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Fernando José Vaquero Oroquieta
Domingo, 19 de Abril de 2020 Tiempo de lectura:

Residencias de ancianos: el ¿inevitable? holocausto español

[Img #17531]Por los modos con que se trata a sus ancianos, niños y discapacitados, una sociedad demuestra su nivel de civilización y desarrollo humano.

 

Tradicionalmente, en España, los más mayores eran venerados, escuchados y cuidados; no en vano sus experiencias eran fuente privilegiada en la transmisión de conocimientos, valores y actitudes ante la vida. En definitiva: ocupaban un lugar muy importante en la verificación de las tradiciones; un fruto destilado, por sucesivas generaciones, al servicio de quienes les sucederían en este mundo. De tal modo, si a tal caudal le acompañaba también cierto patrimonio material, y acaso una profesión, las viejas generaciones facilitaban en gran medida la comprensión del mundo real y la integración de los más jóvenes.

 

El rapidísimo tránsito de una España rural a otra urbanita acabó mayormente con todo ello. Se impuso un estilo de vida individualista en el que la gran familia extensa era sustituida rápidamente por la nuclear y ésta, sucesiva o en gran medida, por personas solitarias: hoy, más de cinco millones de españoles viven solos.

 

Tradición y respeto hacia los mayores se disolvieron, con ello, rápidamente: no había espacio para los mayores en las generalmente pequeñas viviendas urbanas del tardofranquismo y del régimen que le sucedió.

 

De ser una opción a la que se miraba con desconfianza e, incluso, como algo propio de lejanos pueblos extranjeros –fríos, individualistas y endurecidos-, las residencias para mayores pasaron a ser la gran opción social: «tranquilos, estaré bien», afirmaban resignados nuestros mayores en el momento de tan penoso tránsito. Y es que «tenéis derecho a hacer vuestras vidas», aseveraban igualmente a hijos y nietos. Todo ello muy moderno, aséptico y civilizado. Además, llegados a ciertas edades, no es posible atender en sus domicilios a ancianos que precisan de unos cuidados excepcionales: máquinas para moverlos, personal para acompañarles, asistencia permanente y especializada, cuidados médicos… Nada mejor, «¡con todo el dolor de nuestro corazón!», que una residencia. Un dilema al que todos podemos ilustrar con el rostro de padres, abuelos, tíos…

 

Resignados unos, endurecidos otros, las “residencias” empezaron a formar parte de nuestro paisaje urbano y, en ocasiones, de otros muy alejados de ciudades y pueblos: con la excusa de su cercanía al campo (suelos más baratos, en definitiva, con inversiones menos costosas), muchas de esas instalaciones se ubicaron lejos de los lugares en los que vivieron durante la mayor parte de sus vidas sus resignados destinatarios; desarraigándolos de paisajes, olores, gentes y recuerdos.

 

Aunque tal tendencia -de la que España no ha sabido o querido sustraerse- sea universal, particularmente entre los países económicamente bien situados, no faltaron voces que advirtieran que algo -o mucho- se estaba haciendo mal. Así el Papa Francisco aseguraba que «también los ancianos son abandonados, y no solo en la precariedad material. Son abandonados en la egoísta incapacidad de aceptar sus limitaciones que reflejan las nuestras, en los numerosos escollos que hoy deben superar para sobrevivir en una civilización que no los deja participar, opinar ni ser referentes según el modelo consumista de sólo la juventud es aprovechable y puede gozar». Otra expresión más de la que lúcidamente denomina “cultura del descarte”.

 

Ocasionalmente –todos recordamos algún caso en especial- saltaban a los medios de comunicación determinadas situaciones, siempre presentadas como aisladas, de residencias que se habían convertido en auténticas “casas de los horrores”; trabajadores que denunciaban sus condiciones laborales y las de los ancianos que cuidaban; familiares que protestaban inquietos. Pero llegaban las autoridades, se ponía cierto orden, se redistribuía a los ancianos supervivientes… Se acababa el problema y a otra cosa. ¿Seguro? Además, una notica tapa rápidamente otra. La vida transcurre aceleradamente y su memoria queda anegada por la cascada de novedades con que nuestros dispositivos electrónicos nos abruman cada día.

 

Dentro de los tópicos que circulaban, entre los familiares que permanecían atentos a lo realmente acaecido en muchas residencias, se daban muchos lugares comunes: «sólo buscan rentabilidad económica», «les ponen el pañal nada más llegar», «hay muy pocos cuidadores», «la comida no es variada», «les tienen adormilados», «el personal cambia constantemente y no está formado», «no hay controles externos», «Bienestar Social no hace nada».

 

Puntualmente –decíamos- saltaban las alarmas en tal o cual autonomía a causa de extremas irregularidades descubiertas en alguna residencia: entonces, las autoridades ponían el grito en el cielo, aseguraban que se exigirían responsabilidades, que se aumentarían las inspecciones y controles, que se establecerías nuevas fórmula de control, etc. Y todo ello… hasta el siguiente caso, acaso años después. En realidad, no se hacía casi nada de todo lo prometido. No en vano: ¿acaso existe una Fiscalía de Mayores que controle presuntos abusos y atentados contra la integridad física, mental y moral de los asilados? Los “observatorios de mayores”, además de elaborar informes, ¿se preocupan por actuaciones de mayor calado? Y el Defensor del Pueblo, y todos sus equivalentes de ámbito autonómico, ¿hacían algo al respecto? ¿Y los Juzgados de Paz? ¿Y los Juzgados de Guardia? ¿Y las Inspecciones –las que sean-, ninguna de todas ellas tenía nada que decir?

 

No: tan indignadas declaraciones de los responsables de Bienestar Social de las respectivas Comunidades Autónomas quedaban en pura retórica, mero barniz, actuaciones puntuales que en apenas nada cambiaba la situación general. Y, mientras tanto, eran denunciadas mediáticamente nuevos casos de residencias –por llamarlas de alguna manera- en las que los asilados eran descubiertos drogados, secuestrados, incomunicados; en ocasiones incluso expoliados. Para todos ellos no hay un Juez o Fiscal que se persone in situ, que hable con los residentes o les escuche; que inspeccione las instalaciones. De hecho: ¡los presos encarcelados en España tienen más medios, instancias de control y garantía de sus derechos que los ancianos españoles!

 

Es más: ¿tampoco hay ONG’s que se preocupen, de verdad, por los ancianos?

 

Es un agravio comparativo incuestionable: en toda prisión española, para salvaguardia de los derechos de los internos, legítimos sin duda, existe y actúa la Inspección Penitenciaria de la propia administración, el Juez de Vigilancia Penitenciaria, la Fiscalía, los Juzgados de Guardia, las Comisiones de Justicia e Interior de los parlamentos autónomos, las ONG`s subvencionados que acceden todos los días a los centros penitenciarios, los turnos de oficio jurídico-penitenciario de los respectivos Colegios de Abogados, los periodistas que siguen la actualidad y novedades penitenciarias, los organismos municipales y mancomunados de servicios sociales, cultura y empleo, las comisiones de diversos colegios profesionales…

 

Y llegó el Covid-19: todas las carencias, lagunas, incompetencias, silencios e irregularidades convirtieron gran parte de las residencias de ancianos, en España, en trampas mortales para quienes, en el ocaso de sus vidas, en lugar de un merecido descanso, fueron sacrificados en nombre del Sistema Público de Salud; dejándoles morir en soledad, sedados, amontonados, sucios, sin asistencia religiosa. Todo el tinglado se vino abajo mostrando demasiadas vergüenzas. Ingrato pago final, y sin apelación posible, a quienes vivieron la guerra civil siendo niños, sufrieron las carencias del racionamiento, trabajaron de sol a sol en la España del desarrollo o en la emigración mientras sacaban una familia adelante, incluso amortiguaron con sus pequeños ahorros y patrimonio sucesivas crisis económicas en las necesidades de hijos y nietos.

 

Todavía no tenemos estadísticas fiables. Se intuye, eso sí, que un 80% de los fallecidos a causa de la pandemia son mayores de 70 años y, en sus dos tercios, varones. Buena parte de ellos murieron en sus residencias; algunos miles, solos en sus domicilios, a la espera de que el paracetamol aliviara sus males y de una asistencia que nunca llegó. Miles de ellos no fueron objeto de análisis o test alguno; de modo que no engrosaron tan patéticas estadísticas. Para que el Sistema de Salud no colapsara, y el pánico no arrasara la sociedad, los ancianos fueron –y en ello se sigue- sacrificados. ¿Puede afirmarse, entonces, que el de holocausto no sea un término apropiado en la descripción del horror colectivo sufrido? Para mayor inri, además de agonizar sedados y sucios, murieron solos. Y se les entierra, igualmente, en profiláctica y forzada soledad.

 

No: todo lo que está sucediendo, con nuestros ancianos, no es una «constelación planetaria ineludible» que nadie podía haber previsto y que este gobierno encara lo mejor posible; pues «cualquier otro lo habría hecho igual o peor», conforme reiteradas afirmaciones de tantos ajenos al drama.

 

Lo cierto, verificado y acreditado -con la desnuda realidad de los hechos-, es que no había protocolos, previsiones, medios humanos y materiales que pudieran afrontar la pandemia. Ni estrategias, ni planes B, ni interés alguno. Pero, ¿nadie es responsable por ello?

 

En cierto modo, todos y cada uno de nosotros tenemos una parte de carga; pues participamos, en mayor o menor medida, en una sociedad que arrincona a los ancianos. No en vano, el modelo humano a seguir por las masas es el homo festivus, la eterna adolescencia, el juego permanente.

 

Con todo, existen numerosos “expertos”, “científicos sociales” y “técnicos”, supuestamente al servicio de las administraciones y, por tanto, de la ciudadanía en toda su extensión, entre cuyas obligaciones figura coordinar, programar e impulsar programas y actuaciones sociales dirigidos a nuestros mayores; especialmente a los asilados, por ser los más débiles. También figuran, directivos y especialistas consultores –supuestamente bien formados cobrando no poco por ello- quienes tienen la obligación de anticiparse a los acontecimientos; además de asegurar un regular funcionamiento de las residencias. Por último: tenemos a nuestros políticos, quienes a mayor cargo, mayor responsabilidad. Pues bien: casi todo –y todos- ha fallado.

 

Ha habido muchas excepciones: residencias en las que los trabajadores se han encerrado con sus mayores, a modo de una gran familia, durante este confinamiento… Sorprendentemente, apenas ha habido contagios entre todos ellos y, de haberlos, no se ha llegado al holocausto que apenas estamos atisbando detrás de las frías estadísticas de cada día; pues las cámaras televisivas permanecen lejos, quedándose en la puerta exterior de los centros o en sus vestíbulos. En suma: sin llegar a exigir actos heroicos a nadie, ¡había otros modos de actuar! Pero la rutina, el camino más fácil, la superficialidad, el cortoplacismo, la estrechez de miras…, prevalecieron en una sociedad que se creía inmunizada a los males que aquejaron a nuestros antepasados. Nos mintieron, y nos lo creímos. Y es que era lo más fácil para todos.

 

No faltan autores y columnistas que quieren ver, entre tanto mal que nos ha traído la pandemia, signos esperanzadores de un futuro mejor: de tal modo extraen aleccionadoras visiones, proponiendo cambios individuales y colectivos en hábitos, miradas y prácticas. Pero de nada servirán los buenos propósitos, y las siempre loables intenciones, si, en primer lugar y ante todo, las residencias de ancianos –las que sigan adelante- no son transformadas por completo: rehumanizando a sus moradores y trabajadores, fiscalizando constantemente su funcionamiento, dotándolas con bienes humanos y materiales, visibilizando y empoderando.

 

En este contexto, el anuncio de que Fiscalía está investigando el funcionamiento y realidad de 38 residencias, puede quedar en una mera declaración de intenciones o en la búsqueda de tranquilizadores chivos expiatorios de una sociedad atomizada, sumisa e inconsciente.

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