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La Tribuna del País Vasco
Lunes, 27 de Enero de 2020 Tiempo de lectura:

El antisemitismo como síntoma del hundimiento de las democracias liberales

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75 años después de la liberación por los soldados soviéticos del campo de concentración de Auschwitz, el antisemistismo sigue vivo en Europa como un reflejo perfecto de todos los males que acechan a las democracias liberales y a la propia civilización occidental. En los últimos años, miles de judíos han vueslto a abandonar países como Francia, Alemania o Gran Bretaña víctimas del racismo, los ataques violentos, las amenazas, las agresiones verbales y de un clima de inseguridad tan elevado que hace obligado que familias judías instaladas en algunos países europeos desde hace generaciones huyan, generalmente hacia Israel, pero también a países como Estados Unidos o Australia, perseguidos por una ola aberrante de discriminación y odio solamente comparable a la que se vivió en los momentos previos a la Segunda Guerra Mundial.

 

Los judíos siempre son el primer objetivo de todo tipo de totalitarismos y en la Unión Europea se está larvando hoy un gigantesco proyecto totalitario de corte socialdemócrata que de hecho ha eliminado ya la libertad de expresión, de pensamiento y de cátedra y se ha hecho firme asentándose sobre la imposición de la corrección política, buscando, como los nazis, un nuevo tipo de ser humano a través de la ideología de género y aterrorizando a las masas con la amenaza siempre útil de un pretendido cambio climático, tan acientífico como irreal, que sirve para mantener ideológica e intelectualmente secuestrados a los ciudadanos. En este ambiente agónico y vagamente apocalíptico, las consignas antijudías se proclaman en las manifestaciones “contra el capitalismo”, los improperios antisemitas sirven de justificación a todo tipo de agresiones y atentados y vuelve a acusarse a los judíos de ser una “mano negra” responsable de todo tipo de conspiraciones y atrocidades. Todo esto tiene unas consecuencias dramáticas: según los más recientes estudios sociológicos, el 52% de los judíos que viven en Alemania afirman sentirse nuevamente amenazados, el 34% de los judíos franceses declaran sentirse perseguidos por sus creencias y, en Gran Bretaña, el antisemitismo se ha convertido casi en una bandera entre los seguidores del izquierdista Partido Laborista desde que éste comenzara a ser liderado por Jeremy Corbyn.

 

Hoy, el antisemitismo que arrasa Europa tiene tres fuentes claramente identificadas: el odio y la aversión hacia los judíos esparcido desde las grandes formaciones continentales de izquierda y de extrema-izquierda, que de una forma tan ignorante como fanática y demagoga identifican al Estado de Israel, la única democracia sólida de Oriente Próximo, con los tintes de un Estado opresor; la conversión de los judíos en el “enemigo” fundamental a batir, a través de ataques terroristas o mediante agresiones individualizadas, por las ordas islamistas radicalizadas que se van extendiendo por la UE desde algunos grandes suburbios de las capitales europeas; y el surgimiento, otra vez, de un antisemistismo con claros tintes neonazis que ha cobrado cierto protagonismo recientemente en países como Alemania o Estados Unidos, todo ello mientras los principales partidos continentales de las nuevas derechas, como el RN de Marine Le Pen o Vox en España, optan por acercarse al Estado de Israel como un gesto fundamental de apoyo a las decadentes democracias occidentales, hoy azotadas por fuertes vendavales autoritarios de corte neocomunista e islamista.

 

Si se desea conocer la salud de nuestra democracia, es preciso observar cómo viven y se integran los ciudadanos judíos en nuestras comunidades. Y hoy, 75 años después de la liberación de Auschwitz, el auge feroz de un nuevo antisemistimo, especialmente en la Unión Europea, pero también en Estados Unidos o Sudamérica, revela claramente la crisis dramática que azota al gran modelo civilizatorio que se levanta sobre la gran tradición judeocristiana y grecolatina. Y es que todo espacio donde un ciudadano judío es impunemente atacado o perseguido por serlo, es un territorio perdido para Occidente y, consiguientemente, para la libertad.

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