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Jueves, 13 de Agosto de 2020 Tiempo de lectura:

Gobierno y posverdad

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El actual Gobierno hace con la verdad lo que un cocinero experto con una masa de pizza. La estira, la comprime, la retuerce, la golpea, la aplasta, le da forma a su antojo, la cocina, y luego se la hace tragar a los parroquianos (que somos todos los españoles). Vale decir, la verdad le importa tanto como a Homer Simpson la filosofía medieval. Y cuando el Poder político desprecia la verdad (o el deseo de aproximarse a ella) como condición para un buen gobierno, se convierte en un poder desquiciado, impredecible, y por eso mismo, peligroso. Me explico. Algunos políticos mienten, otros incluso, mienten con frecuencia. No obstante, para muchos de ellos la verdad tiene un carácter vinculante, aunque en ocasiones puedan tergiversarla por conveniencias circunstanciales, o por simple debilidad. La conciencia de la responsabilidad asumida ante la ciudadanía y la búsqueda del bien común operan como motivación fundante de sus acciones. Otro tema es si dichos políticos resultan idóneos para el cargo que ocupan (por su formación, capacidad de liderazgo, etc.).

 

Pero hay otro paradigma, otro modo –radicalmente distinto– de hacer política, que consiste en el completo abandono de la verdad, en una suerte de apostasía de la verdad. Aquí no se trata meramente de engañar una, varias, o muchas veces, sino de orientar las acciones sin consideración alguna por la verdad a fin de priorizar intereses personales (como el afán de poder o enriquecimiento), intereses mezquinos que nada tienen que ver con el bien común. Éste es el paradigma en el que se encuentra instalado el Gobierno actual. Un paradigma que trae consigo la destrucción de la libertad de los ciudadanos, ya que la cantidad y calidad de la información disponible es fundamental en todo proceso de toma de decisiones. Dicho de otro modo, no se pueden tomar decisiones correctas cuando no se posee información adecuada sobre aquello acerca de lo cual hay que decidir. Cuando la verdad no interesa, la libertad se desintegra.

 

Pondré un ejemplo para graficar esta idea. ¿Hemos sido auténticamente libres los ciudadanos durante la campaña presidencial? Pedro Sánchez en campaña repitió hasta la náusea que no pactaría con el brazo político de ETA, con Podemos, y con el independentismo catalán. Ateniéndose a estas promesas (y otras) millones de ciudadanos le dieron su voto. Sin embargo, dos días después de las elecciones pactó y se abrazó con todos ellos para poder formar Gobierno. ¿Ha permitido Sánchez votar a los ciudadanos con libertad? Desde luego que no. Lanzó cierto tipo de información a la ciudadanía, pero luego la desechó sin despeinarse porque ya no le convenía. Cuando este tipo de acciones se repiten masivamente, las restricciones a las libertades de los ciudadanos aumentan dramáticamente. No es necesario sacar el ejército a la calle para coartar la libertad de la gente, basta con hacer de la desinformación una bandera, o hacer que la verdad ocupe un lugar tan irrelevante como un cenicero en una moto.

 

No estamos, entonces, ante un Gobierno que niega la existencia de verdades objetivas, no estamos ante un Gobierno “posmoderno” que entiende la verdad en términos de “perspectivas” o “interpretaciones”, es decir, en términos “relativistas”. No. Estamos ante un Gobierno para el que, si algún tipo de verdad existe, no interesa. Para este Gobierno sólo hay lucha por el poder, sólo hay fuerzas en pugna, y cualquier recurso vale para ganar. Estamos ante la encarnación política de la posverdad. Y cuando el Poder se instala en la posverdad, se convierte en creador de ignorancia, desconcierto, y malestar.

 

En efecto, cuando el país que gobiernas tiene la mayor cifra de muertos por Covid y sufre la mayor recesión económica de Europa, pero no obstante: te dedicas a organizar caceroladas anti-monárquicas en pleno genocidio coronavírico; eres abiertamente hostil con Amancio Ortega por donar millones de euros en mascarillas y respiradores, pero sigues –cual obediente lacayo– la agenda de la oligarquía globalista (8 M); hiperventilas por las supuestas tropelías del rey emérito al tiempo que eres imputado por corrupción (“caja B”), y gobiernas con el partido más corrupto de España; subvencionas medios de comunicación para imponer tu relato; monitorizas las redes sociales para controlar la opinión pública; niegas el impacto de la pandemia sobre la economía; te inventas comités de expertos para hacer creer a la gente que su salud está bajo resguardo; y en fin, te quejas del micromachismo por el uso del aire acondicionado; o simplemente te dedicas a recomendar películas y series por Twitter, mientras los ancianos que están a tu cargo caen como moscas en las residencias (se podrían dar mil ejemplos más, comenzando por aquella tesis doctoral fraudulenta). Digo, si haces esto mientras gobiernas un país que está cayendo en barrena, es porque has puesto a la verdad al mismo nivel que una toalla de bidet.

 

Estamos entonces ante dos modelos antagónicos de hacer política. En un modelo la verdad es un valor, es el marco de referencia de toda acción (sí, aunque a veces se mienta); en el otro modelo, en cambio, la verdad es irrelevante, se prescinde de ella con la misma naturalidad con que el aplicado camarero sacude el mantel para deshacerse de las migas. Esos dos modelos se encuentran presentes en el actual escenario político, lo cual plantea interrogantes éticos insoslayables. ¿Estamos dispuestos a seguir tolerando un Gobierno que niega por la tarde lo que afirma por la mañana? ¿Estamos dispuestos a aceptar la normalización de la estafa, el embuste, y la impostura? ¿Queremos realmente que la posverdad se haga ethos, se haga costumbre, se haga cultura, en la vida política? ¿Queremos una clase política ávida de poder a cualquier costo, o queremos políticos con códigos, políticos conscientes de que hay líneas rojas que no se deben cruzar? El hecho de que un candidato se autodefina como “de izquierdas” o “de derechas”, ¿sirve de instancia legitimadora, le hace directamente merecedor de nuestro voto, o se nos está pasando algo por alto? ¿Es que sólo votamos una doctrina, un programa de gobierno, o también votamos por personas “de carne y hueso” que serán las responsables de ponerlas (o no) en práctica? ¿Será que nosotros mismos, los ciudadanos, nos hemos vuelto indiferentes a la verdad? Creo que con una moción de censura en ciernes, urge una reflexión en profundidad sobre cuáles son las condiciones para un buen gobierno, qué lugar ocupa la verdad en la política, y finalmente, cuál de los dos modelos deseamos hacer prevalecer.

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