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Lunes, 15 de Junio de 2020 Tiempo de lectura:
Análisis

Entre chinos y americanos

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Muchos piensan que nada une a Donald Trump con su antecesor, Barack Obama. Pero no es así. Los dos hombres, como la mayoría del aparato estatal estadunidense, creen que el gran desafío de nuestro siglo se llama China. No se equivocan. En todos los puntos Pekín se aproxima de Washington, sean económicos, militares u otros. El foso existente entre los dos países disminuye velozmente, pensar la China en el año 2000 es ver una realidad bien distinta de la del 2020.

 

¿Qué ocurrió? Después del 1989 entramos en una época inédita en las relaciones internacionales; la victoria de EE. UU. sobre la Unión Soviética encerró la Guerra Fría. Vivimos años de euforia, los últimos del siglo pasado. Un autor importante, Francis Fukuyama, describió el fin de la historia, artículo que después se volvió en libro. Charles Krauthammer habló del momento unipolar, yo no creo que la unipolaridad haya alguna vez existido pero la utilización de la palabra momento es acertada. Si existió fue eso mismo, un momento pasajero y utópico, una cosita breve que no podría durar.

 

La alegría y amenidad eternas fueron cortas, el 11 de septiembre de 2001 el yihadismo golpeaba a los americanos en su proprio suelo, produciendo imágenes que todavía viven en nuestra memoria colectiva. La crueldad histórica regresaba, recordando a todos la fragilidad inherente de la vida y, quizás peor, la mortalidad que ninguno podrá vencer. La política imperial estadunidense quiso crear en Irak un país a su imagen, pero los iraquís, con toda su diversidad, no son americanos. La cultura americana, importada por los cañones, no consiguió conquistar corazones y hoy Irak ya no es un organismo político como lo había sido en el pasado. Por cierto, un organismo muy imperfecto pero con capacidad unitaria. La flaqueza estatal puede parecer a los liberales algo maravilloso pero un Estado donde no existe una cultura común rápidamente ve sus ciudadanos volver a formas de comunión más primitivas, se aíslan en sus tribus y abdican de su ciudadanía. John Mearsheimer dirá que es una tontería llamar a esa política estadunidense neoconservadora, intentar cambiar las tradiciones y costumbres de gentes en el otro lado del mundo es todo menos conservadurismo.

 

Mientras América gastaba hombres, dinero y tiempo en lugares sin gran importancia para su control planetario, China crecía suavemente y sin mucho alarido. Los cosmopolitas encargados de liderar las naciones más poderosas del mundo a principios de nuestro siglo pensaban que China se transformaría en la fábrica del mundo. Harían los zapatos y las mascarillas. Al comienzo, sí, después empezaron a hacer otras cosas, gracias a la tecnología europea o americana que no robaron porque les fue ofrecida.

 

El análisis hecho por los Gobiernos de ese tiempo comportaba dos errores. El primero es pensar que cosas como mascarillas no son importantes; aparentemente la pandemia actual demuestra lo contrario. El segundo es que la destrucción del trabajo en Europa no iba a crear problemas político-sociales. El dichoso populismo que las élites abominan no es más que el pedido de volver a la realidad del comienzo del siglo, los trabajadores comunes piden trabajo, pan, dignidad y protección.

 

Volvamos a Obama. Su administración hizo el pivot to Asia. Esta política consistió en un mayor interés americano en el océano pacífico, principalmente la creación o mejoramiento de las relaciones estadunidenses con los países limítrofes de China. Por supuesto, cuando era cuestionada sobre el proyecto, la Administración siempre dijo que esto no era una estrategia para contener los chinos. Lo decía, pero pocos creían en ello.

 

¿Qué cambia entonces con Trump? En una palabra: Rusia. Mientras Obama y los suyos veían a China y Rusia como dictaduras orientales, cierto que de corte distinto, que deberían ser implacablemente combatidas, Trump discuerda. Como hombre práctico y poco interesado en las ideologías piensa que Rusia tiene que jugar un papel al lado de EE. UU. para debilitar la China. Muchos estrategas norteamericanos están de acuerdo. Éstos piensan que la clave para mantener la preponderancia de su país es separar Moscú y Pekín como antaño fue separar Berlín y Moscú.

 

Es interesante recordar a Karl Haushofer, eminentísimo geopolitólogo alemán, que desesperó cuando Hitler invadió la Unión Soviética. Él era partidario de una alianza entre Alemania, Rusia y Japón. Veía a EE. UU. y a China como complementares y enemigos del Tercer Reich. Las cosas cambian, fíjense como hoy esas ideas suenan raras y casi imposibles. Sin embargo, algunos dicen que la integración económica entre los dos imperios, el del dragón y el del águila, produce una imposibilidad de guerra. Son los herederos de aquellos que decían que la integración económica entre ingleses y alemanes antes de la Gran Guerra imposibilitaría el conflicto. Siguen equivocados. Menos mal que tenemos las bombas atómicas, porque fueron esas  las que impidieron la guerra entre los soviéticos y los estadunidenses y probablemente serán también ellas las que impedirán una guerra, al menos clásica, entre Pekín y Washington.

 

No obstante el repudio del racismo y los cambios demográficos, tanto chinos como americanos, en círculos informales, claro, clasifican la competición entre sus dos imperios en términos del siglo XIX; es decir: coloquialmente los blancos contra los amarillos; pomposamente: un imperio caucásico contra un imperio mongoloide. La identidad biológica de ambos los grupos sigue siendo sino determinante, al menos importante.

 

Así, la reciente muerte de George Floyd, afroamericano, fue instrumentalizada por el régimen chino para atacar el imperio rival, diciendo que EE. UU. es racista. Zhao Lijian, jefe de la Comunicación del Ministerio de Relaciones Exteriores chino, advirtió a los americanos con estas palabras: “la discriminación racial contra las minorías es una enfermedad social en Estados Unidos”.

 

Algunos nacionalistas chinos utilizan los ejemplos de los tratados desiguales y del siglo de humillación para incrementar el odio hacia las potencias que dominaron en su país. Casi todas tienen raíces europeas, la sola que no las tiene es Japón. En las escuelas suele decirse a los niños que el periodo desde 1839 hasta 1949 fue una vergüenza en la historia china. Este discurso, aunque no sea su función, acaba por crear un sentimiento de revancha. La educación desempeña un rol clave en la forma como vemos el mundo. Los habitantes de Europa occidental y de los Estados Unidos de América vieron un cambio en sus educaciones, visiblemente después del Mayo de 68. Valores cosmopolitas, liberales, emancipadores, fueron la instrucción de las nuevas generaciones. La libertad fue erigida como el valor máximo. En otras zonas del globo nociones de nación, tradición y valorización de la propia historia siguen muy vivas. Esta diferencia educacional tendrá que ser estudiada para comprender las distintas miradas de las élites china y americana.

 

China seguirá intentando ser un regional hegemon (las palabras son de Mearsheimer), su objetivo es tener una doctrina Monroe suya, remover a Estados Unidos de su región. El jurista alemán Carl Schmitt hablaba de gran espacio (grossraum) como nuevo concepto de ordenamiento geopolítico. Hoy por hoy estamos asistiendo a una competición entre el concepto de república universal y el concepto de mundo multipolar. Este segundo sería una combinación de grandes espacios schmittianos. El primero la fusión de la diversidad planetaria en un bloque. La competición entre chinos y americanos no influirá solamente en sus destinos, podrá decidir el futuro de la humanidad.

 

(*) Alfonso Moura es geopolitólogo, maestre en Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales.

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