no han interiorizado. De la necesaria visibilidad, igualdad de trato y respeto, igual que en su día lo fue la atención y promoción de los derechos de la mujer o de otras minorías raciales o religiosas, en ese camino lentamente andado en la búsqueda de la igualdad de derechos y dignidad de todas las personas, hemos pasado a una institucionalización casi religiosa de una ideología, que va desde la de género al clima, que impone fuertes sanciones administrativas a quien discrepe de la visión obligatoria establecida, y no sólo sobre la concepción sexual de la persona. La categorización social de las personas en función del colectivo particular al que pertenezcan tiene como consecuencia más inmediata el disparate de atribuirles valores, conductas y roles propios, pero también, la perversión de aplicar un Derecho Penal y Procesal adaptado al quién hace qué frente al qué hace. Porque desde la necesaria protección frente a la discriminación o al maltrato, se ha pasado a una sobreprotección legal tan absurda como discriminatoria, al trasladar la lucha de clases a una lucha antropológica que, en definitiva, proyecta el mundo en una dicotomía entre buenos y malos.

 

Las sectas políticas que han crecido al amparo de las numerosas agencias de la ONU y se enriquecen a costa de merchandising y subvenciones, no persiguen otro objetivo que una ingeniería social consciente que está generando un enorme estrés en una sociedad occidental cada vez más fracturada, confundida y en crisis. Secuestrados por la corrección política, la debilidad cultural, lejos de ser un motivo de preocupación, está provocando un retroceso en las libertades disfrazado de progreso, en un proceso de degeneración social y autodestrucción inconsciente de las consecuencias que, a medio y largo plazo, van a generar. Porque como un boomerang, una sociedad de seres neutros que reconstruyen una nueva sociedad vacía de moral en la que el compromiso es impensable, la legitimidad hacia lo que hoy todavía nos parece inaceptable es sólo cuestión de tiempo. Veganismo, renta básica, eutanasia, anti-reproducción y aborto… lo explica muy bien la teoría política conocida como la Ventana de Overton.

 

Mientras elegimos lo que queremos ser en un gazpacho de letras que ya abarca casi todo el alfabeto, enloquecemos con una niña trastornada con trenzas que ve visiones climáticas, nos extinguimos como especie al desprendernos de nuestros fetos como del acné o nos alimentamos sólo de zanahorias porque hasta las lechugas sufren, los especialistas en delitos nos alertan de que conoceremos – las violaciones en manada ya están aquí - nuevas formas de violencia para las que no estamos ni acostumbrados ni preparados. Nos hemos creído el mantra postmoderno del feminismo interseccional, la teoría crítica de la raza o los estudios postcoloniales que no cuelan fuera de nuestra burbuja y fronteras. Allí la vida real sigue siendo un lugar hostil para los homosexuales, las mujeres, las minorías étnicas y religiosas, o simplemente para los que piensan en libertad. Y por supuesto, no tienen ninguna contemplación ni compasión por los animales ni el medio ambiente. Nosotros nos hemos pasado de frenada, y son éstos los que nos van a imponer su visión del mundo. Porque son más y porque están decididos a apartarnos. Tristemente, con nuestro consentimiento.  

 

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