De Sergio Fernández Riquelme
Trump. El hombre que hace grande a América
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Sergio Fernández Riquelme, articulista de prestigio, profesor de la Universidad de Murcia, autor del ensayo Perfiles Identitarios y uno de los principales expertos europeos en el analisis de lo que se conoce como "nuevas derechas", acaba de publicar, editado por La Tribuna del País Vasco Ediciones, un excelente análisis sobre la figura del presidente norteamericano Donald Trump.
El libro, titulado Donald Trump. El hombre que hace grande a América, surgió, según explica su autor, "de la necesidad de contar los cuatro años de gobierno de Trump, historiográficamente, en un momento clave: ante las eclosión de las protestas raciales y en el tenso momento previo a su posible reelección". A juicio de Fernández Riquelme, nos encontramos en el mejor momento para hacer repaso y balance de una de las presidencias más peculiares de la reciente historia norteamericana, "intentando narrar estos años tanto de la manera más objetiva posible (superando las numerosas filias y fobias sobre su particular personalidad y sus ideas provocativas), como del modo más profundo posible: analizando su labor dentro del estudio de las principales ideas que provocaron su nacimiento como 'personaje político', que explican su soprendente victoria electoral, y que sitúan al mismo Trump como protagonista central en la gran guerra cultural intensificada en los estertores de su mandato".
En su opinión, ¿qué es lo mejor que se puede decir del Gobierno de Donald Trump? ¿Y lo peor?
Lo mejor o peor de su mandato se puede definir en función de lo que señalan sus partidarios y detractores, para que el lector lo compruebe y alcance su propia visión. Para los primeros, objetivamente, Trump ha cumplido gran parte de sus promesas, ha mejorado sustancialmente la economía (antes de la crisis de la pandemia), ha frenado en seco la inmigración ilegal, y no ha embarcado al país en ninguna nueva guerra exterior. Mientras que para los segundos (las élites demócratas y buena parte del establishment republicano) ha sido un presidente divisivo y ofensivo, que improvisa continuamente y gestiona erráticamente, y sobre todo que defiende los valores e intereses de clases sociales blancas y conservadoras alejadas del ideal progresista y multicultural.
¿Qué valores representa y defiende Donald Trump?
Los valores del nuevo nacionalismo norteamericano, de raigambre excepcionalista: los derechos e intereses americanos sobre todos y sobre todo (“America first”). Nacionalismo que superaba, por ello, las tendencias neoliberales o neoconservadoras del Partido Republicano (GOP) y que se oponía frontalmente al liberalismo-progresista del Partido demócrata (DP). Trump nunca fue ideológicamente del GOP y su vida personal se acerca muy poco al antiguo moralismo conservador (era el menos republicano y el menos religioso de todos los candidatos en las primarias); y su alternativa como outsider provenía del ultracapitalista “American dream” (pretendidamente encarnado por un polémico empresario de éxito) y no del llamado neocomunismo norteramericano (la denominada como “izquierda caviar” burguesa y hollywoodiense). Por ello su plataforma fue y es muy diferente, como reflejaba su famoso lema “Make America Make Again”: es un soberanismo que aúna, peculiarmente, lo viejo y lo nuevo; es decir, que asume la mística del nacionalismo tradicional norteamericano o “American way of life” (en un gran pacto con grupos religiosos y económicos conservadores que vieron en él al líder capaz de movilizar a sus bases, con su vicepresidente Mike Pence), y el nacionalismo identitario antisistema que le acercaban al votante obrero preocupado por la falta de trabajo o la despoblación de sus regiones, y a clases medias blancas o de inmigrantes naturalizados con prioridad en la meritocracia y en la seguridad (del movimiento Tea Party al proteccionismo socioeconómico). Esta no tan peculiar unión fue la base transversal de su plataforma política ante un GOP en crisis (tras los años neocon de Bush), y la clave de su victoria electoral ante un DP alejado cada vez más de los sectores rurales e industriales (como en las zonas del famoso y empobrecido “cinturón de óxido”, o Rust Belt).
¿Hay una batalla global entre el globalismo socialdemocrata y el conservadurismo identitario, por definir los “bandos” de una forma muy general?; ¿Dónde se sitúa Donald Trump en este combate?
Podemos hablar, politológica e historiográficamente, de una guerra cultural (sobre las ideas civilizatorias) y política (sobre la ejecución de las mismas) que se sucede en el mundo occidental (pero también en otras latitudes), como señala, además, en el prólogo, Raúl González Zorrilla.
De un lado, encontramos a los que llamamos como “soberanistas” o bando conservador-identitario: un conjunto plural de movimientos y partidos que defienden la primacía de la identidad nacional y de los valores considerados tradicionales en ella, y que coinciden en cierto tipo de políticas: control de la inmigración y freno a las organizaciones supranacionales, prioridades profamilia y rechazo de la construcción de género, pero que difieren en otros muchos aspectos: el papel del Estado en la economía, las alianzas internacionales, los límites a la libertad individual, el tipo de valor de la cosmovisión religiosa, el nivel de proteccionismo económico (o como es lógico, la propia defensa de sus intereses patrióticos frente al vecino, e incluso al amigo).
Y de otro lado, los “globalistas” o bando liberal-progresista: un cierto consenso de élites (de la vieja socialdemocracia a la aún más vieja derecha liberal) que, más allá de contiendas electorales donde se disputan quién de ellos manda formalmente, están prácticamente de acuerdo en una serie de valores y principios liberal-progresistas a defender o a asumir sin crítica (de la sociedad multicultural a la ideología de género o al consumismo sostenible), y donde tenemos como ejemplo a la famosa “Grosse Koalition” germana. Trump, como es obvio, pertenece al primer bando, pero desde una propia visión enraizada en ese “excepcionalismo” norteamericano antes citado (que le permite estar muy cerca del Brasil de Bolsonaro, pero no tan cerca de la Rusia de Putin).
¿Qué opina de los últimos sucesos vividos en Estados Unidos durante los últimos meses?; ¿Cómo ve la situación actual en lo que hemos definido como “Occidente”?
Estamos, a mi juicio, en una etapa crucial de esta guerra cultural, que tiene a los EE.UU. como gran escenario de la misma (y que como sabemos, lo que surge en la primera potencia del mundo, como novedad o moda, llega a casi todos los rincones planetarios). Un escenario donde las necesarias y legítimas criticas contra la violencia policial o la discriminación racial han sido usadas, para muchos analistas, como un instrumento no solo para la contienda electoral, sino también para la transformación civilizatoria: medio para eliminar o transformar, real y simbólicamente, los principios históricos, eso sí imperfectos, de la civilización occidental (revisando aspectos del legado cristiano o del pasado colonial, pero sin cuestionar el actual neocolonialismo valórico que ellos exportan, o las sombras de las culturas supuestamente primigenias que reivindican, como las prehispánicas y sus genocidios, las clásicas y su esclavitud, o las comunistas y sus totalitarismos); una herramienta para cuestionar o eliminar de la vida pública del presente a sectores sociopolíticos con visiones tradicionales de la vida, y considerados incompatibles con la hegemonia globalista (caricaturizando, por ejemplo, a los votantes conservadores como atrasados, no universitarios, de zonas pobres o creencias tradicionales); y un arma que puede hundir puentes en el futuro para la concordía y la alternancia entre los diferentes, legitimando las reacciones soberanistas más temprano que tarde de amplios sectores ciudadanos que se consideran abandonados por los poderes públicos (ante minorías y tendencias) o señalados abstractamente como responsables o privilegiados, sin comerlo ni beberlo, de esa historia a revisar.
¿Cree que Donald Trump renovará su mandato en estas elecciones?
Según la mayoría de encuestas y de análisis parece que no tiene casi ninguna opción (véase RealClearPolitics), pero hace cuatro años la situación era muy parecida, y finalmente venció para asombro de propios y extraños. Con el “personaje político” Trump, y en estos tiempos de pandemia mundial, puede pasar de todo. Tendría opciones de última hora si la economía norteamericana sigue mejorando hasta las elecciones de la primera semana de noviembre, y si es finalmente valorado como garantía de “law and order” ante un DP acusado de instigador y manipulador del fenómeno del Black lives matter (nacido, no olvidarlo, en el segundo mandato de Obama, con Joe Biden como vicepresidente) y los grupos radicales paralelos. Claves que, pese a tener a casi todos los medios, famosos y corporaciones en contra, podrían hacer emerger el voto oculto de la llamada “mayoría silenciosa” en los Estados clave (de Iowa a Florida). Una mayoría que, si se vuelve a decantar por él en dichos territorios, haría de nuevo que el colegio electoral final cayese de su lado, y que a la mañana siguiente los medios mundiales dominantes recogieran con consternación, otra vez, su reelección.
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El libro, titulado Donald Trump. El hombre que hace grande a América, surgió, según explica su autor, "de la necesidad de contar los cuatro años de gobierno de Trump, historiográficamente, en un momento clave: ante las eclosión de las protestas raciales y en el tenso momento previo a su posible reelección". A juicio de Fernández Riquelme, nos encontramos en el mejor momento para hacer repaso y balance de una de las presidencias más peculiares de la reciente historia norteamericana, "intentando narrar estos años tanto de la manera más objetiva posible (superando las numerosas filias y fobias sobre su particular personalidad y sus ideas provocativas), como del modo más profundo posible: analizando su labor dentro del estudio de las principales ideas que provocaron su nacimiento como 'personaje político', que explican su soprendente victoria electoral, y que sitúan al mismo Trump como protagonista central en la gran guerra cultural intensificada en los estertores de su mandato".
En su opinión, ¿qué es lo mejor que se puede decir del Gobierno de Donald Trump? ¿Y lo peor?
Lo mejor o peor de su mandato se puede definir en función de lo que señalan sus partidarios y detractores, para que el lector lo compruebe y alcance su propia visión. Para los primeros, objetivamente, Trump ha cumplido gran parte de sus promesas, ha mejorado sustancialmente la economía (antes de la crisis de la pandemia), ha frenado en seco la inmigración ilegal, y no ha embarcado al país en ninguna nueva guerra exterior. Mientras que para los segundos (las élites demócratas y buena parte del establishment republicano) ha sido un presidente divisivo y ofensivo, que improvisa continuamente y gestiona erráticamente, y sobre todo que defiende los valores e intereses de clases sociales blancas y conservadoras alejadas del ideal progresista y multicultural.
¿Qué valores representa y defiende Donald Trump?
Los valores del nuevo nacionalismo norteamericano, de raigambre excepcionalista: los derechos e intereses americanos sobre todos y sobre todo (“America first”). Nacionalismo que superaba, por ello, las tendencias neoliberales o neoconservadoras del Partido Republicano (GOP) y que se oponía frontalmente al liberalismo-progresista del Partido demócrata (DP). Trump nunca fue ideológicamente del GOP y su vida personal se acerca muy poco al antiguo moralismo conservador (era el menos republicano y el menos religioso de todos los candidatos en las primarias); y su alternativa como outsider provenía del ultracapitalista “American dream” (pretendidamente encarnado por un polémico empresario de éxito) y no del llamado neocomunismo norteramericano (la denominada como “izquierda caviar” burguesa y hollywoodiense). Por ello su plataforma fue y es muy diferente, como reflejaba su famoso lema “Make America Make Again”: es un soberanismo que aúna, peculiarmente, lo viejo y lo nuevo; es decir, que asume la mística del nacionalismo tradicional norteamericano o “American way of life” (en un gran pacto con grupos religiosos y económicos conservadores que vieron en él al líder capaz de movilizar a sus bases, con su vicepresidente Mike Pence), y el nacionalismo identitario antisistema que le acercaban al votante obrero preocupado por la falta de trabajo o la despoblación de sus regiones, y a clases medias blancas o de inmigrantes naturalizados con prioridad en la meritocracia y en la seguridad (del movimiento Tea Party al proteccionismo socioeconómico). Esta no tan peculiar unión fue la base transversal de su plataforma política ante un GOP en crisis (tras los años neocon de Bush), y la clave de su victoria electoral ante un DP alejado cada vez más de los sectores rurales e industriales (como en las zonas del famoso y empobrecido “cinturón de óxido”, o Rust Belt).
¿Hay una batalla global entre el globalismo socialdemocrata y el conservadurismo identitario, por definir los “bandos” de una forma muy general?; ¿Dónde se sitúa Donald Trump en este combate?
Podemos hablar, politológica e historiográficamente, de una guerra cultural (sobre las ideas civilizatorias) y política (sobre la ejecución de las mismas) que se sucede en el mundo occidental (pero también en otras latitudes), como señala, además, en el prólogo, Raúl González Zorrilla.
De un lado, encontramos a los que llamamos como “soberanistas” o bando conservador-identitario: un conjunto plural de movimientos y partidos que defienden la primacía de la identidad nacional y de los valores considerados tradicionales en ella, y que coinciden en cierto tipo de políticas: control de la inmigración y freno a las organizaciones supranacionales, prioridades profamilia y rechazo de la construcción de género, pero que difieren en otros muchos aspectos: el papel del Estado en la economía, las alianzas internacionales, los límites a la libertad individual, el tipo de valor de la cosmovisión religiosa, el nivel de proteccionismo económico (o como es lógico, la propia defensa de sus intereses patrióticos frente al vecino, e incluso al amigo).
Y de otro lado, los “globalistas” o bando liberal-progresista: un cierto consenso de élites (de la vieja socialdemocracia a la aún más vieja derecha liberal) que, más allá de contiendas electorales donde se disputan quién de ellos manda formalmente, están prácticamente de acuerdo en una serie de valores y principios liberal-progresistas a defender o a asumir sin crítica (de la sociedad multicultural a la ideología de género o al consumismo sostenible), y donde tenemos como ejemplo a la famosa “Grosse Koalition” germana. Trump, como es obvio, pertenece al primer bando, pero desde una propia visión enraizada en ese “excepcionalismo” norteamericano antes citado (que le permite estar muy cerca del Brasil de Bolsonaro, pero no tan cerca de la Rusia de Putin).
¿Qué opina de los últimos sucesos vividos en Estados Unidos durante los últimos meses?; ¿Cómo ve la situación actual en lo que hemos definido como “Occidente”?
Estamos, a mi juicio, en una etapa crucial de esta guerra cultural, que tiene a los EE.UU. como gran escenario de la misma (y que como sabemos, lo que surge en la primera potencia del mundo, como novedad o moda, llega a casi todos los rincones planetarios). Un escenario donde las necesarias y legítimas criticas contra la violencia policial o la discriminación racial han sido usadas, para muchos analistas, como un instrumento no solo para la contienda electoral, sino también para la transformación civilizatoria: medio para eliminar o transformar, real y simbólicamente, los principios históricos, eso sí imperfectos, de la civilización occidental (revisando aspectos del legado cristiano o del pasado colonial, pero sin cuestionar el actual neocolonialismo valórico que ellos exportan, o las sombras de las culturas supuestamente primigenias que reivindican, como las prehispánicas y sus genocidios, las clásicas y su esclavitud, o las comunistas y sus totalitarismos); una herramienta para cuestionar o eliminar de la vida pública del presente a sectores sociopolíticos con visiones tradicionales de la vida, y considerados incompatibles con la hegemonia globalista (caricaturizando, por ejemplo, a los votantes conservadores como atrasados, no universitarios, de zonas pobres o creencias tradicionales); y un arma que puede hundir puentes en el futuro para la concordía y la alternancia entre los diferentes, legitimando las reacciones soberanistas más temprano que tarde de amplios sectores ciudadanos que se consideran abandonados por los poderes públicos (ante minorías y tendencias) o señalados abstractamente como responsables o privilegiados, sin comerlo ni beberlo, de esa historia a revisar.
¿Cree que Donald Trump renovará su mandato en estas elecciones?
Según la mayoría de encuestas y de análisis parece que no tiene casi ninguna opción (véase RealClearPolitics), pero hace cuatro años la situación era muy parecida, y finalmente venció para asombro de propios y extraños. Con el “personaje político” Trump, y en estos tiempos de pandemia mundial, puede pasar de todo. Tendría opciones de última hora si la economía norteamericana sigue mejorando hasta las elecciones de la primera semana de noviembre, y si es finalmente valorado como garantía de “law and order” ante un DP acusado de instigador y manipulador del fenómeno del Black lives matter (nacido, no olvidarlo, en el segundo mandato de Obama, con Joe Biden como vicepresidente) y los grupos radicales paralelos. Claves que, pese a tener a casi todos los medios, famosos y corporaciones en contra, podrían hacer emerger el voto oculto de la llamada “mayoría silenciosa” en los Estados clave (de Iowa a Florida). Una mayoría que, si se vuelve a decantar por él en dichos territorios, haría de nuevo que el colegio electoral final cayese de su lado, y que a la mañana siguiente los medios mundiales dominantes recogieran con consternación, otra vez, su reelección.