Ensayo
La ciencia histórica contra la memoria histórica
La Historia, con mayúscula, es una ciencia humanística con el mismo objetivo que cualquier otra disciplina empírica: alcanzar la neutralidad axiológica (Wertfreiheit). No es memoria ni recuerdo, y no busca ajustar cuentas ni dar razón a unos o a otros; eso pertenece al ámbito personal o a las creaciones ideológicas. La Historia, con mayúscula, es Magistra vitae, decían los clásicos; maestra que pretende reconstruir el pretérito en las obras e ideas humanas (en el pensar y en el actual), macro o microsocialmente, que quedan en el presente (material y simbólicamente) a través de una serie de métodos, instrumentos y fases. No hace justicia ni aspira a la venganza, sino recuerda siempre el origen de su etimología griega (ἱστορία): “investigación” desde la objetividad, la pluralidad y la libertad. Por ello consiste, grosso modo, en seleccionar, recuperar, documentar, interpretar y difundir hechos históricos desde una triple dimensión interrelacionada: retrospectiva (las experiencias del pasado, objeto de estudio), perspectiva (las posibilidades del presente, desde donde se escribe dicha Historia) y prospectiva (en las expectativas alcanzadas y fracasadas que motivaron u obligaron, a modo del Futuro pasado de Koselleck). No es simple crónica temporal o mera investidura de ideólogos; es, al contrario, un ejercicio científico exigente a la hora de seccionar hechos o acontecimientos del pasado que interesen al investigador o sean demanda pública, en función de la relevancia erudita o el interés mediático; delimitarlo en el tiempo (sincrónica o diacrónicamente) y en el espacio (de lo local a lo global, específica o interrelacionadamente); documentar fielmente dichos hechos desde fuentes primarias (el suceso original) y secundarias (el suceso revisado); interpretarlos desde una síntesis lo más completa posible que recoja las diferentes posiciones previas o paralelas; y difundirlos mediante la narración historiográfica en los ámbitos científicos o de manera divulgativa. Todo ello subrayando “la razón histórica” de una obra que debe conectar las experiencias que aún persisten (objetiva y subjetivamente), las posibilidades que el pasado dio o quitó (en forma de límites y oportunidades), y las expectativas que movilizaron o desmovilizaron (como sueños o pesadillas).
Y frente a la ciencia se alza la Memoria histórica. Ante el trabajo arduo, el debate de ideas, la necesaria disensión, se pretende imponer, legislativa y mediáticamente, otra forma de llamar a la vieja y recurrente historia oficial. Siempre le pasa a la Ciencia… Reconocer la injusticia, homenajear a las víctimas, recuperar del olvido, buscar la concordia… Actos lógicos y necesarios para toda sociedad y a los que la Historia aporta su conocimiento y su “verdad”. Pero dicha historia oficial parece, en sus diversas manifestaciones antes y ahora, que va más allá. Los unos y los otros pugnan por ser los auténticos, los herederos, los elegidos o los salvadores, desde su propia “noche de los tiempos”, queriendo convertir al historiador en una suerte de propagandista al servicio del uso partidista de causas con las que diferenciarse ética y moralmente. El pasado siempre vuelve, nos advertían: la pugna ideológica y la dialéctica política se han trasladado, en todo lugar y en todo momento, al estudio y transmisión del devenir desde que comenzó la Historia (con los primeros registros escritos cuneiformes): cronistas oficiales, versiones oficiales, héroes oficiales, estatuas oficiales. La Memoria pretendidamente colectiva establece, a modo de renovada Damnatio memoriae, una versión parcial o exclusiva de lo que sucedió, eliminando o coartando la revisión y el debate, disentir y polemizar, criticar y ser criticado; e incluso homogeneizando la diversidad de memorias personales, que son las auténticas, las contradictoras y las recordadas. Porque la verdadera memoria, siempre plural y marcadamente subjetiva, es necesaria como capacidad de recuerdo, proceso de almacenamiento y procesamiento de información, e instrumento o fuente para la ciencia histórica. Pero dichos anales colectivos y oficiales, ayer y hoy, descartan al parecer, los recovecos ocultos en los recuerdos personales, familiares o grupales, las contradicciones entre reminiscencias diferentes, los filtros de los evocaciones propias o ajenas; y creando y difundiendo, con ello, una sola versión de lo que debemos rememorar, recapitulando listas de buenos y malos, ganadores y perdedores, los míos y los tuyos, desde el uso de hechos pretéritos como raíces legitimadoras, eso sí, descontextualizadas, de proyectos políticos presentes, de contiendas electorales, de confrontaciones partidistas. Eso no es Historia, es otra cosa, ahora y siempre. Así de simple.
Memorias colectivas, históricas, oficiales. Una primera cuestión, muy usada por cierto, nos puede introducir a esta tesis: ¿Quién fue Napoleón Bonaparte?, ¿un brillante general revolucionario, un caudillo autoritario autoproclamado Emperador, o ambas cosas?; y ¿qué pesa más en su valoración moral: su defensa de las libertades civiles, su lucha contra las viejas monarquías absolutistas, su ayuda a la independencia de naciones oprimidas, sus sangrientas invasiones, su poder personalista, el apoyo popular del que contó casi siempre o el juicio sumario de las potencias que lo vencieron en el campo de batalla y lo desterraron en Santa Elena?. La política o la ideología, y su Memoria histórica, como pasó y actualmente pasa en Francia, lo juzgará o no como parte de su cosmovisión estatal; pero la Historia reconstruirá cada día su vida y su obra, las interpretará en el propio contexto, expondrá los hallazgos y las polémicas al respecto, y debatirá con diferentes posiciones sobre el sentido y significado del hombre y su tiempo. Una segunda cuestión, propia del tiempo presente en las sociedades liberal-progresistas, puede continuar la formulación de esta tesis: al valorar “colectivamente” la consagración memorística del pasado, ¿cuáles serían los criterios exactos para medir la adecuación de los hechos a reconocer como raíz o como herencia?, ¿su mayor o menor vinculación con el partido en el poder (quién determina legislativamente que financiar o que estudiar), el mayor o menor peso democrático de los actores o sus sociedades (en ese caso habría que diferenciar los más de cuatro mil años de Historia antes de las primeras Declaraciones de derechos humanos de estados con esclavos, como los EEUU, o con colonias, como Francia)?, ¿o su mayor o menor distancia respecto al presente, y el mayor o menor valor museográfico de sus restos arqueológicos o monumentos?. Y una tercera cuestión puede certificar nuestra tesis: ¿pueden existir Memorias colectivas opuestas sobre un mismo hecho históricos?, ¿y pueden llegar a enfrentarse, en nombre de Estados y naciones?. La respuesta es clara: la Memoria de turcos y armenios difiere radicalmente sobre los trágicos hechos de 1920, la de hebreos y palestinos sobre la creación del Estado de Israel, la de rusos y ucranianos sobre la última Revolución del Maidán, y así en una lista casi interminable.
Al respecto podría ser elocuente, para estas cuestiones y esta tesis, la opinión del reputado historiador Reinhart Koselleck: “En cuanto a la identidad y a la memoria colectiva, yo creo que depende fuertemente de predecisiones lingüísticas de hablantes impregnados de ideología. Y mi posición personal en este tema es muy estricta en contra de la memoria colectiva, puesto que estuve sometido a la memoria colectiva de la época nazi durante doce años de mi vida. Me desagrada cualquier memoria colectiva porque sé que la memoria real es independiente de la llamada «memoria colectiva», y mi posición al respecto es que mi memoria depende de mis experiencias, y nada más. Y se diga lo que se diga, sé cuáles son mis experiencias personales y no renuncio a ninguna de ellas” (Revista de Libros, 2006).
Hay hechos históricos incontestables. Certezas en datos y en restos, en nombres y en símbolos, en dramas contra la Humanidad que no se pueden olvidar y en males que una Sociedad debe aprender para evitar; una “verdad histórica” basada en la demostración científica y consensuada por la Academía, aunque siempre sometida también a la revisión o superación en ciertos aspectos secundarios. La misma no es cuestión de mayorías o de regímenes políticos: el resultado de la suma de dos más dos no lo determina la voluntad popular o el Geist hegeliano. Y ciencia histórica parte de ellos y los completa, los revisa y aumenta, descubre nuevos hechos y los interpreta, genera conocimiento y lo divulga; estableciendo, para ello, sus posibles raíces, sus posibles consecuencias y sus posibles proyecciones. Pero el sentido y el significado “histórico” en sus manifestaciones cualitativas y cuantitativas deben buscar la máxima neutralidad y la más amplia pluralidad, alcanzar los puntos de acuerdo y los foros de desacuerdo, y sobre todo integrar tanto el sentido objetivo de lo que hemos hecho y hemos dicho (material, cuantitativo o racional) y el significado subjetivo de las acciones y símbolos de un ser humano muy especial (espiritual, cualitativo o irracional). Y como ciencia al servicio de la sociedad entrega esta información a la ciudadanía para que ella sea libre para leerla y usarla, creerla o rechazarla.
Por ello hay reglas metodológicas inexcusables: no juzga moralmente a los protagonistas del pasado (los conoce y los expone para que la comunidad pueda hacerlo), a excepción de flagrantes violaciones de derechos y libertades de impacto actual; no ve los hechos del pasado desde categorías éticas del presente (intenta comprenderlas desde las auténticas del momento), aunque necesite de algunos actuales para una correcta compresión o explicación; no tiene deudas con partidos de una u otra parte del supuesto espectro ideológico, pese a la lógica tendencia u óptica del investigador; respeta las interpretaciones diferentes, buscando la síntesis, el debate o la refutación de las mismas, siempre desde la libertad de creación y expresión.
La Historia, siempre con mayúscula, da por ello, y a veces, malas noticias: descubre episodios incómodos para algunos, desvela secretos bien escondidos, da la voz a quién fue enmudecido, muestra contradicciones no advertidas, revela conexiones obviadas, reconstruye situaciones olvidadas, y sobre todo señala que casi nada está escrito para siempre. Pero para eso está la ciencia..
La Historia, con mayúscula, es una ciencia humanística con el mismo objetivo que cualquier otra disciplina empírica: alcanzar la neutralidad axiológica (Wertfreiheit). No es memoria ni recuerdo, y no busca ajustar cuentas ni dar razón a unos o a otros; eso pertenece al ámbito personal o a las creaciones ideológicas. La Historia, con mayúscula, es Magistra vitae, decían los clásicos; maestra que pretende reconstruir el pretérito en las obras e ideas humanas (en el pensar y en el actual), macro o microsocialmente, que quedan en el presente (material y simbólicamente) a través de una serie de métodos, instrumentos y fases. No hace justicia ni aspira a la venganza, sino recuerda siempre el origen de su etimología griega (ἱστορία): “investigación” desde la objetividad, la pluralidad y la libertad. Por ello consiste, grosso modo, en seleccionar, recuperar, documentar, interpretar y difundir hechos históricos desde una triple dimensión interrelacionada: retrospectiva (las experiencias del pasado, objeto de estudio), perspectiva (las posibilidades del presente, desde donde se escribe dicha Historia) y prospectiva (en las expectativas alcanzadas y fracasadas que motivaron u obligaron, a modo del Futuro pasado de Koselleck). No es simple crónica temporal o mera investidura de ideólogos; es, al contrario, un ejercicio científico exigente a la hora de seccionar hechos o acontecimientos del pasado que interesen al investigador o sean demanda pública, en función de la relevancia erudita o el interés mediático; delimitarlo en el tiempo (sincrónica o diacrónicamente) y en el espacio (de lo local a lo global, específica o interrelacionadamente); documentar fielmente dichos hechos desde fuentes primarias (el suceso original) y secundarias (el suceso revisado); interpretarlos desde una síntesis lo más completa posible que recoja las diferentes posiciones previas o paralelas; y difundirlos mediante la narración historiográfica en los ámbitos científicos o de manera divulgativa. Todo ello subrayando “la razón histórica” de una obra que debe conectar las experiencias que aún persisten (objetiva y subjetivamente), las posibilidades que el pasado dio o quitó (en forma de límites y oportunidades), y las expectativas que movilizaron o desmovilizaron (como sueños o pesadillas).
Y frente a la ciencia se alza la Memoria histórica. Ante el trabajo arduo, el debate de ideas, la necesaria disensión, se pretende imponer, legislativa y mediáticamente, otra forma de llamar a la vieja y recurrente historia oficial. Siempre le pasa a la Ciencia… Reconocer la injusticia, homenajear a las víctimas, recuperar del olvido, buscar la concordia… Actos lógicos y necesarios para toda sociedad y a los que la Historia aporta su conocimiento y su “verdad”. Pero dicha historia oficial parece, en sus diversas manifestaciones antes y ahora, que va más allá. Los unos y los otros pugnan por ser los auténticos, los herederos, los elegidos o los salvadores, desde su propia “noche de los tiempos”, queriendo convertir al historiador en una suerte de propagandista al servicio del uso partidista de causas con las que diferenciarse ética y moralmente. El pasado siempre vuelve, nos advertían: la pugna ideológica y la dialéctica política se han trasladado, en todo lugar y en todo momento, al estudio y transmisión del devenir desde que comenzó la Historia (con los primeros registros escritos cuneiformes): cronistas oficiales, versiones oficiales, héroes oficiales, estatuas oficiales. La Memoria pretendidamente colectiva establece, a modo de renovada Damnatio memoriae, una versión parcial o exclusiva de lo que sucedió, eliminando o coartando la revisión y el debate, disentir y polemizar, criticar y ser criticado; e incluso homogeneizando la diversidad de memorias personales, que son las auténticas, las contradictoras y las recordadas. Porque la verdadera memoria, siempre plural y marcadamente subjetiva, es necesaria como capacidad de recuerdo, proceso de almacenamiento y procesamiento de información, e instrumento o fuente para la ciencia histórica. Pero dichos anales colectivos y oficiales, ayer y hoy, descartan al parecer, los recovecos ocultos en los recuerdos personales, familiares o grupales, las contradicciones entre reminiscencias diferentes, los filtros de los evocaciones propias o ajenas; y creando y difundiendo, con ello, una sola versión de lo que debemos rememorar, recapitulando listas de buenos y malos, ganadores y perdedores, los míos y los tuyos, desde el uso de hechos pretéritos como raíces legitimadoras, eso sí, descontextualizadas, de proyectos políticos presentes, de contiendas electorales, de confrontaciones partidistas. Eso no es Historia, es otra cosa, ahora y siempre. Así de simple.
Memorias colectivas, históricas, oficiales. Una primera cuestión, muy usada por cierto, nos puede introducir a esta tesis: ¿Quién fue Napoleón Bonaparte?, ¿un brillante general revolucionario, un caudillo autoritario autoproclamado Emperador, o ambas cosas?; y ¿qué pesa más en su valoración moral: su defensa de las libertades civiles, su lucha contra las viejas monarquías absolutistas, su ayuda a la independencia de naciones oprimidas, sus sangrientas invasiones, su poder personalista, el apoyo popular del que contó casi siempre o el juicio sumario de las potencias que lo vencieron en el campo de batalla y lo desterraron en Santa Elena?. La política o la ideología, y su Memoria histórica, como pasó y actualmente pasa en Francia, lo juzgará o no como parte de su cosmovisión estatal; pero la Historia reconstruirá cada día su vida y su obra, las interpretará en el propio contexto, expondrá los hallazgos y las polémicas al respecto, y debatirá con diferentes posiciones sobre el sentido y significado del hombre y su tiempo. Una segunda cuestión, propia del tiempo presente en las sociedades liberal-progresistas, puede continuar la formulación de esta tesis: al valorar “colectivamente” la consagración memorística del pasado, ¿cuáles serían los criterios exactos para medir la adecuación de los hechos a reconocer como raíz o como herencia?, ¿su mayor o menor vinculación con el partido en el poder (quién determina legislativamente que financiar o que estudiar), el mayor o menor peso democrático de los actores o sus sociedades (en ese caso habría que diferenciar los más de cuatro mil años de Historia antes de las primeras Declaraciones de derechos humanos de estados con esclavos, como los EEUU, o con colonias, como Francia)?, ¿o su mayor o menor distancia respecto al presente, y el mayor o menor valor museográfico de sus restos arqueológicos o monumentos?. Y una tercera cuestión puede certificar nuestra tesis: ¿pueden existir Memorias colectivas opuestas sobre un mismo hecho históricos?, ¿y pueden llegar a enfrentarse, en nombre de Estados y naciones?. La respuesta es clara: la Memoria de turcos y armenios difiere radicalmente sobre los trágicos hechos de 1920, la de hebreos y palestinos sobre la creación del Estado de Israel, la de rusos y ucranianos sobre la última Revolución del Maidán, y así en una lista casi interminable.
Al respecto podría ser elocuente, para estas cuestiones y esta tesis, la opinión del reputado historiador Reinhart Koselleck: “En cuanto a la identidad y a la memoria colectiva, yo creo que depende fuertemente de predecisiones lingüísticas de hablantes impregnados de ideología. Y mi posición personal en este tema es muy estricta en contra de la memoria colectiva, puesto que estuve sometido a la memoria colectiva de la época nazi durante doce años de mi vida. Me desagrada cualquier memoria colectiva porque sé que la memoria real es independiente de la llamada «memoria colectiva», y mi posición al respecto es que mi memoria depende de mis experiencias, y nada más. Y se diga lo que se diga, sé cuáles son mis experiencias personales y no renuncio a ninguna de ellas” (Revista de Libros, 2006).
Hay hechos históricos incontestables. Certezas en datos y en restos, en nombres y en símbolos, en dramas contra la Humanidad que no se pueden olvidar y en males que una Sociedad debe aprender para evitar; una “verdad histórica” basada en la demostración científica y consensuada por la Academía, aunque siempre sometida también a la revisión o superación en ciertos aspectos secundarios. La misma no es cuestión de mayorías o de regímenes políticos: el resultado de la suma de dos más dos no lo determina la voluntad popular o el Geist hegeliano. Y ciencia histórica parte de ellos y los completa, los revisa y aumenta, descubre nuevos hechos y los interpreta, genera conocimiento y lo divulga; estableciendo, para ello, sus posibles raíces, sus posibles consecuencias y sus posibles proyecciones. Pero el sentido y el significado “histórico” en sus manifestaciones cualitativas y cuantitativas deben buscar la máxima neutralidad y la más amplia pluralidad, alcanzar los puntos de acuerdo y los foros de desacuerdo, y sobre todo integrar tanto el sentido objetivo de lo que hemos hecho y hemos dicho (material, cuantitativo o racional) y el significado subjetivo de las acciones y símbolos de un ser humano muy especial (espiritual, cualitativo o irracional). Y como ciencia al servicio de la sociedad entrega esta información a la ciudadanía para que ella sea libre para leerla y usarla, creerla o rechazarla.
Por ello hay reglas metodológicas inexcusables: no juzga moralmente a los protagonistas del pasado (los conoce y los expone para que la comunidad pueda hacerlo), a excepción de flagrantes violaciones de derechos y libertades de impacto actual; no ve los hechos del pasado desde categorías éticas del presente (intenta comprenderlas desde las auténticas del momento), aunque necesite de algunos actuales para una correcta compresión o explicación; no tiene deudas con partidos de una u otra parte del supuesto espectro ideológico, pese a la lógica tendencia u óptica del investigador; respeta las interpretaciones diferentes, buscando la síntesis, el debate o la refutación de las mismas, siempre desde la libertad de creación y expresión.
La Historia, siempre con mayúscula, da por ello, y a veces, malas noticias: descubre episodios incómodos para algunos, desvela secretos bien escondidos, da la voz a quién fue enmudecido, muestra contradicciones no advertidas, revela conexiones obviadas, reconstruye situaciones olvidadas, y sobre todo señala que casi nada está escrito para siempre. Pero para eso está la ciencia..