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Ernesto Ladrón de Guevara
Viernes, 17 de Enero de 2020 Tiempo de lectura:

De Túbal a Sabino Arana: La falsificación de los topónimos vascos

En los años ochenta, hasta mediados de los noventa, Euskal Herrian Euskaraz (En Euskal Herria en Euskera -EHE-) tenía como activismo directo inutilizar cientos de señales de tráfico o carteles anunciadores del lugar por donde se transcurre, cuyo perjuicio para el erario público es incalculable.

 

EHE, por su propia denominación, se erige en representante del “Pueblo Vasco”, término que recuerda al concepto totalitario del nazismo que, según Wikipedia, es  una teoría etnicista del pueblo alemán que pasa del concepto romántico de deutsches Volk al concepto intrínsecamente nazi de Volksdeutsche excluyente tanto hacia el interior (pureza racial aria) como hacia el exterior (necesidad de un Lebensraum o espacio vital que justificaría su expansionismo). Es decir, que no tiene el más mínimo respeto a la pluralidad de origen, ni a la pluralidad cultural ni social, ni a la pluralidad política; actuando como un grupo de acción directa contra todo aquel que se mueva en una clave ideológica o antropológica que cuestione sus principios.

 

Este grupo totalitario intentó sabotear la puesta en escena de una carpa que, desde la Asociación Hablamos Español, haciendo uso legítimo de su derecha a la libre expresión y comunicación, pusimos en la Plaza Circular de Bilbao hace un par de meses. EHE, colectivo profusamente financiado desde las instituciones, pretende que en el País Vasco se hable solamente euskera, haciendo abstracción de la realidad social y cultural, antropológica e histórica de la comunidad autónoma.

 

El objetivo de este grupo, que ha gozado del favor de las instituciones vascas fue, desde los años ochenta, modificar todos los topónimos de los enclaves, pueblos y ciudades de la región para dar a los nombres de cada lugar un sesgo vasco, tuvieran aquellas denominaciones de nuestros sitios de nacimiento o vida la más pura raigambre latina o prerrománica. Fueran topónimos autrigones, caristios o várdulos, cántabros o celtas; o bien siendo instaurados por el mismo César Augusto.

 

Resultan curiosas ciertas modificaciones de nombres de lugares característicamente de origen latino, u otros de enclaves que han sido fundaciones reales, con cartas pueblas y privilegios de los mismos reyes de Castila, olvidando que según Claudio Sánchez Albornoz, Vasconia fue la abuela de Castilla. Se refiere, claro está, a que muchos pueblos recibieron privilegios por su contribución a la reconquista cristiana, o bien por su lealtad a los reyes de Castilla. Son todos aquellos lugares llamados Villarreal, Salvatierra, Villanueva, Villabuena, Laguardia, Labastida, Villafranca, etc., a los que de forma caprichosa se les ha modificado la denominación para dar la apariencia de que nunca ha pasado la Edad Media por ellos y que nada han tenido que ver con la historia compartida en España.

 

De esta guisa, resulta paradójico que nombres como Salinas de Añana, lugar fundamental en tiempos de los romanos y de la creación de monasterios en el eje de la reconquista que abarcaba la antigua Autrigonia, desde la costa cántabra, pasando por las Encartaciones vizcaínas y todo el Occidente de Álava, se modifiquen a una versión euskérica que jamás han tenido.  O que la fundación de Bilbao por el mismo Diego López de Haro, “Adelantado” de Castilla y primera línea de ataque en la Batalla de Las Navas de Tolosa, crucial para el advenimiento de la era Moderna de nuestra Historia, cambie su nombre por un desconocido Bilbo, cuya traducción al euskera carece de fundamento simplemente porque no la tiene.

 

Y así, nos encontramos con situaciones que crearían hilaridad si no tuvieran consecuencias nefastas para la población, como que mi pueblo pasara un día de llamarse San Román de San Millán al neologismo Durruma. Y alguien puede pensar que da igual que se llame de una forma u otra. Pero con ello se está sustrayendo una realidad histórica o antropológica a un territorio, y ello no resulta gratis para la gente que vive en él.

 

Este tipo de cosas recuerda a la rana que se va cociendo lentamente en un caldero. Primero, siente un calorcillo confortable. Para cuando se da cuenta se ha cocido y se ha quedado exánime. Eso es, ni más ni menos, lo que está ocurriendo con nuestras poblaciones. Primero, se les cambia el nombre del lugar donde viven. Después, se les dice que sus ancestros nunca han tenido nada que ver con esos vecinos incómodos y maquetos que se llaman españoles. Tras ello, se les inculca que su lengua, aquella en la que siempre han hablando en varias generaciones anteriores a la suya, no es la lengua propia de ellos; que la buena, la de sus hermanos de erre hache negativo, es ese batúa que viene desde tiempos del hermano de Noé que no se sabe cómo recaló en esta tierra prometida llamada Euskalherria, Euskadi, Euskeria, Vasconia, Vascongadas, País Vasco o como se llame, que ya ni ellos saben bien cuál es el nombre con el que referirse para nombrar a la tierra salvífica fundada por el inefable fundador de la tierra vasca, Sabino Arana. Y, al final, se acaba sin encontrar trabajo si uno no se apunta al batzoki más cercano.

 

O sea, que parece algo intranscendente, pero estas cosas al final se acaban pagando con un precio: el de la libertad.

 

Ernesto Ladrón de Guevara: Los nombres robados (Manipulación, falsificación y rediseño de los topónimos vascos). Letras Inquietas, 2019.

 

Ernesto Ladrón de Guevara es doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación y diplomado en Magisterio. Fue procurador en las Juntas Generales de Álava por PSOE y Unidad Alavesa y fundador del Foro de Ermua.

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