¿Quiénes somos y a dónde vamos?
Acabo de estar en Noruega, viendo los fiordos en un crucero.
Impresiones personales: es un gran país, con una naturaleza impresionante, pero, sobre todo, una nación desarrollada, moderna, civilizada, con una población educada, responsable, comprometida con el desarrollo colectivo. Un país con importantes políticas sociales, de educación y sanidad, con infraestructuras acordes a su entorno topográfico.
Comparando los comportamientos sociales de las dos mil personas que invadíamos los lugares turísticos, inundándolos de ruido, de papeles tirados al suelo, de comportamientos poco respetuosos con la idiosincrasia de los enclaves que visitábamos, los noruegos se me representaban en mi imaginario colectivo como la civilización en contraste con gentes norteafricanas, que llegaban como elefante en cacharrería.
Pero hay más: Noruega tiene un gran desarrollo económico y social gracias a la explotación del petróleo en los mares del norte, frente a sus costas. A nadie se le ocurrirá cuestionar ese aprovechamiento de recursos energéticos en relación al sostenimiento del medio ambiente. Todo el mundo tiene la idea –justa por otra parte- de Noruega como un país con gran sensibilidad ecológica, con políticas medio-ambientales punteras; y la prueba del algodón es la belleza de sus costas y fiordos, la impresionante explosión de vegetación, de bosques y de naturaleza tras la retirada de las nieves invernales. Una explotación de hidrocarburos que permite a esa gran nación la independencia energética y el ingreso de importantes divisas de la venta de los excedentes de combustible. Eso unido a una producción de electricidad aprovechando sus saltos de agua, le hacen ser autosuficiente y, con unas arcas públicas nada deficitarias, pudiendo abordar importantes retos sociales, como, por ejemplo, que los padres tengan un permiso de natalidad de un año para atender a sus bebés y así, compatibilizar vida laboral y familiar contribuyendo al buen desarrollo educativo de la prole.
¿Y aquí, qué?
La demagogia política de turno y el populismo improductivo de las izquierdas, y de nacionalismos aldeanos, aunque también achacable a una derecha acomplejada que no tiene el arrojo suficiente para plantear sus propias políticas, impiden, por ejemplo en Canarias, abordar los sondeos pertinentes para valorar la rentabilidad de la explotación de bolsas de gas y petróleo que previsiblemente se esconden bajo el suelo submarino a más de 60 kilómetros de la isla más próxima, que es Fuerteventura. Preferimos dejárselo a Marruecos que se pondrá las botas con el aprovechamiento de dicho recurso natural, con lo que, si hubiera algún derrame, el resultado práctico es el mismo, salvo que España no sería el usufructuario de esa explotación. Pero, en lugar de informarse debidamente sobre el casi nulo riesgo de vertidos debido a las tecnologías de explotación, preferimos expresar nuestro rechazo sin fundamentarlo en datos reales.
Tenemos una dependencia energética que hace que tengamos que pagar más de 40.000 millones de euros cada año de nuestras arcas públicas para el abastecimiento. Ello condiciona, en general, el IPC que aún en una situación deflacionista crece por causa de lo que pagamos por cada barril de petróleo que importamos, y se produce un déficit público y de deuda imparables que para corregirlos la “Troika” nos obliga a restricciones en nuestro Estado de bienestar. Y lo mismo sucede con la dependencia energética en materia de suministro eléctrico. Mientras Francia tiene más de veinte centrales nucleares, que es su fuente principal de suministro, España, zarandeada por una izquierda y unos nacionalismos enemigos de la prosperidad, por mucho que se llamen progresistas, limita la producción propia de energía eléctrica mediante procedimientos rentables, invadiendo nuestros montes de artilugios con aspas que dependen exclusivamente de si hay viento, y cuya explotación nos ha costado una buena parte de los presupuestos públicos en forma de subvenciones.
Pero no solamente eso.
Mientras los campos del sur se desecaban por falta de recursos hídricos, la demagogia campaba por sus respetos, aprovechando lo que Gustave Le Bon llamaba la “Psicología de las masas”, para impedir el trasvase de los excedentes de agua que se deslizan todos los años hacia el mar sin aprovecharse, a las cuencas de las comunidades más necesitadas de agua, con el consiguiente perjuicio al interés general por lo que respecta al rendimiento de las producciones agrarias de la huerta murciana y valenciana, cuando Aznar planteó el Plan hidrológico nacional,.
Las principales infraestructuras hidráulicas y de producción de energía limpia las construyó Franco. Después, con el imperio del populismo demagógico, no ha sido posible construir nada relevante en esta materia, hundiendo nuestra economía en una dependencia energética que lastra el desarrollo industrial, la competitividad, y nuestras propias economías domésticas.
Por eso envidio a un país como Noruega que acabo de visitar, sorprendiéndome su importante desarrollo económico, político y social.
Allí no se cuestiona la monarquía constitucional, parecida a la nuestra. Allí se persigue a todo lo que pueda ser sospechoso de corrupción, eso sí.
Aquí las hordas bulliciosas empiezan a pasear las banderas republicanas, amenazando con desórdenes callejeros, una vez que el Rey ha hecho anuncio de su renuncia a favor de Felipe, que será el sexto del mismo nombre de las dinastías reales en España.
Intelectualmente soy republicano, pero en la práctica prefiero un país como Noruega, o como Dinamarca, o como Reino Unido, con una monarquía parlamentaria, con un orden constitucional y una civilidad envidiable de su población, y no la vuelta a las andadas de la II República que nos llevó a una confrontación civil, por causa de la escasa formación cívica de los españoles, más pendientes de buscar enemigos internos que en el progreso, con unos nacionalismos que están deseosos de que España se autodestruya para pescar en río revuelto.
Ciertamente, si pudiera, renunciaría a mi nacionalidad. Estoy harto de vivir en constante desasosiego.
Acabo de estar en Noruega, viendo los fiordos en un crucero.
Impresiones personales: es un gran país, con una naturaleza impresionante, pero, sobre todo, una nación desarrollada, moderna, civilizada, con una población educada, responsable, comprometida con el desarrollo colectivo. Un país con importantes políticas sociales, de educación y sanidad, con infraestructuras acordes a su entorno topográfico.
Comparando los comportamientos sociales de las dos mil personas que invadíamos los lugares turísticos, inundándolos de ruido, de papeles tirados al suelo, de comportamientos poco respetuosos con la idiosincrasia de los enclaves que visitábamos, los noruegos se me representaban en mi imaginario colectivo como la civilización en contraste con gentes norteafricanas, que llegaban como elefante en cacharrería.
Pero hay más: Noruega tiene un gran desarrollo económico y social gracias a la explotación del petróleo en los mares del norte, frente a sus costas. A nadie se le ocurrirá cuestionar ese aprovechamiento de recursos energéticos en relación al sostenimiento del medio ambiente. Todo el mundo tiene la idea –justa por otra parte- de Noruega como un país con gran sensibilidad ecológica, con políticas medio-ambientales punteras; y la prueba del algodón es la belleza de sus costas y fiordos, la impresionante explosión de vegetación, de bosques y de naturaleza tras la retirada de las nieves invernales. Una explotación de hidrocarburos que permite a esa gran nación la independencia energética y el ingreso de importantes divisas de la venta de los excedentes de combustible. Eso unido a una producción de electricidad aprovechando sus saltos de agua, le hacen ser autosuficiente y, con unas arcas públicas nada deficitarias, pudiendo abordar importantes retos sociales, como, por ejemplo, que los padres tengan un permiso de natalidad de un año para atender a sus bebés y así, compatibilizar vida laboral y familiar contribuyendo al buen desarrollo educativo de la prole.
¿Y aquí, qué?
La demagogia política de turno y el populismo improductivo de las izquierdas, y de nacionalismos aldeanos, aunque también achacable a una derecha acomplejada que no tiene el arrojo suficiente para plantear sus propias políticas, impiden, por ejemplo en Canarias, abordar los sondeos pertinentes para valorar la rentabilidad de la explotación de bolsas de gas y petróleo que previsiblemente se esconden bajo el suelo submarino a más de 60 kilómetros de la isla más próxima, que es Fuerteventura. Preferimos dejárselo a Marruecos que se pondrá las botas con el aprovechamiento de dicho recurso natural, con lo que, si hubiera algún derrame, el resultado práctico es el mismo, salvo que España no sería el usufructuario de esa explotación. Pero, en lugar de informarse debidamente sobre el casi nulo riesgo de vertidos debido a las tecnologías de explotación, preferimos expresar nuestro rechazo sin fundamentarlo en datos reales.
Tenemos una dependencia energética que hace que tengamos que pagar más de 40.000 millones de euros cada año de nuestras arcas públicas para el abastecimiento. Ello condiciona, en general, el IPC que aún en una situación deflacionista crece por causa de lo que pagamos por cada barril de petróleo que importamos, y se produce un déficit público y de deuda imparables que para corregirlos la “Troika” nos obliga a restricciones en nuestro Estado de bienestar. Y lo mismo sucede con la dependencia energética en materia de suministro eléctrico. Mientras Francia tiene más de veinte centrales nucleares, que es su fuente principal de suministro, España, zarandeada por una izquierda y unos nacionalismos enemigos de la prosperidad, por mucho que se llamen progresistas, limita la producción propia de energía eléctrica mediante procedimientos rentables, invadiendo nuestros montes de artilugios con aspas que dependen exclusivamente de si hay viento, y cuya explotación nos ha costado una buena parte de los presupuestos públicos en forma de subvenciones.
Pero no solamente eso.
Mientras los campos del sur se desecaban por falta de recursos hídricos, la demagogia campaba por sus respetos, aprovechando lo que Gustave Le Bon llamaba la “Psicología de las masas”, para impedir el trasvase de los excedentes de agua que se deslizan todos los años hacia el mar sin aprovecharse, a las cuencas de las comunidades más necesitadas de agua, con el consiguiente perjuicio al interés general por lo que respecta al rendimiento de las producciones agrarias de la huerta murciana y valenciana, cuando Aznar planteó el Plan hidrológico nacional,.
Las principales infraestructuras hidráulicas y de producción de energía limpia las construyó Franco. Después, con el imperio del populismo demagógico, no ha sido posible construir nada relevante en esta materia, hundiendo nuestra economía en una dependencia energética que lastra el desarrollo industrial, la competitividad, y nuestras propias economías domésticas.
Por eso envidio a un país como Noruega que acabo de visitar, sorprendiéndome su importante desarrollo económico, político y social.
Allí no se cuestiona la monarquía constitucional, parecida a la nuestra. Allí se persigue a todo lo que pueda ser sospechoso de corrupción, eso sí.
Aquí las hordas bulliciosas empiezan a pasear las banderas republicanas, amenazando con desórdenes callejeros, una vez que el Rey ha hecho anuncio de su renuncia a favor de Felipe, que será el sexto del mismo nombre de las dinastías reales en España.
Intelectualmente soy republicano, pero en la práctica prefiero un país como Noruega, o como Dinamarca, o como Reino Unido, con una monarquía parlamentaria, con un orden constitucional y una civilidad envidiable de su población, y no la vuelta a las andadas de la II República que nos llevó a una confrontación civil, por causa de la escasa formación cívica de los españoles, más pendientes de buscar enemigos internos que en el progreso, con unos nacionalismos que están deseosos de que España se autodestruya para pescar en río revuelto.
Ciertamente, si pudiera, renunciaría a mi nacionalidad. Estoy harto de vivir en constante desasosiego.











