Ensayo
Y llegó la oclocracia
Aristóteles decía que la democracia viciada acaba en oclocracia. Pero… ¿qué es la oclocracia? Pues bien, si la democracia es el gobierno del pueblo, la oclocracia es el gobierno de la muchedumbre (no confundir con multitud). Es decir, la democracia se basa en la igualdad de los hombres, mientras que la oclocracia se basa en la desigualdad, incultura, zafiedad e imposición. Es la peor degeneración posible de la democracia, en la que una masa de incultos, inmorales y carentes de principios igualitarios, destrozan al pueblo y sus instituciones no solo en beneficio propio, sino con el claro objetivo de tiranizarlo; es decir, anular e incluso eliminar (mediante cárcel, destierro, etc.) a quien no piense como ellos. Se crea así una desigualdad escandalosa: los míos y los demás. Pero en este caso, los míos son una muchedumbre llena de rencor que lo único que quiere es hacer daño a los demás y arrebatarles cuanto poseen. Son el estalinismo primigenio. Naturalmente, como son unos inútiles e incapaces de mejorar, arruinan el país y se cargan todo lo cargable, de manera que su evolución esperable es hacia una dictadura feroz, agresiva e inmisericorde que controle y meta en vereda a quien se oponga a la opinión generada entre la chusma. Tras esa dictadura regresa la democracia, una vez disuelta la muchedumbre y educada ésta en la convivencia. Pero…
Hay un corrido mexicano que lo cuenta muy bien: “mi padre fue peón de hacienda y yo un revolucionario, mis hijos pusieron tienda y mi nieto es funcionario”. De manera que de la incultura más absoluta se pasa por la protesta, el enriquecimiento y la integración en el sistema de forma absoluta.
¿Cómo se llega a la oclocracia desde la democracia?
Pues muy sencillo: a través del egoísmo como base fundamental de relación social. Primero se aumentan las instituciones para dar participación a los ciudadanos en su propio gobierno. Después se promueve la libre expresión de cada cual y aparecen los partidos políticos, sin freno ni cortapisa, incluso aquellos que proponen la destrucción de los demás, de quienes no piensan como ellos, lo cual no deja de ser un absurdo. Para justificar la convivencia se elabora una Constitución, mediante la cual se crean unas directrices. Pero ya entonces empieza a viciarse el sistema, pues la Constitución admite muy diversas interpretaciones, para lo que es preciso crear otro organismo, el Tribunal Constitucional, el cual está formado por afectos a los grupos políticos dirigentes. Es decir, no son plenamente imparciales de hecho, aunque lo sean de derecho. Y esos grupos políticos e instituciones dan un paso más y la democracia se transforma en lo que se conoce como cleptocracia, que es lo que llevamos disfrutando en España desde finales del pasado siglo XX, como poco. La cleptocracia, como su nombre indica es una democracia en la que el robo se generaliza y justifica. Bueno, el robo de unos cuantos, no de todos. Para ello se establecen múltiples impuestos y tributos que no revierten razonablemente en beneficios para la población “paganini”.
Sin embargo eso no es suficiente (¡el ansia viva…!, que diría José Mota) y los cleptócratas se dan cuenta de que la gente les ve. E incluso puede que alguno les diga: “¡mira niño, que la Virgen lo ve todo y que sabe lo malito que tú eres!” Entonces dan un paso más. Hay que lavar el coco al pueblo y deshacerse de las instituciones moralizantes. A partir de ahí comienzan las leyes docentes, lavadoras de cerebros de los pequeños e inocentes niños, educándoles en el odio, el clasismo y el desprecio a toda suerte de principios, pero no en la inteligencia, no se vayan a dar cuenta de lo que está pasando con los bolsillos de sus padres y – en unos años – sus propios bolsillos, salvo que se aborreguen e incluyan en la idiocia grupal correspondiente. Por otra parte hay que cargarse la religión (bueno, no todas: el islam les da un miedo que se cagan y no se atreven a meterse con él). Atacan a toda religión que implique compartir, amar, pacificar, ser generosos…
Y el tiempo pasa, los niños crecen asilvestrados en marañas urbanas hasta que un buen día… pues resulta que viene un demagogo bien dirigido desde atrás, casi siempre por comunistas camuflados, pero no comunistas idealistas, no: estalinistas puros y duros. Y esos crean la muchedumbre, la masa inculta que se opone a todo. Mientras tanto, algunos imbéciles disfrazados de periodistas van y ríen las gracias. Son tan torpes que no se dan cuenta de que sus cogotes son los primeros que van a caer. En una oclocracia sobra la información y, por ende, sobran los periodistas.
¿Dónde estamos ahora en España y qué puede pasar?
Pues nos encontramos en pleno declive de la cleptocracia. Aquí ha robado un ingente número de políticos y se ha robado en un ingente número de instituciones. Los partidos políticos llevan favoreciendo la cleptocracia desde hace décadas. ¿Y saben por qué se aferran al sillón y no quieren dar paso a gentes mucho mejor preparadas y con más carisma que ellos? Muy sencillo, porque temen acabar en la cárcel, bien por colaborar o bien por mirar para otro lado y dejar hacer, motivo por el cual pueden ser considerados cooperantes necesarios del robo. Por eso surgen otros grupos, unos decentes y otros en forma de muchedumbres. Sin embargo, las muchedumbres son fáciles de contentar: dinero y no mucho tampoco. Con un pesebrito se contentan.
Por eso, sus dirigentes ya lo tienen previsto: lo primero, crear el pesebre disfrazado de ley de apoyo urgente a los necesitados. Es decir, “te doy dinero – que no trabajo – y tu te estás quietecito y me votas sin parar”. Bueno, esto hasta que se arruine el país, se organice el guirigay, salgamos a tiros, regrese la estaca a poner orden y vuelta a empezar. Siento mucho decir que soy pesimista, porque no veo que los partidos clásicos se autodepuren, para lo cual es imprescindible cambiar – como mínimo – sus equipos dirigentes, incluyendo las cabezas, como es natural. Y si no lo hacen, no volverán a ganar una elección en la vida. Eso les encanta a los de la oclocracia. Y también les encantan las elecciones anticipadas, pues les dan argumentos acerca de la ingobernabilidad con los políticos actuales y la necesidad de un cambio radical. En parte llevan razón en ello, pues así no podemos seguir, con esta cleptocracia atroz. Pero solo en parte, pues el remedio propuesto – la barbarie – es muchísimo peor que la enfermedad.
Entre otras razones porque una vez que acceden al poder, no los echas ni con brea hirviendo.
Lo primero es hacerse con los medios de comunicación para lavar el cerebro de los incultos.
Lo segundo es echar a toda persona decente que haya en las instituciones para poder sustituirla por los borricos oclócratas.
Lo tercero es destrozar cualquier símbolo de cultura o religión.
Lo cuarto es cambiar radicalmente los mandos militares y policiales.
Lo quinto es subir todos los impuestos e inventarse otros muchos más, lo sexto es establecer una barrera inaccesible entre los dirigentes y el pueblo dirigido, abusando del gasto que ello genera y con más impuestos.
Y finalmente, en séptimo lugar, vender el país a quien les de algo de dinero para huir ellos y sus familias a otro lugar donde no haya oclocracia. Ellos son el camino del fracaso más absoluto de un Estado, sin duda.
Y esto, que nos sorprende, es lo que lleva sucediendo secularmente en España. Los romanos explotaron y machacaron Hispania, pero al final se culturizó la población, hasta que llegó la muchedumbre de los godos, quienes con el tiempo se culturizaron y dulcificaron, y entonces acudió la muchedumbre de los árabes. Cuando esa muchedumbre se educó, vinieron los terribles cristianos, mucho más brutos que ellos. Y luego, así seguimos una y otra vez: Comuneros de Castilla, Austrias contra Borbones, españoles contra franceses, Carlistas contra Isabelinos, el jaleo fenomenal de la primera república, los salvajismos republicanos y la guerra civil, etc. Y suma y sigue: un presidente acobardado que confía en el azar y que las cosas se arreglen solas (audaces fortuna iuvat, la suerte es de los valientes) y un ambicioso que no sabe lo que quiere, probablemente porque no se le ocurre nada, que accede al poder mintiendo cual bellaco y apoyado por la chusma y los nazis camuflados, y le seguirá – como Dios no lo remedie – un demagogo inculto, pero avispado, al mando de su muchedumbre, camino de la oclocracia. En el otro lado, un joven inexperto con mucha más voluntad que equipo. Se ven milagros, pero el camino hacia la oclocracia parece definido y ojalá y me equivoque completamente.
Aristóteles decía que la democracia viciada acaba en oclocracia. Pero… ¿qué es la oclocracia? Pues bien, si la democracia es el gobierno del pueblo, la oclocracia es el gobierno de la muchedumbre (no confundir con multitud). Es decir, la democracia se basa en la igualdad de los hombres, mientras que la oclocracia se basa en la desigualdad, incultura, zafiedad e imposición. Es la peor degeneración posible de la democracia, en la que una masa de incultos, inmorales y carentes de principios igualitarios, destrozan al pueblo y sus instituciones no solo en beneficio propio, sino con el claro objetivo de tiranizarlo; es decir, anular e incluso eliminar (mediante cárcel, destierro, etc.) a quien no piense como ellos. Se crea así una desigualdad escandalosa: los míos y los demás. Pero en este caso, los míos son una muchedumbre llena de rencor que lo único que quiere es hacer daño a los demás y arrebatarles cuanto poseen. Son el estalinismo primigenio. Naturalmente, como son unos inútiles e incapaces de mejorar, arruinan el país y se cargan todo lo cargable, de manera que su evolución esperable es hacia una dictadura feroz, agresiva e inmisericorde que controle y meta en vereda a quien se oponga a la opinión generada entre la chusma. Tras esa dictadura regresa la democracia, una vez disuelta la muchedumbre y educada ésta en la convivencia. Pero…
Hay un corrido mexicano que lo cuenta muy bien: “mi padre fue peón de hacienda y yo un revolucionario, mis hijos pusieron tienda y mi nieto es funcionario”. De manera que de la incultura más absoluta se pasa por la protesta, el enriquecimiento y la integración en el sistema de forma absoluta.
¿Cómo se llega a la oclocracia desde la democracia?
Pues muy sencillo: a través del egoísmo como base fundamental de relación social. Primero se aumentan las instituciones para dar participación a los ciudadanos en su propio gobierno. Después se promueve la libre expresión de cada cual y aparecen los partidos políticos, sin freno ni cortapisa, incluso aquellos que proponen la destrucción de los demás, de quienes no piensan como ellos, lo cual no deja de ser un absurdo. Para justificar la convivencia se elabora una Constitución, mediante la cual se crean unas directrices. Pero ya entonces empieza a viciarse el sistema, pues la Constitución admite muy diversas interpretaciones, para lo que es preciso crear otro organismo, el Tribunal Constitucional, el cual está formado por afectos a los grupos políticos dirigentes. Es decir, no son plenamente imparciales de hecho, aunque lo sean de derecho. Y esos grupos políticos e instituciones dan un paso más y la democracia se transforma en lo que se conoce como cleptocracia, que es lo que llevamos disfrutando en España desde finales del pasado siglo XX, como poco. La cleptocracia, como su nombre indica es una democracia en la que el robo se generaliza y justifica. Bueno, el robo de unos cuantos, no de todos. Para ello se establecen múltiples impuestos y tributos que no revierten razonablemente en beneficios para la población “paganini”.
Sin embargo eso no es suficiente (¡el ansia viva…!, que diría José Mota) y los cleptócratas se dan cuenta de que la gente les ve. E incluso puede que alguno les diga: “¡mira niño, que la Virgen lo ve todo y que sabe lo malito que tú eres!” Entonces dan un paso más. Hay que lavar el coco al pueblo y deshacerse de las instituciones moralizantes. A partir de ahí comienzan las leyes docentes, lavadoras de cerebros de los pequeños e inocentes niños, educándoles en el odio, el clasismo y el desprecio a toda suerte de principios, pero no en la inteligencia, no se vayan a dar cuenta de lo que está pasando con los bolsillos de sus padres y – en unos años – sus propios bolsillos, salvo que se aborreguen e incluyan en la idiocia grupal correspondiente. Por otra parte hay que cargarse la religión (bueno, no todas: el islam les da un miedo que se cagan y no se atreven a meterse con él). Atacan a toda religión que implique compartir, amar, pacificar, ser generosos…
Y el tiempo pasa, los niños crecen asilvestrados en marañas urbanas hasta que un buen día… pues resulta que viene un demagogo bien dirigido desde atrás, casi siempre por comunistas camuflados, pero no comunistas idealistas, no: estalinistas puros y duros. Y esos crean la muchedumbre, la masa inculta que se opone a todo. Mientras tanto, algunos imbéciles disfrazados de periodistas van y ríen las gracias. Son tan torpes que no se dan cuenta de que sus cogotes son los primeros que van a caer. En una oclocracia sobra la información y, por ende, sobran los periodistas.
¿Dónde estamos ahora en España y qué puede pasar?
Pues nos encontramos en pleno declive de la cleptocracia. Aquí ha robado un ingente número de políticos y se ha robado en un ingente número de instituciones. Los partidos políticos llevan favoreciendo la cleptocracia desde hace décadas. ¿Y saben por qué se aferran al sillón y no quieren dar paso a gentes mucho mejor preparadas y con más carisma que ellos? Muy sencillo, porque temen acabar en la cárcel, bien por colaborar o bien por mirar para otro lado y dejar hacer, motivo por el cual pueden ser considerados cooperantes necesarios del robo. Por eso surgen otros grupos, unos decentes y otros en forma de muchedumbres. Sin embargo, las muchedumbres son fáciles de contentar: dinero y no mucho tampoco. Con un pesebrito se contentan.
Por eso, sus dirigentes ya lo tienen previsto: lo primero, crear el pesebre disfrazado de ley de apoyo urgente a los necesitados. Es decir, “te doy dinero – que no trabajo – y tu te estás quietecito y me votas sin parar”. Bueno, esto hasta que se arruine el país, se organice el guirigay, salgamos a tiros, regrese la estaca a poner orden y vuelta a empezar. Siento mucho decir que soy pesimista, porque no veo que los partidos clásicos se autodepuren, para lo cual es imprescindible cambiar – como mínimo – sus equipos dirigentes, incluyendo las cabezas, como es natural. Y si no lo hacen, no volverán a ganar una elección en la vida. Eso les encanta a los de la oclocracia. Y también les encantan las elecciones anticipadas, pues les dan argumentos acerca de la ingobernabilidad con los políticos actuales y la necesidad de un cambio radical. En parte llevan razón en ello, pues así no podemos seguir, con esta cleptocracia atroz. Pero solo en parte, pues el remedio propuesto – la barbarie – es muchísimo peor que la enfermedad.
Entre otras razones porque una vez que acceden al poder, no los echas ni con brea hirviendo.
Lo primero es hacerse con los medios de comunicación para lavar el cerebro de los incultos.
Lo segundo es echar a toda persona decente que haya en las instituciones para poder sustituirla por los borricos oclócratas.
Lo tercero es destrozar cualquier símbolo de cultura o religión.
Lo cuarto es cambiar radicalmente los mandos militares y policiales.
Lo quinto es subir todos los impuestos e inventarse otros muchos más, lo sexto es establecer una barrera inaccesible entre los dirigentes y el pueblo dirigido, abusando del gasto que ello genera y con más impuestos.
Y finalmente, en séptimo lugar, vender el país a quien les de algo de dinero para huir ellos y sus familias a otro lugar donde no haya oclocracia. Ellos son el camino del fracaso más absoluto de un Estado, sin duda.
Y esto, que nos sorprende, es lo que lleva sucediendo secularmente en España. Los romanos explotaron y machacaron Hispania, pero al final se culturizó la población, hasta que llegó la muchedumbre de los godos, quienes con el tiempo se culturizaron y dulcificaron, y entonces acudió la muchedumbre de los árabes. Cuando esa muchedumbre se educó, vinieron los terribles cristianos, mucho más brutos que ellos. Y luego, así seguimos una y otra vez: Comuneros de Castilla, Austrias contra Borbones, españoles contra franceses, Carlistas contra Isabelinos, el jaleo fenomenal de la primera república, los salvajismos republicanos y la guerra civil, etc. Y suma y sigue: un presidente acobardado que confía en el azar y que las cosas se arreglen solas (audaces fortuna iuvat, la suerte es de los valientes) y un ambicioso que no sabe lo que quiere, probablemente porque no se le ocurre nada, que accede al poder mintiendo cual bellaco y apoyado por la chusma y los nazis camuflados, y le seguirá – como Dios no lo remedie – un demagogo inculto, pero avispado, al mando de su muchedumbre, camino de la oclocracia. En el otro lado, un joven inexperto con mucha más voluntad que equipo. Se ven milagros, pero el camino hacia la oclocracia parece definido y ojalá y me equivoque completamente.