Fundamentalismo democrático
Decía Winston Churchill que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos. Triste consuelo para quienes creemos que la deriva de la situación política actual está en los mismos fundamentos de un sistema político que bebe su legitimidad de las decisiones de un pueblo soberano que se entrega al juego de unos partidos políticos que son la fuente de corrupción (degeneración) de la misma nación española.
Ya lo advertía el filósofo Gustavo Bueno en su obra, que hay que leer varias veces y con calma para entenderla, El Fundamentalismo democrático (Temas de Hoy, 2010), en donde denuncia que la utilización de mecanismos democráticos para negar el Estado nacional es una anomalía – corrupción democrática lo llama – que alcanzó su cénit en España con el ex presidente José Luis Rodríguez Zapatero y su adoctrinamiento en los valores de la armonía universal. Funesto personaje, padre intelectual en nuestro país de esa corrupción inherente al sistema, no delictiva y blindada que nos enfrenta de una manera incardinada, y que va desde la tergiversación ideológica – ideología de género, Memoria Histórica, lengua, identidad nacional, símbolos - hasta la patrimonialización del poder, la degeneración del principio de independencia del poder judicial, los estatutos de autonomía, el control de los medios de comunicación, la injerencia en los sectores económicos estratégicos, la arbitrariedad del sistema o la propia composición del ecosistema financiero. Y todo ello envuelto en un círculo vicioso de tráfico de favores que coloniza las instituciones y asfixia la sociedad civil y la propia dinámica de la política actual.
Fundamentalistas hay en todas partes, también los hay democráticos. Son esos individuos que no sólo creen que la democracia es el valor supremo de la civilización occidental como expresión de una voluntad general de todos, sino que piensan que no se equivoca, que no es corruptible – es impoluta - y que no hay legitimidad política fuera de esta concepción y forma de organización. Lógicamente, según este esquema de pensamiento, todas las demás luchas y nebulosas ideológicas – económica, feminista, ecológica, de minorías, justicia social – no son más que aplicaciones de los principios democrático e igualitario.
La voz del pueblo, del que procede todo poder político, fracturada en una plétora de partidos extravagantes, homologa el sistema sólo si se ajusta a estos principios. Todo lo demás, cualquier voz discrepante que ponga en tela de juicio la verdad oficial, es antidemocrático. Apariencia falaz, vano formalismo de una democracia homologable en España desde el punto de vista formal, pero descompensada desde la óptica del equilibrio de poderes y carente del necesario poso social de una cultura de conciliación y consenso que la protegiera del deterioro progresivo en el que nos encontramos en la actualidad. Hace tiempo que vivimos una crisis de legitimidad y de Estado que los sectores de la izquierda, incluida la más radical, tratan de precipitar, y contextualizarla nos ayuda a entender que el peso de la Historia ha quebrado los tibios consensos sobre los que se gestó la Transición, hoy cuestionada, y que la participación ciudadana en la iniciativa política requiere de una actitud responsable, individual y colectiva, que va más allá de asegurar las cuotas de representación de unos partidos piramidales y en los que prosperan individuos grises, sin escrúpulos y, ahora también, sin formación ni capacidad intelectual.
Decía Norberto Bobbio, el pensador que transitó desde el fascismo al comunismo, pasando por todas las vertientes del socialismo democrático, que un exceso de democracia resultaría perjudicial para la propia democracia. Sólo ver la amalgama de agentes políticos y de ideas contradictorias que arrasan estos días las principales ciudades del Occidente libre, incluida España, en nombre de una democracia que detestan, bajo la bandera del amor a la humanidad, dice mucho de estas generaciones manipuladas de plastilina que votan por impulso cada cuatro años y deciden sobre asuntos trascendentales con el desconocimiento propio de los que reflexionan a golpe de tuit.
En una estrategia no disimulada que pasa por dinamitar el capitalismo como sistema incompatible con la democracia, subvertir el orden establecido y desbordarlo, para transitar hacia un modelo alternativo de socialismo entendido como democracia permanente, es el sueño húmedo de estos talibanes de la izquierda identitaria, traumatizados por un sesgo retrospectivo que no son capaces de reconocer y que cínicamente aplican a los que no comparten su mismo prisma ideológico. Que la democracia no es un sistema perfecto, ya se sabe; que es mejorable, también. Desde los clásicos Schumpeter (autoritativa), Dahl (pluralista), Barber (fuerte), o Bobbio (entre la autoritativa y la jurídica) a los modernos Dworkin (comunitaria) o Schmitter (corporatista), se viene insistiendo en la necesidad de acomodar los procedimientos e instituciones democráticas a las nuevas realidades a las que nos enfrentamos las sociedades avanzadas.
Pero entre la reforma y la abolición hay un amplio campo abierto de posibilidades que no parecen querer explorar nuestra clase política, que utiliza el Parlamento como frente de colisión y subversión con la ayuda de las propias instituciones y agentes externos – oligarquía cultural y mediática - que actúan como correas de transmisión de ideas radicales y anti-occidentales.
En España tenemos un sistema político débil y un serio problema de lealtad constitucional, de cultura política y de respeto a la ley y a las instituciones. Tomar conciencia de ello, como sociedad, nos permitirá que este descontento progresivo no termine por desestructurar aún más una nación dañada por las ansias de unos libertarios convencidos de que la política consiste en derrotar y aniquilar al adversario. Porque la democracia nunca está por encima de la ley y tampoco es un mero proceso de legitimación del que gana. Desterrar la idea de que la democracia liberal es una suerte de derecho natural otorgado es el comienzo para entender que, sin responsabilidad, la libertad es un bien no universal ni exportable que podría desvanecerse ante la indefinición permanente y la ausencia de un armazón moral frente a una inquisición social cosida por culpas imaginarias.
(*) Marta González Isidoro es periodista y analista política
Decía Winston Churchill que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos. Triste consuelo para quienes creemos que la deriva de la situación política actual está en los mismos fundamentos de un sistema político que bebe su legitimidad de las decisiones de un pueblo soberano que se entrega al juego de unos partidos políticos que son la fuente de corrupción (degeneración) de la misma nación española.
Ya lo advertía el filósofo Gustavo Bueno en su obra, que hay que leer varias veces y con calma para entenderla, El Fundamentalismo democrático (Temas de Hoy, 2010), en donde denuncia que la utilización de mecanismos democráticos para negar el Estado nacional es una anomalía – corrupción democrática lo llama – que alcanzó su cénit en España con el ex presidente José Luis Rodríguez Zapatero y su adoctrinamiento en los valores de la armonía universal. Funesto personaje, padre intelectual en nuestro país de esa corrupción inherente al sistema, no delictiva y blindada que nos enfrenta de una manera incardinada, y que va desde la tergiversación ideológica – ideología de género, Memoria Histórica, lengua, identidad nacional, símbolos - hasta la patrimonialización del poder, la degeneración del principio de independencia del poder judicial, los estatutos de autonomía, el control de los medios de comunicación, la injerencia en los sectores económicos estratégicos, la arbitrariedad del sistema o la propia composición del ecosistema financiero. Y todo ello envuelto en un círculo vicioso de tráfico de favores que coloniza las instituciones y asfixia la sociedad civil y la propia dinámica de la política actual.
Fundamentalistas hay en todas partes, también los hay democráticos. Son esos individuos que no sólo creen que la democracia es el valor supremo de la civilización occidental como expresión de una voluntad general de todos, sino que piensan que no se equivoca, que no es corruptible – es impoluta - y que no hay legitimidad política fuera de esta concepción y forma de organización. Lógicamente, según este esquema de pensamiento, todas las demás luchas y nebulosas ideológicas – económica, feminista, ecológica, de minorías, justicia social – no son más que aplicaciones de los principios democrático e igualitario.
La voz del pueblo, del que procede todo poder político, fracturada en una plétora de partidos extravagantes, homologa el sistema sólo si se ajusta a estos principios. Todo lo demás, cualquier voz discrepante que ponga en tela de juicio la verdad oficial, es antidemocrático. Apariencia falaz, vano formalismo de una democracia homologable en España desde el punto de vista formal, pero descompensada desde la óptica del equilibrio de poderes y carente del necesario poso social de una cultura de conciliación y consenso que la protegiera del deterioro progresivo en el que nos encontramos en la actualidad. Hace tiempo que vivimos una crisis de legitimidad y de Estado que los sectores de la izquierda, incluida la más radical, tratan de precipitar, y contextualizarla nos ayuda a entender que el peso de la Historia ha quebrado los tibios consensos sobre los que se gestó la Transición, hoy cuestionada, y que la participación ciudadana en la iniciativa política requiere de una actitud responsable, individual y colectiva, que va más allá de asegurar las cuotas de representación de unos partidos piramidales y en los que prosperan individuos grises, sin escrúpulos y, ahora también, sin formación ni capacidad intelectual.
Decía Norberto Bobbio, el pensador que transitó desde el fascismo al comunismo, pasando por todas las vertientes del socialismo democrático, que un exceso de democracia resultaría perjudicial para la propia democracia. Sólo ver la amalgama de agentes políticos y de ideas contradictorias que arrasan estos días las principales ciudades del Occidente libre, incluida España, en nombre de una democracia que detestan, bajo la bandera del amor a la humanidad, dice mucho de estas generaciones manipuladas de plastilina que votan por impulso cada cuatro años y deciden sobre asuntos trascendentales con el desconocimiento propio de los que reflexionan a golpe de tuit.
En una estrategia no disimulada que pasa por dinamitar el capitalismo como sistema incompatible con la democracia, subvertir el orden establecido y desbordarlo, para transitar hacia un modelo alternativo de socialismo entendido como democracia permanente, es el sueño húmedo de estos talibanes de la izquierda identitaria, traumatizados por un sesgo retrospectivo que no son capaces de reconocer y que cínicamente aplican a los que no comparten su mismo prisma ideológico. Que la democracia no es un sistema perfecto, ya se sabe; que es mejorable, también. Desde los clásicos Schumpeter (autoritativa), Dahl (pluralista), Barber (fuerte), o Bobbio (entre la autoritativa y la jurídica) a los modernos Dworkin (comunitaria) o Schmitter (corporatista), se viene insistiendo en la necesidad de acomodar los procedimientos e instituciones democráticas a las nuevas realidades a las que nos enfrentamos las sociedades avanzadas.
Pero entre la reforma y la abolición hay un amplio campo abierto de posibilidades que no parecen querer explorar nuestra clase política, que utiliza el Parlamento como frente de colisión y subversión con la ayuda de las propias instituciones y agentes externos – oligarquía cultural y mediática - que actúan como correas de transmisión de ideas radicales y anti-occidentales.
En España tenemos un sistema político débil y un serio problema de lealtad constitucional, de cultura política y de respeto a la ley y a las instituciones. Tomar conciencia de ello, como sociedad, nos permitirá que este descontento progresivo no termine por desestructurar aún más una nación dañada por las ansias de unos libertarios convencidos de que la política consiste en derrotar y aniquilar al adversario. Porque la democracia nunca está por encima de la ley y tampoco es un mero proceso de legitimación del que gana. Desterrar la idea de que la democracia liberal es una suerte de derecho natural otorgado es el comienzo para entender que, sin responsabilidad, la libertad es un bien no universal ni exportable que podría desvanecerse ante la indefinición permanente y la ausencia de un armazón moral frente a una inquisición social cosida por culpas imaginarias.
(*) Marta González Isidoro es periodista y analista política