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Marta González Isidoro
Martes, 03 de Marzo de 2020 Tiempo de lectura:

Cantos de sirena

A finales del mes de enero el Gobierno de coalición recién constituido de socialistas y comunistas, con el apoyo satélite de nacionalistas, independentistas, proterroristas y la fauna populista que en los últimos años ha irrumpido en nuestras instituciones, creó la Dirección General de los Derechos de los Animales, nombrando para dicho cargo a Sergio Torres, el responsable animalista de Podemos, sin más currículo hasta ese momento que ser un simple activista de los derechos de los animales, conocido en su entorno familiar y asambleario.

 

No es la única dirección general, secretaría o ministerio surrealista que se han inventado, ni el único cargo a su frente rescatado de la cantera de los friendly. El flamante nuevo director escribía en su cuenta de Twitter que “por primera vez la protección animal será prioritaria”. Una Dirección General muy necesaria en un país envejecido y donde es inviable la protección del no nacido porque no es progresista, donde el 52% de la población prefiere a sus mascotas que a los humanos, donde hay más mascotas – 13 millones - que niños menores de 15 años o donde hemos llegado al esperpento de humanizar a los animales hasta el punto de considerar que tienen derechos y obligaciones. Reconforta mucho que los jefes ideológicos y laborales de esta nueva carga al erario público, con un sueldo que sobrepasa los 72.000 euros anuales, manifiesten en sus respectivas redes sociales su compromiso con el bienestar animal, su preocupación  por un país que cuide de su gente y sus animales, o que animen a aprender de los animales. Es lo que pasa cuando les otorgamos un grado de ética y moralidad que negamos a nuestros adversarios, a los que previamente hemos reducido a la categoría de subhumanos. Y si no, que se lo pregunten a los líderes morados o sus satélites, aspirantes todos a dictadorzuelos que, sin ningún tapujo, se han apropiado hasta del pensamiento del filósofo alemán Arthur Schopenhauer, para quien la conmiseración con los animales está íntimamente ligado con la bondad del carácter y quien es cruel con los animales no puede ser buena persona. Bondad a mí me parece que es abstenerse de maltrato, y no sólo contra los animales. Por eso, especialmente reconforta estos alegatos mediáticos a favor de la bondad, viniendo de ideólogos del totalitarismo y amigos de las dictaduras más depredadoras y salvajes, algunas en entornos geográficos donde el respeto por los derechos humanos no pasa de ser una mera firma hueca en una Declaración internacional que no compromete, o donde el trato a los animales no es objeto de ningún tipo de preocupación o simple cuestionamiento social.

 

Más allá de las anécdotas esperpénticas que protagonizan los activistas de los movimientos en defensa de los animales, estamos frente a una ideología global perversa, que va desde el animalismo al género, pasando por el clima, fuertemente financiada y que amenaza, desde el púlpito de moral pública desde el que habla esta tropa, los propios fundamentos de la antropología y la civilización humana.

 

Que los animales merecen un trato digno y que debemos hacer todo lo posible por evitar su sufrimiento es algo incuestionable para cualquiera que tenga un mínimo de ética, sentimientos, empatía  y respeto por su entorno. Pero creer – e imponer – que los animales tienen los mismos derechos y dignidad que los seres humanos por el mero hecho de existir es delirante. Como delirante es la utilización de las instituciones y los cargos públicos nombrados ad hoc para poner en marcha la agenda ideológica de unos partidos políticos que buscan, no la mejora de las condiciones de vida de sus ciudadanos, sino la polarización, el despilfarro y la transformación profunda, duradera y radical del sistema constitucional y democrático en el que vivimos, con las miras en una república plurinacional, popular y solidaria que no es sino el eufemismo de un blindaje hacia un régimen de liderazgo autoritario y de control social. Una hoja de ruta que ha comenzado con las medidas efectivas de control de los poderes del Estado – legislativo y judicial – y los medios de comunicación, el desmantelamiento del sistema territorial, la neutralización de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, el acoso hacia la libertad – educación, asociación, religión, prensa -, el señalamiento de opositores, el giro geopolítico – la forma en la que conciben el mundo y las relaciones internacionales – o la instrumentalización de la ingeniería social como forma de saqueo descarado de los recursos del Estado, convertido en agencia de colocación de fieles leales e ignorantes titulados.

 

Todos queremos un futuro más sostenible y más próspero para toda la humanidad. Y abordar la pérdida de la biodiversidad, el cambio climático, el estado de nuestros océanos, la equidad entre hombres y mujeres, la justicia social o la economía más sostenible es una responsabilidad compartida, y no sólo del Occidente próspero. Noam Chomsky, que no pasa por ser uno de mis referentes favoritos, decía sin embargo con acierto que la manipulación mediática hace más daño que la bomba atómica, porque destruye los cerebros. Hemos perdido la batalla del relato en una Europa enferma y deseosa de que España sea el campo de batalla del experimento populista llamado socialismo del siglo XXI, que utiliza como coartada la Agenda 2030 para proyectar una política exterior alternativa – y no sólo simbólica – que maquilla el giro despótico de un Ejecutivo que, alumno aventajado en las técnicas de manipulación, avanza a pasos forzados hacia la vulneración de los derechos fundamentales más elementales de nuestro ordenamiento político.

 

Puede que Europa se deje engatusar por los cantos de sirena de los dos psicópatas narcisistas que pasean sus encantos por los foros de medio mundo. Pero la fractura de España y la deriva de nuestro país hacia un sistema personalista de control social, en el que la reinvención de su Historia y el blanqueo del pasado de los que sin tapujos han asaltado las instituciones es sólo la punta del iceberg, no será inocuo en una Europa frágil que asiste sin enterarse aún al desguace del modelo socialdemócrata y de bienestar que ha imperado desde el final de la Segunda Guerra Mundial y a la extinción de sus identidades nacionales.

 

(*) Marta González Isidoro es periodista y analista política

   

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