Artículo Editorial
Los últimos occidentales
El cristianismo y Occidente están por los suelos como realidades históricas. Pero el nihilismo también.
Seamos honestos con nosotros mismos: a pesar de todas las esperanzas sabemos que al menos el oeste de Europa probablemente nunca más será "occidental" en el sentido que lo ha sido en los últimos siglos. La clase media está completamente aplastada entre el precariado y la élite, las grandes ciudades están en gran parte en manos de sociedades paralelas no europeas, el cristianismo ha sido completamente expulsado de la esfera pública, la imagen clásica de los sexos y el ideal occidental de feminidad y caballerosidad están mal vistos, el deseo de un progreso individual desenfrenado ha desplazado a la mayoría de las formas de solidaridad e idealismo, la democracia parlamentaria y de partidos se desacredita permanentemente, las identidades nacionales y las lenguas están en retirada frente a la abrumadora americanización, el orgullo por el gran pasado histórico de nuestro continente se considera chovinista y marginal, el declive de la educación y la investigación es casi horroroso... La lista podría seguir y seguir.
Si a esto se añade el hecho de que en los próximos años y decenios, con la extinción de las generaciones más antiguas, el equilibrio demográfico resultará aún más claramente en detrimento de los "que han vivido aquí durante más tiempo", debería quedar muy claro cómo será nuestro futuro; y los pocos jóvenes que -a menudo dando conscientemente la espalda a sus padres todavía envueltos en 1968- vuelven valientemente a la tradición histórica y a menudo también cristiana, son personas que se encontrarán pronto, incluso en el mejor de los casos concebibles, reducidos a ser una sociedad paralela entre muchas otras.
"¿Qué hacer?" - la pregunta surge en este momento -. ¿Simplemente ignorar los hechos del caso y pretender que todo es igual y seguirá siendo igual? Esto puede ser conveniente, pero ciertamente no es una solución real para la lucha diaria, ya que sólo podemos desarrollar estrategias adecuadas para el futuro basadas en un análisis despiadadamente honesto de la situación. ¿Renunciar o retirarse al papel del cínico observador solitario que hace tiempo que abandonó toda esperanza y ahora ve el colapso interno de nuestra civilización sólo como un espectáculo entretenido? Eso no sólo sería indigno, sino también cobarde e ingrato, ya que incluso el observador aparentemente no involucrado todavía se alimenta de lo que las generaciones anteriores le han dejado con la promesa de mantener y transmitir lo recibido. No, la única respuesta a la pregunta "¿qué hacer?" consiste, en primer lugar, en alcanzar una fría percepción del carácter inevitable de los trastornos intelectuales y culturales que tendrán lugar en los próximos años, de los cuales Dijon, Stuttgart y los disturbios de los BLM (Black Lives Matter) son sólo un primer y pequeño anticipo, y luego, sobre todo, en el coraje de sacar las consecuencias que se derivarán.
Quienes profesan su amor, orgullo y gratitud por nuestro pasado colectivo de los últimos siglos, cualesquiera que sean sus respectivos orígenes, se convertirán en una minoría entre muchos otros colectivos en un futuro próximo. Si quieren sobrevivir culturalmente en esta constelación y quizás también elevar su tradición a una "cultura guía" general de nuevo en el futuro, se habrán de aplicar a sí mismos dos principios: el fortalecimiento y la consolidación incondicionales de su propia identidad, así como la estrecha cooperación con grupos similares en toda Europa para poder contrarrestar de manera significativa la presión igualmente activa a nivel internacional.
Mientras que el segundo punto es eminentemente político y ya ha sido discutido en un contexto diferente - me refiero aquí a mi libro Renovatio Europae - el primero es principalmente privado y puede recibir un poco más de atención aquí, ya que el tema es sorprendentemente poco discutido en público, y puede, entonces, recibir un poco más de atención en estas líneas, aunque los puntos enumerados en este artículo se tratan con mucho más detalle en mi libro Was tun? Leben mit dem Niedergang Europas“(Renovamen), que se publicará en alemán dentro de unos días. [Ya contamos con traducción española editada por EAS, 2020, ¿Qué hacer? Vivir con la Decadencia de Europa, N. del T.].
En este sentido, es fundamental la idea de no dejar ya que nuestra propia identidad cultural esté determinada, como antes sucedía, probablemente en tiempos más felices, por un colectivo civilizador, ya que la Europa actual que nos rodea se está convirtiendo cada vez más en una entidad post-histórica, desalmada, a menudo incluso antioccidental, en cuya vida cotidiana práctica las sociedades paralelas no europeas están marcando cada vez más la pauta. Más bien, debemos reapropiarnos de nuestra identidad occidental a partir de los últimos restos de la tradición viva y, sobre todo, de la experiencia histórica, y representarla y defenderla tanto interna como externamente, con pleno conocimiento de que no se nos apoya en este intento, sino que se nos opone. Pero ese proceso parcial de re-cultivo sólo puede ser creíble y significativo a largo plazo si toca no sólo la superficie sino también nuestro propio núcleo del ser, es decir, si no se limita a un abstracto "la sociedad debería quizás…" sino que implica un concreto y decidido "Actuaré así y así de ahora en adelante".
Ya sea el redescubrimiento de la tradición espiritual del cristianismo, el ideal occidental de la familia y el sexo, el servicio a la belleza, la aplicación de la virtud y la conciencia del deber en la vida cotidiana, el cuidado del orgullo por lo propio, la sostenibilidad de nuestras acciones, el respeto por la Creación, el coraje de defender las propias posiciones - todos estos puntos deben conformar nuestra vida cotidiana y la familia y el entorno; deben ser un vivo incentivo, lo digno de ser imitado, en lugar de limitarse a marcar ocasionalmente un nombre en una casilla el día de las elecciones o a hacer comentarios en los medios sociales. Esto es, por supuesto, más fácil de decir que de hacer. Todos somos, nos guste o no, hijos de nuestro tiempo y por lo tanto estamos imbuidos hasta la médula de esa "cultura de la muerte", que se basa en la suposición errónea de que el hombre no sólo es la medida sino también el amo absoluto de todas las cosas y por lo tanto debe deshacerse de todas las restricciones para poder actuar y gobernar en completa libertad - una arrogancia peligrosa, que ya había sido reconocida como hybris [arrogancia] por el Antiguo Testamento y por los griegos y que inevitablemente conduce no sólo a esas graves aberraciones políticas y morales que conocemos hoy en día en todas partes, sino que a la larga también se dirige contra el hombre mismo y conduce a desarrollos altamente problemáticos y autodestructivos como el aborto en masa, la eugenesia, la manipulación genética, el transhumanismo, la teoría del género y la eutanasia -.
La verdadera lucha por Occidente es por lo tanto casi más interna que externa, una batalla que cada uno tiene que librar por sí mismo, interna antes que externa. Por lo tanto, también sería erróneo descartar tal esfuerzo interno como mera "contemplación", tal vez incluso como ingenuidad moral, y por lo tanto pasar por alto su resplandor externo. Por el contrario, es evidente que la lucha política anterior se está desplazando cada vez más de la arena parlamentaria hacia áreas completamente diferentes, mientras que el ceremonial democrático ha degenerado en una fachada carente de significado, que en otros lugares sólo da la apariencia de legitimidad popular a las decisiones tomadas en sitios diferentes y sólo persigue los anecdótico. El verdadero poder reside ahora, por un lado, en un número cada vez menor de empresas, medios de comunicación y particulares, cada uno de los cuales tiene a menudo más peso, poder e influencia que pequeños estados europeos enteros, pero por otro lado, y sin duda cada vez en mayor medida, el poder reside en esos poderosos grupos de presión, ideológicamente cohesionados y organizados en torno a figuras carismáticas, que ya han asumido el dominio de la vida cotidiana en muchos suburbios y han reducido el monopolio del Estado sobre el uso de la fuerza al absurdo.
Por lo tanto, es más urgente que nunca que los "últimos occidentales", en lugar de meterse también en la vorágine de esos grupos y perder su propia identidad, creen más bien su propia "sociedad paralela" y establezcan sus propias reglas y protejan, preserven, aumenten y transmitan el patrimonio cultural de sus antepasados en un sentido real y simbólico. Por lo tanto, la esfera política clásica también perderá cada vez más importancia, mientras que el verdadero poder de persuasión democrática o plebiscitaria provendrá de la experiencia de una vida cotidiana y familiar ejemplar, del poder que da el orden de grupos cada vez más numerosos y bien conectados, del establecimiento de un sistema educativo alternativo y de la creación de una verdadera esfera contra-pública, todo lo cual sólo puede desarrollarse con la necesaria certeza si se basa en un doble fundamento hesperialista de la fe: el redescubrimiento de las raíces cristianas de Europa y el amor a la propia patria, no sólo nacional, sino también y sobre todo, occidental. Esto implicará una larga lucha espiritual, cultural y política en un entorno que se caracterizará tanto por una creciente disminución de la importancia de las instituciones estatales como por un surgimiento atávico del principio del carisma y la lealtad.
Sólo si, al final de este desarrollo, la tradición occidental, como un orden claramente definido y fuerte en inclusión e integración, continúa existiendo mientras que el nihilismo se ha reducido a sí mismo ad absurdum, puede haber una oportunidad de restaurar dicha tradición una vez más, aunque en una medida indudablemente modificada, como la base de la coexistencia humana en Europa.
Fuente: KULTUR | 15 JUNGE FREIHEIT | nº 30 – 31 /20 | 17./ 24. Julio 2020
Seamos honestos con nosotros mismos: a pesar de todas las esperanzas sabemos que al menos el oeste de Europa probablemente nunca más será "occidental" en el sentido que lo ha sido en los últimos siglos. La clase media está completamente aplastada entre el precariado y la élite, las grandes ciudades están en gran parte en manos de sociedades paralelas no europeas, el cristianismo ha sido completamente expulsado de la esfera pública, la imagen clásica de los sexos y el ideal occidental de feminidad y caballerosidad están mal vistos, el deseo de un progreso individual desenfrenado ha desplazado a la mayoría de las formas de solidaridad e idealismo, la democracia parlamentaria y de partidos se desacredita permanentemente, las identidades nacionales y las lenguas están en retirada frente a la abrumadora americanización, el orgullo por el gran pasado histórico de nuestro continente se considera chovinista y marginal, el declive de la educación y la investigación es casi horroroso... La lista podría seguir y seguir.
Si a esto se añade el hecho de que en los próximos años y decenios, con la extinción de las generaciones más antiguas, el equilibrio demográfico resultará aún más claramente en detrimento de los "que han vivido aquí durante más tiempo", debería quedar muy claro cómo será nuestro futuro; y los pocos jóvenes que -a menudo dando conscientemente la espalda a sus padres todavía envueltos en 1968- vuelven valientemente a la tradición histórica y a menudo también cristiana, son personas que se encontrarán pronto, incluso en el mejor de los casos concebibles, reducidos a ser una sociedad paralela entre muchas otras.
"¿Qué hacer?" - la pregunta surge en este momento -. ¿Simplemente ignorar los hechos del caso y pretender que todo es igual y seguirá siendo igual? Esto puede ser conveniente, pero ciertamente no es una solución real para la lucha diaria, ya que sólo podemos desarrollar estrategias adecuadas para el futuro basadas en un análisis despiadadamente honesto de la situación. ¿Renunciar o retirarse al papel del cínico observador solitario que hace tiempo que abandonó toda esperanza y ahora ve el colapso interno de nuestra civilización sólo como un espectáculo entretenido? Eso no sólo sería indigno, sino también cobarde e ingrato, ya que incluso el observador aparentemente no involucrado todavía se alimenta de lo que las generaciones anteriores le han dejado con la promesa de mantener y transmitir lo recibido. No, la única respuesta a la pregunta "¿qué hacer?" consiste, en primer lugar, en alcanzar una fría percepción del carácter inevitable de los trastornos intelectuales y culturales que tendrán lugar en los próximos años, de los cuales Dijon, Stuttgart y los disturbios de los BLM (Black Lives Matter) son sólo un primer y pequeño anticipo, y luego, sobre todo, en el coraje de sacar las consecuencias que se derivarán.
Quienes profesan su amor, orgullo y gratitud por nuestro pasado colectivo de los últimos siglos, cualesquiera que sean sus respectivos orígenes, se convertirán en una minoría entre muchos otros colectivos en un futuro próximo. Si quieren sobrevivir culturalmente en esta constelación y quizás también elevar su tradición a una "cultura guía" general de nuevo en el futuro, se habrán de aplicar a sí mismos dos principios: el fortalecimiento y la consolidación incondicionales de su propia identidad, así como la estrecha cooperación con grupos similares en toda Europa para poder contrarrestar de manera significativa la presión igualmente activa a nivel internacional.
Mientras que el segundo punto es eminentemente político y ya ha sido discutido en un contexto diferente - me refiero aquí a mi libro Renovatio Europae - el primero es principalmente privado y puede recibir un poco más de atención aquí, ya que el tema es sorprendentemente poco discutido en público, y puede, entonces, recibir un poco más de atención en estas líneas, aunque los puntos enumerados en este artículo se tratan con mucho más detalle en mi libro Was tun? Leben mit dem Niedergang Europas“(Renovamen), que se publicará en alemán dentro de unos días. [Ya contamos con traducción española editada por EAS, 2020, ¿Qué hacer? Vivir con la Decadencia de Europa, N. del T.].
En este sentido, es fundamental la idea de no dejar ya que nuestra propia identidad cultural esté determinada, como antes sucedía, probablemente en tiempos más felices, por un colectivo civilizador, ya que la Europa actual que nos rodea se está convirtiendo cada vez más en una entidad post-histórica, desalmada, a menudo incluso antioccidental, en cuya vida cotidiana práctica las sociedades paralelas no europeas están marcando cada vez más la pauta. Más bien, debemos reapropiarnos de nuestra identidad occidental a partir de los últimos restos de la tradición viva y, sobre todo, de la experiencia histórica, y representarla y defenderla tanto interna como externamente, con pleno conocimiento de que no se nos apoya en este intento, sino que se nos opone. Pero ese proceso parcial de re-cultivo sólo puede ser creíble y significativo a largo plazo si toca no sólo la superficie sino también nuestro propio núcleo del ser, es decir, si no se limita a un abstracto "la sociedad debería quizás…" sino que implica un concreto y decidido "Actuaré así y así de ahora en adelante".
Ya sea el redescubrimiento de la tradición espiritual del cristianismo, el ideal occidental de la familia y el sexo, el servicio a la belleza, la aplicación de la virtud y la conciencia del deber en la vida cotidiana, el cuidado del orgullo por lo propio, la sostenibilidad de nuestras acciones, el respeto por la Creación, el coraje de defender las propias posiciones - todos estos puntos deben conformar nuestra vida cotidiana y la familia y el entorno; deben ser un vivo incentivo, lo digno de ser imitado, en lugar de limitarse a marcar ocasionalmente un nombre en una casilla el día de las elecciones o a hacer comentarios en los medios sociales. Esto es, por supuesto, más fácil de decir que de hacer. Todos somos, nos guste o no, hijos de nuestro tiempo y por lo tanto estamos imbuidos hasta la médula de esa "cultura de la muerte", que se basa en la suposición errónea de que el hombre no sólo es la medida sino también el amo absoluto de todas las cosas y por lo tanto debe deshacerse de todas las restricciones para poder actuar y gobernar en completa libertad - una arrogancia peligrosa, que ya había sido reconocida como hybris [arrogancia] por el Antiguo Testamento y por los griegos y que inevitablemente conduce no sólo a esas graves aberraciones políticas y morales que conocemos hoy en día en todas partes, sino que a la larga también se dirige contra el hombre mismo y conduce a desarrollos altamente problemáticos y autodestructivos como el aborto en masa, la eugenesia, la manipulación genética, el transhumanismo, la teoría del género y la eutanasia -.
La verdadera lucha por Occidente es por lo tanto casi más interna que externa, una batalla que cada uno tiene que librar por sí mismo, interna antes que externa. Por lo tanto, también sería erróneo descartar tal esfuerzo interno como mera "contemplación", tal vez incluso como ingenuidad moral, y por lo tanto pasar por alto su resplandor externo. Por el contrario, es evidente que la lucha política anterior se está desplazando cada vez más de la arena parlamentaria hacia áreas completamente diferentes, mientras que el ceremonial democrático ha degenerado en una fachada carente de significado, que en otros lugares sólo da la apariencia de legitimidad popular a las decisiones tomadas en sitios diferentes y sólo persigue los anecdótico. El verdadero poder reside ahora, por un lado, en un número cada vez menor de empresas, medios de comunicación y particulares, cada uno de los cuales tiene a menudo más peso, poder e influencia que pequeños estados europeos enteros, pero por otro lado, y sin duda cada vez en mayor medida, el poder reside en esos poderosos grupos de presión, ideológicamente cohesionados y organizados en torno a figuras carismáticas, que ya han asumido el dominio de la vida cotidiana en muchos suburbios y han reducido el monopolio del Estado sobre el uso de la fuerza al absurdo.
Por lo tanto, es más urgente que nunca que los "últimos occidentales", en lugar de meterse también en la vorágine de esos grupos y perder su propia identidad, creen más bien su propia "sociedad paralela" y establezcan sus propias reglas y protejan, preserven, aumenten y transmitan el patrimonio cultural de sus antepasados en un sentido real y simbólico. Por lo tanto, la esfera política clásica también perderá cada vez más importancia, mientras que el verdadero poder de persuasión democrática o plebiscitaria provendrá de la experiencia de una vida cotidiana y familiar ejemplar, del poder que da el orden de grupos cada vez más numerosos y bien conectados, del establecimiento de un sistema educativo alternativo y de la creación de una verdadera esfera contra-pública, todo lo cual sólo puede desarrollarse con la necesaria certeza si se basa en un doble fundamento hesperialista de la fe: el redescubrimiento de las raíces cristianas de Europa y el amor a la propia patria, no sólo nacional, sino también y sobre todo, occidental. Esto implicará una larga lucha espiritual, cultural y política en un entorno que se caracterizará tanto por una creciente disminución de la importancia de las instituciones estatales como por un surgimiento atávico del principio del carisma y la lealtad.
Sólo si, al final de este desarrollo, la tradición occidental, como un orden claramente definido y fuerte en inclusión e integración, continúa existiendo mientras que el nihilismo se ha reducido a sí mismo ad absurdum, puede haber una oportunidad de restaurar dicha tradición una vez más, aunque en una medida indudablemente modificada, como la base de la coexistencia humana en Europa.
Fuente: KULTUR | 15 JUNGE FREIHEIT | nº 30 – 31 /20 | 17./ 24. Julio 2020