Efectos inesperados del Covid-19
El Covid-19 ha recluido a más de 2.500 millones de personas en todo el mundo a un periodo indeterminado de prisión domiciliaria. Y es probable que en los próximos meses los presidiarios sean muchos más. Este minúsculo organismo no sólo ha puesto en jaque al sistema económico y político vigente, sino que ha puesto en tela de juicio nuestra forma de vida. Irrumpió de manera sorpresiva, como un ladrón en la noche, trastocando nuestra cotidianidad de manera brutal, para decirnos que nuestro destino escapa a nuestro control, a nuestra voluntad de poder. El implacable virus puso patas arriba nuestros sesudos planes, programas, y agendas de occidentales hipermodernos y empoderados, que creíamos ilusamente ser dueños del tiempo y constructores de la realidad. Nos obligó a abandonar los frívolos y vulgares placeres a los que nos tenía acostumbrados la “cultura del bienestar”, y nos puso al borde del precipicio. Este virus, cual furibundo judoca, se divierte haciendo añicos contra el suelo, una y otra vez, nuestra arrogancia prometeica, nuestros sueños de autosuficiencia.
Pero es posible que, con el orgullo roto a causa de tanto zarandeo, tomemos conciencia de nuestra ceguera existencial. Como el desabastecimiento podría estar a la vuelta de la esquina, quizás aprendamos a cuidar los alimentos que adquirimos. Sí, consumir prudentemente los alimentos, todos los alimentos, es algo que seguramente le cuesta entender a una sociedad que tira anualmente a la basura 7,7 millones de toneladas de comida en buen estado. En tiempos de hecatombe demográfica, en los que la gente primero busca realizarse económica y profesionalmente y después, si le sobra tiempo, entablar vínculos afectivos serios, en tiempos de abortos masivos y filósofos justificando el infanticidio, esta plaga quizás nos conduzca, inesperadamente, a un nuevo baby boom.
La cuarentena también parece haber puesto en evidencia que el llamado “impacto antrópico” es un fenómeno real. Que cuando todo el rugir del activismo patético característico de nuestras sociedades avanzadas se detiene, el medioambiente se limpia. Que en China se respira mejor aire, que en Venecia las sucias y malolientes aguas de los canales se tornan cristalinas y reaparecen los peces, y que el calentamiento global disminuye. Como algunos ya adelantan, quizás ese mejoramiento del ambiente salve más vidas de las que se está llevando el condenado virus.
Quizás el microscópico monarca nos enseñe a valorar y respetar a nuestros mayores, a los que ataca y asesina sin miramientos, sin siquiera permitirnos acompañarles, apretarles sus manos en el momento de la partida, y darles digna sepultura. Sí, en estos tiempos de oscurantismo, en los que la eutanasia se nos presenta como una opción “razonable”, disfrazada de compasión, altruismo, respeto, y demás imposturas, quizás redescubramos el papel decisivo que juegan los ancianos en nuestra sociedad, y la importancia de cuidarlos, en vez de matarlos.
Quizás la crisis sanitaria nos enseñe a valorar, parafraseando a Shakespeare, que hay más cosas en el cielo y en la tierra, que en nuestras cabezas. Si he contraído el virus significa que estoy enfermo. Podría autopercibirme sano, pues tengo derecho de autopercibirme como me da la gana, pero no puedo obligar a los demás a que me traten como tal. El coronavirus enseña que hay un límite para la auto-construcción, y que la idolatrización del propio deseo, de la propia voluntad, o de las propias ideas, puede ser altamente dañina, tanto a nivel personal como social. No se puede ignorar la biología. Nuestra fantasía no puede ir a contrapelo de la realidad. No somos la medida de todas las cosas.
Quizás este período de prisión domiciliaria nos ayude a entender que existe todo un universo por descubrir en la intimidad de nuestros hogares y dentro de nosotros mismos, un universo que estábamos ignorando olímpicamente a causa de nuestro cotidiano y desnortado ajetreo. A tomar conciencia de que la sabiduría no depende de la cantidad de sellos que juntemos en el pasaporte porque, por más que visitemos las pagodas de Myanmar, las mezquitas de Yakarta, o las tiendas de Sunset Boulevard (de los que guardaremos un par de anécdotas, un millar de fotos, y algún imán para la nevera), probablemente regresaremos a casa con el mismo vacío y la misma insatisfacción de antes. Las respuestas a nuestras grandes preguntas están más cerca de lo que imaginamos. Quizás el encierro obligatorio sea una buena ocasión para abandonar la idolatría de la acción, la idolatría del vértigo convertido en un fin en sí mismo, en definitiva, para dejar de ser esclavos del “hacer” sin más.
Quizás nos ayude a tomar conciencia de que la existencia se torna más saludable y gozosa desde la simplicidad de quien renuncia a la frenética búsqueda del bienestar material, del consumo desmedido y de la vida hedónica, que hasta hace un par de semanas ocupaban los primeros lugares en la agenda social y política. Por ejemplo, la imposición de una educación sexual centrada en la búsqueda del placer sin más, desde cualquier edad, y sin límites de ninguna clase, salvo los necesarios para no contraer una enfermedad venérea. Tal vez, por desgracia, el coronavirus sea la única manera de poner freno a esa desmesura. Tal vez nos obligue a rehabilitar cierta ascesis, entendida ésta como capacidad para decir que no (como capacidad de desapego), tal y como parece sugerirlo el filósofo William James al decir que la vida ascética consiste en “aprender qué es lo que conviene dejar de lado”. Quizás la maldita pandemia nos permita descubrir dónde reside lo verdaderamente importante, y así nos enseñe cómo vincularnos con la realidad de una manera más genuina y fecunda.
Pero esto no es todo, Occidente también padece de soledad crónica. En el país que inventó el liberalismo incluso han creado un ministerio destinado a luchar contra este terrible mal. Y en muchos otros países la situación es igualmente preocupante. Tal es la magnitud del problema que, algunos hábiles oportunistas y negociadores, ofrecen acompañamiento y amistad a cambio de jugosas sumas de dinero. Sí, en nuestras avanzadas sociedades dominadas por la lógica del mercado hasta la amistad se ha convertido en fuente de ganancia económica. Quizás este tiempo de aislamiento, inseguridades y vulnerabilidad, nos revele que la soledad es inhumana y destructiva, que la sociedad no es un mero agregado de egos, que no es un conjunto de individualidades en una muchedumbre anónima, que el bien personal es inseparable del bien común, que un auténtico progreso es imposible cuando el individuo busca realizarse de espaldas a la comunidad, que el culto al yo (tan patente en las redes “sociales”) es enemigo de la solidaridad, que la atomización social que resulta de la cultura del bienestar es corrosiva. Que necesitamos cultivar la simpatía y la ayuda mutua, cuidar unos de otros, y que, en lugar de reclamar tantos “derechos” debemos comenzar a asumir responsabilidades. Con un poco de suerte, quizás la experiencia traumática del Covid-19 nos impulse a evitar aquello que Paul Valéry llamaba “la multiplicación de los solos” y a promover comunidades en las que el “otro” deje de ser obstáculo y se convierta en prioridad.
El drama que estamos viviendo nos recuerda, en fin, que algo muy insignificante puede destruirnos y, como el violento despertar de una resaca, nos obliga a pensar dónde estamos parados, y cómo vamos a posicionarnos ante la realidad de ahora en más. Si vamos a perseverar en nuestra existencia frenética y narcotizada, o si vamos a comprometernos con un drástico cambio de rumbo. Quizás la pandemia nos muestre la urgencia de clicar en el botón de reinicio, de barajar y dar de nuevo, quizás nos permita caer en la cuenta, de una vez por todas –como bien advierte un reciente post que circula en las redes–, que “no podemos volver a la normalidad, porque lo que teníamos por normal era precisamente el problema”. Quizás…
El Covid-19 ha recluido a más de 2.500 millones de personas en todo el mundo a un periodo indeterminado de prisión domiciliaria. Y es probable que en los próximos meses los presidiarios sean muchos más. Este minúsculo organismo no sólo ha puesto en jaque al sistema económico y político vigente, sino que ha puesto en tela de juicio nuestra forma de vida. Irrumpió de manera sorpresiva, como un ladrón en la noche, trastocando nuestra cotidianidad de manera brutal, para decirnos que nuestro destino escapa a nuestro control, a nuestra voluntad de poder. El implacable virus puso patas arriba nuestros sesudos planes, programas, y agendas de occidentales hipermodernos y empoderados, que creíamos ilusamente ser dueños del tiempo y constructores de la realidad. Nos obligó a abandonar los frívolos y vulgares placeres a los que nos tenía acostumbrados la “cultura del bienestar”, y nos puso al borde del precipicio. Este virus, cual furibundo judoca, se divierte haciendo añicos contra el suelo, una y otra vez, nuestra arrogancia prometeica, nuestros sueños de autosuficiencia.
Pero es posible que, con el orgullo roto a causa de tanto zarandeo, tomemos conciencia de nuestra ceguera existencial. Como el desabastecimiento podría estar a la vuelta de la esquina, quizás aprendamos a cuidar los alimentos que adquirimos. Sí, consumir prudentemente los alimentos, todos los alimentos, es algo que seguramente le cuesta entender a una sociedad que tira anualmente a la basura 7,7 millones de toneladas de comida en buen estado. En tiempos de hecatombe demográfica, en los que la gente primero busca realizarse económica y profesionalmente y después, si le sobra tiempo, entablar vínculos afectivos serios, en tiempos de abortos masivos y filósofos justificando el infanticidio, esta plaga quizás nos conduzca, inesperadamente, a un nuevo baby boom.
La cuarentena también parece haber puesto en evidencia que el llamado “impacto antrópico” es un fenómeno real. Que cuando todo el rugir del activismo patético característico de nuestras sociedades avanzadas se detiene, el medioambiente se limpia. Que en China se respira mejor aire, que en Venecia las sucias y malolientes aguas de los canales se tornan cristalinas y reaparecen los peces, y que el calentamiento global disminuye. Como algunos ya adelantan, quizás ese mejoramiento del ambiente salve más vidas de las que se está llevando el condenado virus.
Quizás el microscópico monarca nos enseñe a valorar y respetar a nuestros mayores, a los que ataca y asesina sin miramientos, sin siquiera permitirnos acompañarles, apretarles sus manos en el momento de la partida, y darles digna sepultura. Sí, en estos tiempos de oscurantismo, en los que la eutanasia se nos presenta como una opción “razonable”, disfrazada de compasión, altruismo, respeto, y demás imposturas, quizás redescubramos el papel decisivo que juegan los ancianos en nuestra sociedad, y la importancia de cuidarlos, en vez de matarlos.
Quizás la crisis sanitaria nos enseñe a valorar, parafraseando a Shakespeare, que hay más cosas en el cielo y en la tierra, que en nuestras cabezas. Si he contraído el virus significa que estoy enfermo. Podría autopercibirme sano, pues tengo derecho de autopercibirme como me da la gana, pero no puedo obligar a los demás a que me traten como tal. El coronavirus enseña que hay un límite para la auto-construcción, y que la idolatrización del propio deseo, de la propia voluntad, o de las propias ideas, puede ser altamente dañina, tanto a nivel personal como social. No se puede ignorar la biología. Nuestra fantasía no puede ir a contrapelo de la realidad. No somos la medida de todas las cosas.
Quizás este período de prisión domiciliaria nos ayude a entender que existe todo un universo por descubrir en la intimidad de nuestros hogares y dentro de nosotros mismos, un universo que estábamos ignorando olímpicamente a causa de nuestro cotidiano y desnortado ajetreo. A tomar conciencia de que la sabiduría no depende de la cantidad de sellos que juntemos en el pasaporte porque, por más que visitemos las pagodas de Myanmar, las mezquitas de Yakarta, o las tiendas de Sunset Boulevard (de los que guardaremos un par de anécdotas, un millar de fotos, y algún imán para la nevera), probablemente regresaremos a casa con el mismo vacío y la misma insatisfacción de antes. Las respuestas a nuestras grandes preguntas están más cerca de lo que imaginamos. Quizás el encierro obligatorio sea una buena ocasión para abandonar la idolatría de la acción, la idolatría del vértigo convertido en un fin en sí mismo, en definitiva, para dejar de ser esclavos del “hacer” sin más.
Quizás nos ayude a tomar conciencia de que la existencia se torna más saludable y gozosa desde la simplicidad de quien renuncia a la frenética búsqueda del bienestar material, del consumo desmedido y de la vida hedónica, que hasta hace un par de semanas ocupaban los primeros lugares en la agenda social y política. Por ejemplo, la imposición de una educación sexual centrada en la búsqueda del placer sin más, desde cualquier edad, y sin límites de ninguna clase, salvo los necesarios para no contraer una enfermedad venérea. Tal vez, por desgracia, el coronavirus sea la única manera de poner freno a esa desmesura. Tal vez nos obligue a rehabilitar cierta ascesis, entendida ésta como capacidad para decir que no (como capacidad de desapego), tal y como parece sugerirlo el filósofo William James al decir que la vida ascética consiste en “aprender qué es lo que conviene dejar de lado”. Quizás la maldita pandemia nos permita descubrir dónde reside lo verdaderamente importante, y así nos enseñe cómo vincularnos con la realidad de una manera más genuina y fecunda.
Pero esto no es todo, Occidente también padece de soledad crónica. En el país que inventó el liberalismo incluso han creado un ministerio destinado a luchar contra este terrible mal. Y en muchos otros países la situación es igualmente preocupante. Tal es la magnitud del problema que, algunos hábiles oportunistas y negociadores, ofrecen acompañamiento y amistad a cambio de jugosas sumas de dinero. Sí, en nuestras avanzadas sociedades dominadas por la lógica del mercado hasta la amistad se ha convertido en fuente de ganancia económica. Quizás este tiempo de aislamiento, inseguridades y vulnerabilidad, nos revele que la soledad es inhumana y destructiva, que la sociedad no es un mero agregado de egos, que no es un conjunto de individualidades en una muchedumbre anónima, que el bien personal es inseparable del bien común, que un auténtico progreso es imposible cuando el individuo busca realizarse de espaldas a la comunidad, que el culto al yo (tan patente en las redes “sociales”) es enemigo de la solidaridad, que la atomización social que resulta de la cultura del bienestar es corrosiva. Que necesitamos cultivar la simpatía y la ayuda mutua, cuidar unos de otros, y que, en lugar de reclamar tantos “derechos” debemos comenzar a asumir responsabilidades. Con un poco de suerte, quizás la experiencia traumática del Covid-19 nos impulse a evitar aquello que Paul Valéry llamaba “la multiplicación de los solos” y a promover comunidades en las que el “otro” deje de ser obstáculo y se convierta en prioridad.
El drama que estamos viviendo nos recuerda, en fin, que algo muy insignificante puede destruirnos y, como el violento despertar de una resaca, nos obliga a pensar dónde estamos parados, y cómo vamos a posicionarnos ante la realidad de ahora en más. Si vamos a perseverar en nuestra existencia frenética y narcotizada, o si vamos a comprometernos con un drástico cambio de rumbo. Quizás la pandemia nos muestre la urgencia de clicar en el botón de reinicio, de barajar y dar de nuevo, quizás nos permita caer en la cuenta, de una vez por todas –como bien advierte un reciente post que circula en las redes–, que “no podemos volver a la normalidad, porque lo que teníamos por normal era precisamente el problema”. Quizás…











